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Documentación: Tertuliano: Apologético
El Apologeticum es la obra más importante de Tertuliano. Difiere notablemente del libro Ad nationes, a pesar de la semejanza de contenido. El Apologeticum sigue un plan y tiene más unidad que el Ad nationes. Este parece más una colección [...]

de materiales que una composición acabada. El Apologeticum, en cambio, da decididamente la impresión de estar inspirado en una idea personal del autor y de haber sido creado por una personalidad que domina el material que tiene a su disposición. El razonamiento reviste una forma más jurídica, al paso que la argumentación del Ad nationes es filosófica y retórica. En el Apologeticum el autor se muestra más circunspecto que en el Ad nationes, porque el destinatario es distinto en los dos. Como lo indica el mismo título, el Ad nationes va dirigido al mundo pagano en general, mientras que el Apologeticum está destinado a los gobernadores de las provincias romanas, a quienes ataca al mismo tiempo que trata de convencerles. (Quasten)
Se presenta en esta página la traducción de Carmen Castillo García, con notas de la misma traductora, publicada originalmente en «Tertuliano: Apologético - A los Gentiles», ed. Gredos, Biblioteca Clásica, nº 285, Madrid, 2001. No se reproduce la introducción, de la misma traductora.


Fuentes: MPL001


Otras obras del autor: Sobre la Oración (De Oratione)

Apologético

[1] Ya que no se os permite, gobernadores del Imperio Romano que presidís los juicios en un lugar descubierto y elevado casi en la misma cúspide de la ciudad [1], poner al descubierto y considerar abiertamente qué es lo que en realidad ocurre en la causa contra los cristianos; ya que únicamente en estos procesos vuestra autoridad se atemoriza o se avergüenza de abrir una investigación oficial de acuerdo con el procedimiento jurídico; y por último, ya que —como ocurrió hace poco— la animadversión hacia nuestro grupo se apresura a prestar oído a delaciones de los esclavos contra sus señores [2] y tapa la boca a la defensa, que se permita al menos a la verdad llegar hasta vuestros oídos, aunque sea a través del camino silencioso de la letra escrita.

No es que la verdad interceda por ella misma, porque tampoco se sorprende de su suerte [3]. Sabe que vive como peregrina en la tierra [4], que fácilmente encuentra enemigos entre los extraños, y que su linaje, su sitio, su esperanza, su poder y su dignidad los tiene en el cielo. Entretanto pretende una única cosa: que no se la condene sin conocerla. ¿Qué pierden en esta ocasión las leyes, dueñas en su propio reino, con prestarle oído? ¿Va a ser más glorioso su poderío si condenan a la verdad aun sin oírla? Por el contrario, si la condenaran sin oírla, además de hacerse odiosas por injustas, despertarían la sospecha de una complicidad, puesto que se niegan a oir lo que —una vez oído — serían incapaces de condenar.

He aquí, pues, el primer argumento que presentamos contra vosotros: la injusticia de vuestro odio hacia el nombre de cristiano, injusticia que hace más grave e indefendible el mismo pretexto en que se escuda: a saber, la ignorancia. ¿Hay acaso algo más injusto que el hecho de odiar lo que se desconoce aunque el objeto en sí sea digno de odio? Pues un odio es merecido cuando se sabe que se merece. Al faltar este conocimiento, ¿cómo se defiende la justicia del odio, si esta justicia tiene que fundarse no en los acontecimientos sino en el convencimiento íntimo? Cuando precisamente odian porque desconocen la naturaleza de aquello que odian, ¿no es posible que aquello sea de tal naturaleza que no merezca odio? Así pues, combatimos ambas cosas por su mutua dependencia: ignoran porque odian y odian injustamente porque ignoran. Es prueba de una ignorancia que al querer excusar la injusticia la hace condenable, el hecho de que todos los que antes odiaban porque no conocían dejan de odiar en el momento en que dejan de ignorar. De ellos salen nuevos cristianos con conocimiento de causa, y comienzan a odiar lo que antes fueron y a profesar públicamente lo que antes odiaron. Y somos tan numerosos como se dice. Se pregona que la ciudad está invadida: que hay cristianos en los campos, en las aldeas, en las barriadas; y se lamentan, como de una desgracia, de que gentes de todo sexo, edad, condición e incluso dignidad se conviertan a este nombre [5]. Pero ni siquiera por esto se animan a considerar que habrá algún bien escondido. No pueden indagar con más rectitud; no quieren ver el asunto más de cerca. Casualmente, sólo en esta cuestión se ha vuelto torpe la curiosidad humana. Se aferran a su ignorancia aunque otros se alegren de haber salido de ella. ¡Cuánto más hubiera censurado Anacarsis [6] a estos que, sin saber, se atreven a juzgar a los que saben! Prefieren permanecer en la ignorancia porque ya tienen odio, hasta tal punto prevén que se trata de algo que no podrían odiar si lo conocieran; en efecto, si no se encuentra un motivo de odio, lo mejor sería —en cualquier caso— renunciar a un odio injusto; y si en cambio se ve que existe un fundamento, no sólo no se rebajará en nada el odio sino que se persistirá en él gloriándose además de la misma justicia.

Pero se objeta que no porque algo atraiga a muchos puede prejuzgarse que es bueno. ¡Cuántos se convierten al mal! ¡Cuántos se pasan al vicio! ¿Quién lo niega? Pero sin embargo, cuando algo es verdaderamente malo, ni siquiera sus mismos adeptos se atreven a defenderlo como bueno. Todo mal se esconde naturalmente por temor o por vergüenza. En una palabra, quienes hacen el mal procuran quedar ocultos, evitan aparecer, tiemblan cuando se les coge, niegan cuando se les acusa y no confiesan fácilmente ni siempre, aunque se les someta a tortura, y cuando se les condena en firme, se lamentan: van enumerando las malas inclinaciones vueltas contra ellos mismos y achacan su debilidad al destino o a los astros. No quieren considerar como propio lo que reconocen como un mal. Pero ¿hace un cristiano algo semejante? Ninguno se avergüenza, ninguno se arrepiente si no es de no haberse convertido antes; si lo denuncian, se alegra; si lo acusan, no se defiende; cuando se le interroga, confiesa sin vacilar; si se le condena, lo agradece. ¿Qué clase de delito es éste que no presenta las características del delito: el temor, la vergüenza, la tergiversación, el arrepentimiento, el repudio? ¿Qué clase de delito es éste cuyos reos se glorían, cuya acusación se desea y cuyo castigo constituye una victoria? No se puede llamar locura [7] a aquello que hay que reconocer que se ignora.



[1] La ciudad de Cartago era la capital de África Proconsular, donde residía el gobernador de la provincia; el Capitolio estaba situado sobre la colina de Birsa. Acerca de la inmensa basílica construida allí en época antoniniana (pocos años antes del momento en que escribe Tertuliano), vid. P. Gros, Byvsa III, Misión archéologique française à Carthago, Roma, 1985.

[2] Indiciis, contra los mss., que dan iudiciis, es conjetura del Beato Renano (1521), admitida por Waltzing. Sobre la quaestio in dominum, prohibida por la ley, vid. infra. 7, 3.

[3] Condicio, término muy usado por Tertuliano en esta obra y en A los gentiles, indica naturaleza, condición, suerte o estado, y suele asociarse a forma, natura, qualitas, status, que son casi sinónimos; cf. infra 7, 9 y 11, 3. Vid. al respecto R. Braun, Deus Christianorum, pág. 364, n. 4.

[4] Nótese la personificación de la verdad, a la que se atribuye la condición jurídica de peregrina, por tanto sin carta de ciudadanía, en situación de inferioridad. Puede verse aquí una resonancia de I Petr 2,11: Obsecro vos, tamquam advenas et peregrinos..., y de Hebr 11, 13. Un desarrollo de la condición ‘peregrina’ de la ciudad celeste hará después S. Agustín, Sobre la ciudad de Dios XIX 17.

[5] Parece un eco de Plin., Epist. X 96: «Pues muchos de toda edad, de todos los estratos sociales, y también de ambos sexos se exponen al peligro. Y el contagio de esta superstición se ha difundido, no ya sólo por las ciudades, sino incluso por aldeas y campos».

[6] Anacarsis: filósofo escita que llegó a Atenas a comienzos del s. VI a. C.; fue recibido por Solón (cf. Plut., Solón 5) y contado entre los Siete Sabios. Precursor de la doctrina cínica.

[7] La atribución de locura —amentia— a los cristianos está también en Plinio, loc. cit.

[2] Y por último, si es verdad que somos tan dañosos, ¿por qué razón vosotros mismos nos tratáis de modo distinto que a nuestros semejantes -los demás delincuentes- siendo así que debería darse el mismo tratamiento a quienes son igualmente culpables? [8]. Cuando otros son acusados de los crímenes de los que se nos acusa a los cristianos, pueden defenderse personalmente o pagando a un defensor para probar su inocencia; se les ofrece la oportunidad de replicar, de impugnar, ya que no es en absoluto licito condenar a nadie sin oir su defensa. Solamente a los cristianos se les impide dar a conocer lo que podría refutar la acusación, defender la verdad e impedir que la actuación del juez sea injusta; lo único que se pretende es satisfacer un odio público: conseguir la confesión de un nombre, no investigar un crimen.

Cuando procesáis a algún delincuente, no estáis dispuestos a pronunciar sentencia inmediatamente después de que el acusado se confiese homicida, o sacrilego, o culpable de incesto, o enemigo público (por no citar más que los delitos de los que se nos inculpa), sino que averiguáis las circunstancias, el carácter del hecho, el número, el lugar, el modo, el tiempo, quiénes son los testigos y los cómplices [9]. Cuando se trata de nosotros no hay nada de esto, y eso que sería muy interesante conseguir por medio de torturas la confesión de aquello de lo que falsamente se nos acusa: saber cuántos infanticidios ha saboreado cada uno, cuántos incestos ha cometido aprovechando la oscuridad, qué cocineros, qué perros han estado presentes. ¡Qué gloria la del gobernador que descubriera a alguno que ya se hubiera comido cien niños! Pero en cambio, tenemos pruebas de que incluso se ha prohibido que se nos busque. Pues Plinio Segundo, cuando era gobernador, después de condenar a algunos cristianos y de haber hecho renegar a otros, desconcertado sin embargo por lo crecido del número, consultó al emperador Trajano la conducta a seguir en adelante, diciendo que —aparte de la obstinación en no ofrecer sacrificios— no había descubierto nada de su actividad religiosa, sino solamente que se reunían antes del amanecer para cantar alabanzas a Cristo como a Dios y vincularse a unos principios que les prohibían el homicidio, el adulterio, el fraude, la traición y los demás crímenes. Entonces Trajano respondió por escrito que no se les buscara, pero que (si se les llevaba al tribunal) había que castigarlos [10]. ¡Extraña decisión, forzosamente perturbadora! Dice que no se les debe buscar, como inocentes que son, y ordena que se les castigue como a culpables. Perdona, y se ensaña; pasa por alto, y castiga. ¿Por qué te contradices a ti mismo en tu dictamen? Si los castigas, ¿por qué no los buscas también? Si no los buscas, ¿por qué no los perdonas? Para perseguir a los bandidos, en todas las provincias se designa por suerte una guarnición militar [11]; frente a los culpables de lesa majestad y los enemigos públicos, cualquier hombre es soldado y la búsqueda se extiende incluso a los amigos y a los cómplices [12]. Sólo al cristiano se prohíbe que se le busque y a la vez se permite que se le denuncie; como si la investigación persiguiera algo que no sea la denuncia. Así pues, castigáis al denunciado a quien nadie ha querido que se busque; de donde deduzco que no merece castigo por hacer un mal, sino por haber sido encontrado sin que se le debiera buscar.

Y tampoco en lo que voy a decir actuáis frente a nosotros según lo usual en los enjuiciamientos criminales: a los otros, cuando rehúsan confesarse culpables, los atormentáis para que confiesen, y en cambio a los cristianos para que nieguen; cuando si se tratara de un delito, nosotros negaríamos y vosotros nos obligaríais a confesar por medio de tormentos. Y tampoco vais a decir que creéis inútil torturamos para averiguar los crímenes, porque estáis ciertos de que se los reconoce al confesar el nombre; precisamente vosotros que a quien hoy se confiesa homicida —aunque ya sabéis qué es un homicidio— le arrancáis mía relación detallada del crimen que confiesa. Aún más injusto es que, considerando nuestros crímenes implícitos en la confesión del nombre, nos obliguéis con tormentos a renegar de la confesión, puesto que, al negar el nombre, negaríamos igualmente los crímenes que habiais presupuesto en la confesión del nombre. Al parecer [13], no queréis que seamos condenados nosotros a quienes consideráis como los peores. Porque soléis decir al homicida: «niega», y ordenar que se despedace al sacrilego si persevera en su confesión. Si no actuáis así con los culpables, quiere decir que nos juzgáis totalmente inocentes, ya que, al consideramos inocentes, no queréis que perseveremos en una confesión que os creéis obligados a condenar, no por razones de justicia, sino por una fuerza irresistible [14]. Si un hombre clama: «¡Soy cristiano!», dice lo que es; tú quieres oír lo que no es, Vosotros, que presidís para sacar a la luz la verdad, solamente cuando se trata de nosotros os esforzáis por oír la mentira. «Soy —dice el acusado— lo que me preguntas si soy. ¿Por qué me torturas injustamente? Confieso, y me atormentas. ¿Qué harías si negara?» Hay que reconocer que, cuando otros niégan, no les prestáis fe tan fácilmente; a nosotros, si llegamos a negar, nos creéis al instante.

Esta inversión debe haceros sospechar que quizá exista detrás de todo esto algún poder oculto que os obliga a actuar contra la forma y la naturaleza de los juicios y contra las mismas leyes. Pues, si no me equivoco, las leyes mandan descubrir a los culpables, no esconderlos; y prescriben que se castigue a quienes confiesan, no que se les absuelva. Esto determinan los senadoconsultos y las disposiciones imperiales [15]. El poder que representáis es un poder civilizado, no tiránico [16]. Bajo los tiranos, se aplicaba la tortura también como castigo; entre vosotros, se limita al interrogatorio. Observad a este respecto vuestra ley, que considera la tortura indispensable hasta la confesión; pero, si viene precedida por la confesión, está de más: se pasa a la sentencia; el nombre de culpable debe borrarse cuando paga su deuda con el castigo, no por la exención de la pena. Y en fín, nadie concibe la idea de absolver al culpable; es un propósito que no está permitido. Y por esto tampoco nadie es obligado a negar. Al cristiano, a quien se considera reo de toda clase de crímenes, enemigo de los dioses, de los emperadores, de las leyes, de las costumbres, de la naturaleza entera, se le obliga en cambio a negar para absolverlo; porque no se le puede absolver si no niega.

Haces traición a las leyes. Quieres que niegue su culpabilidad para convertirlo en inocente aunque no quiera, y ya sin culpa en su pasado. ¿De dónde ese desvarío que os hace olvidar que es más digno de crédito quien confiesa espontáneamente que quien niega coaccionado? ¿Tampoco ves que, obligado a negar, puede que no niegue de corazón y que, después de ser absuelto, al salir de vuestro tribunal, se ría de vuestra hostilidad, otra vez cristiano? Puesto que en todo nos tratáis en forma distinta que a los demás culpables, con una sola pretensión, que perdamos este nombre (pues efectivamente lo perdemos si llegamos a hacer lo que hacen los no cristianos), podéis comprender que no es un crimen lo que está en litigio, sino un nombre, perseguido por no sé qué clase de odio, cuyo único fin es impedir que los hombres conozcan con seguridad lo que ellos tienen la seguridad de desconocer [17]. Así pues, creen acerca de nosotros cosas que no se prueban, y al mismo tiempo no quieren indagar para que no se les demuestre que no existe lo que ellos quieren creer. De forma que se castiga un nombre enemigo de aquel odio, basándose en crímenes que se suponen y no se prueban, simplemente por confesarlo. Así pues, se nos tortura cuando confesamos, se nos castiga cuando perseveramos y se nos absuelve cuando renegamos; porque se lucha sólo contra un nombre.

Y finalmente ¿por qué en la tablilla escribís «cristiano», y no también «homicida», si es homicida el cristiano? ¿Por qué no también «incestuoso» o cualquier otro de los crímenes que nos imputáis? [18]. ¿Solamente tratándose de nosotros da vergüenza o lástima llamar a los delitos por su nombre? Si «cristiano» no es el nombre de ningún delito, hacer del nombre un delito es absurdo.



[8] Tertuliano denuncia aquí la injusticia del procedimiento seguido contra los cristianos, perseguidos y condenados en cuanto tales (cf. A los gentiles 12-3; Antidoto contra el escorpión 10). Pueden verse al respecto las Actas de San Apolonio, martirizado en tiempo de Cómodo. Texto griego ed. por Knopf-Krüoer, Ausgewahite Märtyreakten, Tubinga, 1992, págs. 30-35.

[9] La enumeración consequentia, qualitatem... está muy próxima a un pasaje de Claudio Saturnino, Sobre los castigos de los paganos (Dig. 48, 19, 16); así lo ha visto A. Masi, Iura 28, 1977, págs. 143-148, que se apoya en ello, aunque con cautela, como argumento a favor de la identificación de Tertuliano con el jurista homónimo, autor de Sobre las coronas.

[10] Tertuliano alude ahora abiertamente a los hechos que narra Plinto, Epist. X96 y 97; se refieren a los años 111-113, en que Plinio era gobernador del Ponto y Bitinia. Eusebio de Cesárea (Hist. Ecles. III 33, 3) recoge una versión griega de este pasaje.

[11] Según opinión extendida, esta búsqueda de latrones por parte de la militairis statio procede de las medidas policiales tomadas por Marco Aurelio, que concedían amplias atribuciones a los gobernadores de provincias y a las autoridades locales.

[12] Parece insinuarse aquí una referencia a la declaración de «enemigos públicos» bajo la que Septimio Severo persiguió encarnizadamente a los partidarios de Pescenio Nigro y de Albino después de vencerlos (cf. Dión LXXV 8, 3-4). En A Escápula 11 hay mención explícita de estos dos personajes. A Décimo Clodio Albino lo venció Septimio Severo en Lyón, en febrero del año 197; Albino había sido proclamado emperador en el año 193, a la muerte de Pértinax; C. Pescenio Nigro había sido proclamado igualmente, al morir Pértinax, por las legiones de Oriente; Septimio Severo lo venció cerca de Isso en el año 194.

[13] El párrafo introducido por opinor tiene función irónica.

[14] Se refiere al poder de los demonios, vid. infra 27, 3.

[15] Leges, senatus consulta, principum mandato: enumera las fuentes del derecho; el término mandatum no es aquí técnico; abarca las diferentes disposiciones imperiales: edicta, rescripta, epistulae, decreta, constitutiones.

[16] La figura del tirano era un tópico común en las Controversias, vid. R, Tabacco, II tirano nelle dedamazione di scuola in lingua latina, Turín, 1985. Sobre la prohibición de someter a tortura a los hombres libres, vid. el testimonio de Cicerón (En defensa de Milán 57) y también los Hechos Apóst. 22,26-29.

[17] Juego de antítesis: uno de los recursos preferidos de Tertuliano.

[18] El juez escribía la sentencia en uná tablilla de cera en la que constaba el nombre del condenado y el de su crimen.

[3] ¿Qué decir del hecho de que a la mayoría les ciega el odio? Hasta tal punto que, al hablar bien de algún cristiano, añaden al reproche del nombre: «buena persona Gayo Seyo, sólo que es cristiano». Y otro: «me admira que Lucio Ticio¿ un hombre prudente, de pronto se haya hecho cristiano» [19]. Nadie piensa en cambio que la razón de que sea bueno Gayo y prudente Lucio es el ser cristiano; o que es cristiano porque es prudente y porque es bueno. Alaban lo que conocen y critican lo que ignoran y violentan lo que saben a causa de lo que ignoran, aunque sería más justo juzgar lo oculto por lo que se ve, en vez de condenar lo que se ve por lo que está oculto. Otros llenan de infamia a quienes tenían por frívolos, despreciables o malvados antes de su conversión, cuando los alaban: la ceguera de su odio les obliga a dar contra su voluntad una opinión favorable. «Aquella mujer tan lasciva, tan ligera; aquel muchacho tan amante del juego [20], tan enamoradizo: ahora se han hecho cristianos». Así se atribuye al nombre de cristiano la enmienda. Algunos sacrifican incluso sus propios intereses a este odio; soportan un daño con tal de no tener en casa lo que odian. A la mujer que ya es honrada, el marido, que ya no tiene celos, la arroja de su casa; al hijo que ya es dócil, el padre, que antes lo había soportado, lo deshereda; al esclavo que se vuelve fiel, su señor, en otro tiempo afable, lo hace apartar de su vista. Todo el que se enmienda por esta causa incurre en culpa. ¡El bien no pesa tanto como el odio hacia los cristianos!

Y, si lo que se odia es el nombre, ¿cuál es la culpabilidad de los nombres? ¿De qué se puede acusar a los vocablos si no es de que su sonido resulta tosco o de que es un término de mal agüero o injurioso o inconveniente? El nombre de cristiano, en cuanto a su etimología deriva de «unción» [21], incluso cuando equivocadamente vosotros pronunciáis «crestianos» (pues no conocéis bien el nombre), significa suavidad o bondad [22]. Así es que se odia en irnos hombres inofensivos un nombre igualmente inofensivo. Pero puede decirse: se odia al grupo por el nombre de su fundador. ¿Qué tiene de extraño el que una escuela llame a sus componentes por el nombre del maestro? ¿No toman el nombre de su fundador los filósofos platónicos, epicúreos, pitagóricos; y del lugar de sus reuniones los estoicos y los académicos? ¿Y asimismo los médicos de Erasístrato [23] y los gramáticos de Aristarco [24] y hasta los cocineros de Apicio [25]? Y sin embargo a nadie le extraña la profesión de un nombre transmitido por el fundador junto con su doctrina. Es verdad que, si alguien puede probar que es malo el fundador y mala su escuela, probará al mismo tiempo que el nombre es malo; que merece ser odiado a causa de la culpabilidad de la escuela y del fundador. Así es que, antes de odiar el nombre sería preciso informarse de los seguidores por su fundador o del fundador por los seguidores. En cambio en este caso, sin preocuparse por hacer una investigación o llegar a un conocimiento, se acusa al nombre, se persigue el nombre; sólo una palabra condena por anticipado a un grupo desconocido y a un fundador igualmente desconocido, porque tienen un nombre, no porque sean convictos de un crimen.



[19] G. Seius y L. Titius: Tertuliano ejemplifica con nombres ficticios siguiendo la costumbre de los jurisconsultos.

[20] Lusius es un neologismo, utilizado por Tertuliano únicamente aquí; está formado seguramente por paralelismo con amasius, término usual en la comedia, del que se sirve Tertuliano únicamente en este pasaje.

[21] Christós «ungido». Se inspira en Justino, Apol. 14.

[22] Cf. Lact., Inst. div. IV 7: immutata littera Christum; y ya antes: Suet., Claudio 25, y Tác., Anales XV 44, chrestós, «bueno», «útil»; es una deformación motivada seguramente por aplicación de etimología popular. Comúnmente se piensa que el nombre Christianus se empezó a usar hacia el año 40, durante la estancia de Pablo y Bernabé en Antioquia; contra esta opinión, M. Sordi, Atti Accad. dei Lincei. Rend. di Scienze Morali, Roma 1957, pág. 89: el término se acuñó en Roma, en el año 35.

[23] Uno de los más célebres médicos helenísticos, nacido hacia el 250 a. C. en la isla de Ceos; quizá discípulo de Teofrasto. Su influjo llegó sobre todo a través de Demócrito y Epicuro.

[24] Aristarco (ca. 217-145 a. C.) fue un famoso gramático alejandrino que hizo una edición de Homero; gran comentador de poetas y autores dramáticos.

[25] Bajo el nombre de Apicio se nos ha transmitido un manual de cocina cuya edición parece proceder del s. IV; en su base estarían las recetas de M. Gauius Apicius, célebre gastrónomo del tiempo de Tiberio. Tertuliano hace un uso antonomástico del nombre.

[4] Y ya, después de esta especie de exordio para doblegar la injusticia del odio público que se nos tiene, haré frente a la defensa de nuestra inocencia; además de refutar las acusaciones que se nos hacen, las voy a volver en contra de los mismos que las hacen, para que de aquí en adelante se sepa que no existen en los cristianos culpas de las que ellos mismos se saben culpables; para que a la vez se avergüencen de lanzar una acusación, no digo ya irnos malvados contra unos hombres excelentes, sino —-como ellos dicen— contra sus iguales.

Iremos respondiendo a cada uno de los hechos de los que se nos acusa como cometidos en secreto; de lo que se sabe que realizamos a la vista de todos; de aquellos por los que se nos considera criminales e insensatos, dignos de castigo y objeto de burla. Pero, como, al enfrentarse nuestra verdad con todas las acusaciones, en último término se le opone la autoridad de las leyes, alegando que en esas leyes no hay lugar a rectificación o anteponiendo a la verdad la obligación de prestar acatamiento a la ley, discutiré en primer lugar, lo relativo a las leyes, con vosotros que sois sus tutores [26].

Ya, cuando legalmente definís: «No se os permite existir», y sentáis este principio sin una consideración más humana, emprendéis el camino de la violencia de una injusta tiranía desde vuestra posición dominante [27]; ya que decís que no está permitido porque no queréis que lo esté, y no porque deba prohibirse. Y, si es que no queréis que se permita porque no debe permitirse, indudablemente no debe permitirse lo que es un mal, y por esta misma razón se puede admitir que está permitido lo que es un bien. Si llego a averiguar que algo que está prohibido por la ley es una cosa buena, ¿no es verdad que, por la misma razón que acabamos de admitir, no se me puede prohibir lo que, si fuera malo, se me prohibiría con todo derecho? Si tu ley se equivoca, seguramente es que ha sido pensada por un hombre, pues realmente no ha caído del cielo.

¿Os asombráis de que un hombre haya podido equivocarse al dar una ley o de que haya acertado al anularla? Es que las enmiendas hechas por los lacedemonios a las leyes dél mismo Licurgo, ¿no produjeron tan gran pesar a su autor, que pensó dejarse morir de hambre en su retiro? [28]. Y vosotros, al hacerse a diario nueva luz sobre las tinieblas de la antigüedad a medida que avanzan los conocimientos, ¿acaso no escrutáis y podáis toda aquella antigua y desordenada selva de leyes con la seguir de los rescriptos y edictos imperiales? [29]. ¿Acaso Severo, el más conservador de los emperadores, no ha derogado recientemente, a pesar de la autoridad que le daban los años, aquellas inservibles Leyes Papias que obligaban a tener hijos antes de la edad en que las Leyes Julias prescribían la obligación de contraer matrimonio? [30]. Había muchas leyes que mandaban que los condenados por deudas fueran cortados a trozos por sus acreedores [31]; pero después, por general consenso, se prescindió de esta crueldad. La pena capital se conmutó por una nota de infamia; con la medida de la confiscación de bienes, se decidió hacer subir la sangre al rostro en vez de derramarla [32]. ¡Cuántas leyes se conservan escondidas, todavía por revisar! Las leyes no están justificadas por su antigüedad ni por la dignidad del legislador, sino sólo por la justicia, de forma que, cuando se reconocen como injustas, es preciso condenarlas, aunque sean ellas las que condenen.

¿Y por qué razón las llamo injustas? Lo son por supuesto si lo que castigan es un nombre; más aún: necias. Pero, si lo que castigan son los hechos, ¿por qué castigan sólo por el nombre unos hechos que en otros casos castigan una vez probados, no simplemente por el nombre? Si soy un incestuoso, ¿por qué no lo averiguan? Si infanticida, ¿por qué no me obligan a declarar? Si hago un mal contra los dioses o contra los Césares, ¿por qué no se me oye a mí, que soy quien puedo justificarme? Ninguna ley prohibe que se someta a examen lo que prohibe que se haga; porque ni el juez puede castigar con justicia hasta que está seguro de que se ha cometido algo que es delito, ni un ciudadano puede acatar fielmente una ley si ignora qué es lo que castiga. Ninguna ley se debe a sí misma exclusivamente la seguridad de su propia justicia, sino que debe esperarla también de aquellos de quienes recibe acatamiento. Por lo demás, es sospechosa una ley que no quiere someterse a examen; y, si se impone sin ser aprobada, es una tiranía.



[26] Expone aquí Tertuliano el método que piensa seguir en su defensa: refutatio seguida de retorsio; establece luego la divisio de las partes: crímenes ocultos, crímenes públicos; junto a la acusación de criminalidad, deja ver Tertuliano una segunda postura contra los cristianos: el desprecio, que tiende a ridiculizarlos. Anuncia, por fin, una cuestión previa: la discusión sobre las leyes, que va a ocupar hasta el fin del capítulo 6.

[27] El cristianismo era considerado como superstitio illicita desde tiempos de Nerón; encontramos una alusión a las acusaciones por el solo nombre de cristiano en las epístolas de S. Pedro: Nemo autem vestrum patiatur ut homicida... Si autem ut christianus, non erubescat, glorificet autem Deum in isto nomine (Epíst. I 4,15); sobre este mismo punto, cf, A los gentiles 16. La expresión ex arce es proverbial; alude al poder tiránico, ejercido desde la ciudadela donde estaba instalado el gobernador, cf. supra, nota 1.

[28] Acude Tertuliano al exemplum para reforzar su argumento: Licurgo es una figura legendaria; a partir del s. IV a. C. los griegos lo tenían por el mejor legislador, autor de la constitución de Esparta. Una parte de la critica actual considera que su obra y su personalidad fueron proyectadas hacia el pasado sobre la base de instituciones mucho más recientes. Plutarco lo pone en paralelo con el rey romano Numa. Dice Plutarco que Licurgo había comprometido a sus conciudadanos a nó alterar la constitución por él establecida hasta que regresara de un viaje a Delfos; después de consultar el oráculo, que le resultó favorable, juzgó conveniente dejarse morir de hambre; respecto al motivo de esta decisión, el texto de Plutarco es ambiguo (cf. Plut., Licurgo 29, 7-9 y 31, 10). Tertuliano extrapola la tradición para ajustarla a su propósito.

[29] Los rescriptos eran respuestas del Emperador a cuestiones planteadas por particulares o por funcionarios públicos; los edictos imperiales iban dirigidos a todos los gobernadores de provincias para dar criterios acerca del desempeño de su función: reemplazaron a los senadoconsultos.

[30] No se conoce el rescripto de Septimio Severo del que da noticia Tertuliano. La disposición iba encaminada, según se desprende de este texto, a modificar la ley qui litteras exigit, e. d., la LexPapia del año 9 d. C., para hacer coincidir la edad en ella prevista con lo establecido por la Lex Iulia, del 18 a. C.: los hombres debían estar casados a partir de los 25 años; cf. Ulp., Epítome 16,1: Posteriormente, Constantino abolirá las sanciones a los casados sin prole, vid. Cod. Theodos. 8,16, 1 = Cod. Iust. 8, 57 (58), 1. Para toda esta cuestión puede verse R. Astolfi, La lex Iulia et Papia, Padua, 1970.

[31] Se refiere a las Doce Tablas, como indica Quintiliano, Inst. Or. III 6, 84; Aulo Gelio, Noches Át. XXI, 48-52, reproduce el texto de las Doce Tablas, y añade que no sabe de nadie que sufriera tan atroz castigo.

[32] Tito Livio (VUI28), sitúa en el año 326 a. C. la abolición de la esclavitud por deudas; acompaña la noticia de un relato que se encuentra también en Valerio Máximo (VI1, 9), pero con otros nombres. A la misma disposición parece aludir Varrón (Sobre la lengua lat, VII 105), pero atribuye la disposición al dictador del año 313 a. C., C. Poetelius Libo.

[5] Volvamos a examinar algunas cuestiones sobre el origen de las leyes de esta naturaleza: existía un antiguo decreto que ordenaba que ningún dios fuese consagrado por un general sin el consentimiento del senado; bien lo sabe Marco Emilio, por su dios Alburno [33]. También esto favorece a nuestra causa, porque entre vosotros la divinidad se mide por el arbitrio del hombre. Si un dios no agrada al hombre, no será dios; es por tanto el hombre quien deberá ser propicio al dios.

Tiberio, pues, en cuyo tiempo entró en el mundo el nombre cristiano, cuando le comunicaron desde la Siria Palestina [34] los hechos que allí habían puesto de manifiesto la verdad de esta divinidad, llevó el asunto al senado, anunciando de antemano su voto favorable. El senado, como no lo había examinado por sus propios medios, rehusó pronunciarse. El Emperador persistió en su opinión y amenazó con castigar con la pena capital a los acusadores de los cristianos [35]. Consultad vuestros anales, allí veréis que fue Nerón el primero que arremetió con la espada imperial contra este grupo, que se extendía entonces precisamente por Roma [36]. Que fuera tal el promotor de nuestra persecución es para nosotros hasta un honor; pues quien lo conoce comprende que sólo un gran bien pudo ser condenado por Nerón [37]. También lo intentó Domiciano, un medio Nerón en cuanto a crueldad; pero, hombre al fin y al cabo, pronto renunció a su intento y rehabilitó incluso a los que había desterrado [38]. Así fueron siempre nuestros perseguidores: injustos, impíos, infames; vosotros mismos soléis condenarlos; y con frecuencia habéis rehabilitado a los condenados por ellos.

Por otra parte, entre tantos príncipes como ha habido desde entonces hasta hoy, conocedores de lo divino y de lo humano, presentad alguno que haya combatido a los cristianos. Nosotros en cambio, podemos citar un protector, si se quiere estudiar la epístola de Marco Aurelio, emperador de gran autoridad, donde se atestigua cómo se aplacó aquella sed de Germania mediante una lluvia alcanzada seguramente por las rogativas de los soldados cristianos [39]. Si bien no liberó abiertamente a estos hombres de la persecución, la anuló claramente por otros medios, incluso decretando un castigo ciertamente infamante contra los acusadores [40].

¿Qué clase de leyes son éstas que utilizan contra nosotros sólo los impíos e injustos, los infames y crueles, los frívolos e insensatos? Unas leyes que Trajano dejó en parte sin efecto al prohibir que se buscara a los cristianos [41]; y que no hicieron aplicar ni Vespasiano —aunque fue exterminador de los judíos [42]—, ni Adriano —aunque investigador de todas las curiosidades [43]—, ni Pío, ni Vero? [44]. Más fácil hubiera sido que estos pésimos criminales fueran erradicados por los mejores, sus enemigos naturales, y no por sus semejantes.



[33] Las referencias a la actitud de Tiberio (años 14-37) fueron recogidas por Eusebio en su Historia Eclesiástica (II 2, 5-6). Eusebio declara que toma el dato de una traducción griega del Apologético. Traduzco imperator con el sentido más general de este término en época republicana: el que ostenta el imperium; se aplica también, como aclamación, al general recibido en triunfo; el nombre Imperator, junto con Caesar, forma parte de la titulatura imperial desde Augusto, aunque Tiberio rehusó llevarlo, Marco Emilio Escauro, cónsul en 115 a. C., sometió a algunas tribus galas y lígures y triunfó de Galléis Carnets (Actas Tr., ed. Degrassi, págs. 849, 561); cf. A los gentiles 110,14. La fuente de Tertuliano debió de ser Varrón, donde se lee: «habían acordado que ningún general inaugurase un templo que hubiera prometido en la guerra antes de recibir la aprobación del senado; como ocurrió con Marco Emilio, que había hecho una promesa al dios Alburno» (Varrón,fragm. 44, ed. Cardauns).

[34] Tertuliano menciona esta provincia con el nombre que se le daba en su tiempo. En época de Tiberio se llamaba Judea, provincia bajo el control de Siria, gobernada por un procurador (rango ecuestre), desde el año 6 d. C. A partir del año 70 -después de la victoria de Tito (vid. infra, n. 42)- fue convertida en provincia imperial, gobernada por un senador de rango pretorio con el título de legatus Augusti pro praetore.

[35] No conocemos la fuente de la noticia sobre la propuesta de Tiberio para que el senado votara la legalización del cristianismo; al avance de voto manifestado por el emperador lo llama praerrogativa suffragii sui; praerrogativa se llamaba a la centuria que votaba en primer lugar; si las cosas ocurrieron como las narra, la reacción del senado manifiesta cierta susceptibilidad. Respecto a la actitud de Pilato, parece que Tertuliano representa una corriente de opinión en la Iglesia primitiva favorable a este personaje: vid. J.-P. Lemonon, Pílate et le gouvemement de la Judie. Textes et monuments, París, 1981 (col. Études Bibliques). Según Flavio Josefo (Ant. Jud. XVIII 88-89, ed. Feldman), el gobernador de Siria, L. Vitelio, padre del futuro emperador, intervino en los asuntos de Judea a petición de los samaritanos y envió a Roma al procurador Pilato dejando en su lugar a su amigo Marcelo. Tras esta intervención reinó la paz en todo el territorio de Judea, Galilea y Samaría (Hechos Apóst. 9,31).

[36] La noticia de Nerón (años 54-68) como perseguidor de los cristianos está en Sui.tonio (Nerón 16); Tertuliano la repite en A los gentiles I 13 y Antídoto contra el escorpión 15; es común en la tradición cristiana (cf. Eus., Hist. Ecles. II25,3).

[37] Tertuliano reitera esta idea en Sobre la defensa contra los herejes 36, 2, pasaje que traduce Eusebio (Hist. Ecles. II 5,4).

[38] El nombre de Domiciano (años 81-96) figura unido al de Nerón también en Eusebio (Hist. Ecles. IV 26,9); este historiador narra la persecución desencadenada en el año 95 (III17, 1-7). No fue Domiciano sino su sucesor Nerva (años 96-98) el que permitió la repatriación de los desterrados y suprimió las acusaciones sobre delito de maiestas y de adopción de costumbres judías (cf. Dión, LXVIII 1). Eusebio (Hist. Ecles. III 20, 5) sigue el texto de Tertuliano.

[39] Se trata de la campaña del año 172, según unos autores; según otros, de la de 74; los soldados cristianos pertenecerían a la legio XII Fulminato. La escena de la lluvia milagrosa está representada en un bajorrelieve de la Columna Aurelia; el prodigio está documentado en los historiadores paganos (cf. DIÓN, LXXII 8-10; Hist. Augusta, Antonino 24, 4), que lo atribuyen a diversas divinidades. Tertuliano lo refiere también en A Escápula 4, y está recogido por Eusebio (Hist. Ecles. V 5). Es abundante la bibliografía sobre este tema. La epístola de Marco Aurelio al Senado, conservada a continuación de la primera Apología de Justino, es apócrifa.

[40] No puede decirse que Marco Aurelio (161-180) fuera protector de los cristianos; las medidas tomadas contra los falsos delatores (cf. Hist. Augusta, Antonino 11, 1) no parece que tuvieran esta finalidad. Sobre esta cuestión, vid. M. Sordi, The christians and the Román Empire, 2.a ed., Londres-Nueva York ,1994, págs. 70-75.

[41] Vid. supra, 2, 6-7 y n. 10.

[42] La revuelta de los judíos en tiempo de Vespasiano, que acabó con la toma de Jerusalén y la destrucción del templo en el año 70, está narrada en la Guerra de los Judíos de Flavio Josefo. Vespasiano y Tito celebraron el triunfo en Roma; su política sin embargo fue tolerante respecto a los cristianos, a quienes se confundía aún con los judíos.

[43] A Adriano (117-138) se viene atribuyendo un rescripto de 124, que se reproducía en latín a continuación de la primera Apología de Justino; está dirigido al procónsul de Asia Minicio Fundano y establece que la persecución a los cristianos se limite a los casos en que pueda demostrarse una ofensa a la ley; se establecen también penas severas contra los delatores (cf. Eus., Hist. Ecles. IV 8, 6). Pero H. Nesselhauf ha negado la autenticidad de este documento, vid. Hermes 104 (1976), 348-361.

[44] En tiempo de Antonino Pío (138-161) se publicaron las dos Apologías de Justino; en este reinado —155— sufrió martirio San Policarpo. Verus es Lucio Vero, asociado al trono durante los primeros años de Marco Aurelio hasta su muerte (169). Aunque Cómodo no persiguió a los cristianos, Tertuliano evita incluirlo en esta enumeración porque no podía contarse entre los buenos emperadores.

[6] Ahora quisiera que estos tan escrupulosos protectores y defensores de las leyes y de las instituciones paternas [45] me dijeran respecto a su fidelidad, veneración y observancia frente a las resoluciones de los antepasados, si no han faltado a ninguna; si no se desviaron de ninguna; si no echaron en olvido las disposiciones necesarias más oportunas para la disciplina moral.

¿Adonde fueron a parar aquellas leyes que reprimían el lujo y la ambición [46], que ordenaban no gastar en una cena más de cien ases ni servir más de una gallina, y que no fuera cebada [47], que a un patricio, por tener diez libras de plata, como si esto fuera prueba de su gran ambición, lo excluían del senado [48], que hacían derribar inmediatamente los teatros que se levantaban para corrupción de las costumbres [49], que no permitían que se usurparan sin derecho e impunemente las insignias de las dignidades y de un nacimiento noble? Pues veo que hay que llamar «cenas centenarias» a las que cuestan cien mil sestercios; para la vajilla —no digo ya de senadores sino de libertos o de quienes todavían rompen látigos sobre sus espaldas— se extrae plata de las minas [50]. Veo que ni es suficiente un teatro por ciudad, ni que no tenga adornos. Y, para que en invierno la impúdica voluptuosidad no se helase, inventaron los lacedemonios, los primeros, la pesada capa: para asistir a los juegos [51]. Veo también que entre matronas y meretrices ya no puede establecerse una diferencia por su aspecto externo [52]. Entre las mujeres incluso ha desaparecido aquella costumbre de nuestros antepasados que protegía la modestia y la sobriedad; cuando ninguna conocía el oro excepto en uno sólo de sus dedos, el que su esposo había ligado con el anillo nupcial; cuando las mujeres se abstenían del vino hasta tal punto, que sus parientes dejaron morir de hambre a una matrona porque había forzado la entrada de una bodega; y en tiempo de Rómulo una mujer que había probado el vino fue muerta impunemente por su marido Mecenio [53]. Por esto estaban obligadas a besar a sus parientes: para que se les pudiera conocer por el aliento. ¿Dónde está aquella felicidad de los matrimonios, consecuencia de las buenas costumbres, por la que durante casi seiscientos años después de la fundación de Roma ninguna familia comunicó por escrito un repudio? [54]. En cambio ahora, en las mujeres, a causa del oro, no hay ningún miembro ligero; a causa del vino, ningún beso sin miedo, y el repudio es ya hasta un deseo y como el fruto del matrimonio.

Hasta de las disposiciones sobre vuestros mismos dioses, que prudentemente habían establecido vuestros mayores, vosotros —tan cumplidores— habéis prescindido. A Líber Padre con sus misterios, los cónsules —-con la aprobación del senado— lo eliminaron no sólo de Roma sino de toda Italia [55]. A Sérapis y a Isis y a Harpócrates con su Cinoscéfalo, excluidos del Capitolio, es decir, expulsados de la asamblea de los dioses, los cónsules Pisón y Gabinio —no precisamente cristianos— después de derribar sus altares, los expulsaron en un intento de coartar los desórdenes de estas vergonzosas y vanas supersticiones [56]. A éstos, vosotros —después de rehabilitarlos— les habéis concedido la suprema majestad. ¿Dónde está la piedad, dónde la veneración que debéis a vuestros mayores? En el vestir, en el comer, en la educación, en el sentir, en la misma conversación, habéis renegado de vuestros antepasados. Alabáis siempre lo antiguo y vivís cada día más con nuevos modos. Con lo que se pone de manifiesto que —al apartaros de las buenas costumbres de vuestros mayores— mantenéis y defendéis lo que no debíais, mientras que no defendéis lo que debíais.

Respecto a la misma tradición de vuestros antepasados, motivo por el que principalmente señaláis a los cristianos como culpables de una transgresión —estoy refiriéndome al celo por el culto de los dioses, punto en que fue mayor la equivocación de los antiguos—, aunque hayáis reconstruido los altares de Sérapis —ya romano— y ofrezcáis vuestro entusiasmo a Baco —ya itálico—, en su momento haré ver que esta tradición es despreciada, abandonada y destruida por vosotros en contra de la costumbre de vuestros mayores.

Pero ahora voy a responder a aquella acusación de crímenes ocultos para dejar el camino libre a los públicos [57].



[45] Superlativo con función irónica: religiosissimi.

[46] Sobre las leyes suntuarias, vid. Aulo Gel., Noches Át. II 24, que llega hasta Augusto o quizá Tiberio.

[47] Alude a un senadoconsulto del año 161, bajo el consulado de Gayo Fanio Estrabón y Marco Valerio Mésala; cf. Aulo Gelio, loe. cit., y T. R. S. Broughton, The magistrates of the Román Republic, 3 vols., Nueva York, 1952-1986, vol. I, pág. 443: Fanio promovió la ley que llevó su nombre, que reduela los gastos en los juegos romanos, en los plebeyos y en las saturnales. La Lex Aemilia, de 115 a. C., delimitaba el número y género de alimentos que se podían tomar en estas cenas. También regulaba los alimentos la Lex Licinia, del año 103 a. C.

[48] Según Valerio Máximo (II 9,4) era famoso el caso del censor Fabricio Luscino (275 a. C.), que expulsó del senado a Publio Comelio Rufino, cónsul por dos veces y dictador, por haber comprado vajilla de plata por valor de diez libras. Rufino desempeñó el consulado en los años 290 y 277 a. C., y la dictadura entre el 292 y el 285 a. C.; cf. Broughton, The magistrates...

[49] El primer teatro estable construido en Roma fue el de Pompeyo, a. 55 a. C. Hasta entonces, los teatros eran de madera, desmontables. Vid. J. H. Waszinck, «Varrò, Livy and Tertullian, on the history of dramatic art», Vigiliae Christianae 2 (1948), 224-242.

[50] Es posible que haya aquí una referencia velada a la cena de Trimalción, aficionado a la plata (Petronio, Sat. 52, 1), en cuya mesa había platos de plata maciza (ibid, 31, 10). La imagen del látigo roto sobre las espaldas del esclavo, a fuerza de golpes ·—flagra, rumpentium— está en la comedia plautina —flagritribae-— y en la sátira: hic frangit férulas (Juv. 6,479).

[51] Nótese el contraste entre la austeridad espartana y el uso que han dado a la capa los romanos: la frase es irónica.

[52] La misma observación hace Tertuliano en Sobre el arreglo fem. II 12 y Sobre el manto 4.

[53] Cf. Cic., Sobre la Rep. IV 66 (en Nonio 5, 10): «Es grande la eficacia de la educación en el pudor, y por eso todas las mujeres son abstemias» [trad. de A. D’Ors, B. C. G. 72, pág. 180], La anécdota de Mecenio estaba en Catón el Viejo (cf. Aulo Gel., Noches Áticas 23) y está recogida por Plinio (Hist. Nat. XIV 13, 89) y Valerio Máximo (VI 3, 9).

[54] Tertuliano hace la misma afirmación en Sobre la monog. 9. No tiene en cuenta las noticias de Aulo Gelio (IV 3 y XVII 21, 44) y Valerio Máximo (II 1, 4) sobre la primera petición de divorcio en Roma, que se atribuye a Espurio Carvilio Ruga, 523 a. C., quizá por ser un caso aislado. Ya en época imperial, Séneca (Sobre los ben. III 16, 2), Marcial (VI7,4) y Juvenal (VI 20) satirizan la frecuencia de los divorcios.

[55] Tertuliano transcribe, casi a la letra, un texto de Varrón: «Ciertamente los cónsules, con el parecer favorable del Senado, suprimieron el culto a Líber Padre, no sólo en la ciudad, sino en toda Italia» (Antigüedades.., ftag. 45, ed. Cardauns).

[56] Cf. Varrón, ibid. frag. 45b: «Los cónsules Gabinio y Pisón rechazaron, tras expulsarlos del Capitolio, a Sérapis, Isis y Harpócrates con su Cinocéfalo, e incluso destruyeron sus altares». El culto de Isis, su hermano Sérapis (Osiris), su hijo Hora Harpócrates (Horus niño), y Cinoscéfalo (Anubis, dios de cabeza de chacal) es de origen egipcio; penetra en Roma en tiempo de Sila (Apul., Met, XI30); el año en que fue prohibido oscila según los autores: el consulado de Gabinio y Pisón corresponde al 58 a. C.; el testimonio más seguro parece el de Cicerón (Cartas a Ático II 17, 2) que da el 59 a. C. Fue admitido de nuevo bajo Calígula; Domiciano, y después Caracala, construyeron grandes templos a Isis en la misma Roma. El Capitolio era la sede de todos los dioses (cf. Serv., Com. a Eneida II 319).

[57] Recuerda de nuevo la divisio: crímenes ocultos y crímenes públicos.

[7] Se rumorea que somos los más criminales por el rito de infanticidio, por el convite hecho con él y por el incesto cometido tras el banquete, que —según dicen— facilitan los perros derribando las luces, es decir, convertidos en alcahuetes de tinieblas, con el fin de ocultar los desenfrenos impíos [58].

Es éste un rumor de siempre y vosotros no os preocupáis de constatar lo que hace tanto tiempo se rumorea. Constatadlo, si lo creéis; o dejad de creerlo, si no lo constatáis. Por vuestra conducta equívoca se prueba de antemano que no existe un crimen que ni vosotros mismos os atrevéis a constatar. Es muy distinto el deber que imponéis al verdugo frente a los cristianos: no les obliga a decir lo que hacen, sino a negar lo que son. El origen de esta doctrina se remonta, como ya dijimos, a Tiberio. La verdad ha sido objeto de odio desde que nació; tan pronto como apareció se la ha considerado enemiga. Tantos son sus enemigos cuantos le son extraños: especialmente, por envidia, los judíos [59]; por soborno, los soldados; por su condición, hasta los mismos esclavos nuestros [60]. A diario se nos asedia, a diario se nos traiciona, y con frecuencia hasta en nuestras mismas asambleas y reuniones se nos coge desprevenidos. ¿Quién ha sorprendido alguna vez de esta forma el gemido de un niño? ¿Quién ha conservado las bocas de estos cíclopes y sirenas, ensangrentadas como las encontró, para presentarlas al juez? [61]. ¿Quién ha sorprendido en las esposas cristianas alguna huella indigna? ¿Quién, después de haber descubierto tales crímenes, los ha mantenido ocultos o ha vendido su silencio, arrastrando ante el tribunal a los mismos culpables? Si siempre quedamos ocultos, ¿cuándo se ha divulgado lo que realizamos? Aún más, ¿por quiénes puede ser divulgado? Por los mismos culpables ciertamente que no, puesto que la regla de todos los misterios obliga al silencio. Los misterios de Samotracia y los de Eleusis son guardados en secreto [62]. ¿Cuánto más éstos, cuya naturaleza es tal que, al darlos a conocer, provocarían la enemistad de los hombres, al tiempo que se mantendría la divina? Luego, si no son ellos sus propios delatores, se sigue que serán los extraños. ¿Y de dónde les viene a los extraños el conocimiento, cuando siempre las iniciaciones —incluso las piadosas— mantienen alejados a los profanos y evitan los testigos? ¿O es que los impíos tienen menos miedo? [63].

La naturaleza de la fama es de todos conocida. Vuestro es el dicho: «La fama, mal más veloz que ningún otro» [64]. ¿Por qué un mal la fama? ¿Porque es veloz, porque denuncia, o porque la mayoría de las veces es engañosa? Ni siquiera cuando refiere algo verdadero está libre de mentira: resta, añade, altera la verdad. ¿Qué decir del hecho de que tiene tal condición que no se mantiene más que cuando miente, y que vive en tanto que no prueba lo que dice? Puesto que desde el momento en que algo se ha probado, ella deja de existir y, como cumpliendo el oficio de mensajera, transmite la realidad; desde ese momento se trata de una realidad, se habla de una realidad. Y nadie dice ya, por ejemplo: «esto dicen que ha ocurrido en Roma», o: «corre el rumor de que a aquél le ha correspondido una provincia», sino: «le ha correspondido a aquél una provincia», y: «esto ha sucedido en Roma». La fama, nombre de lo incierto, no tiene cabida donde está lo cierto. ¿Acaso cree en la fama quien no sea un irreflexivo? Porque el prudente no cree en lo incierto. Está en la mano de todos el apreciar que, sea cual fuere la amplitud con que se ha difundido, por disimulados que estén sus cimientos, es preciso que siempre haya surgido por obra de un solo autor. Después se desliza de boca en boca y de oído en oído; y la tara de esta semilla insignificante oscurece los demás rumores de tal forma que nadie se pregunta si aquella primera boca sembró la mentira; lo que generalmente ocurre por inspiración del odio, o por la tendencia a la sospecha, o por el placer de mentir que no es cósa nueva sino congénita en algunos. Felizmente, todo lo aclara el tiempo [65]: testigos son vuestros proverbios y máximas; y esto por disposición de la divina naturaleza, que ha dispuesto las cosas de forma que nada permanezca oculto durante mucho tiempo, ni siquiera lo que la fama no ha divulgado. Es natural, pues, que desde hace tanto tiempo la fama sea el único testigo de los crímenes de los cristianos. La presentáis contra nosotros como acusadora; a ella que todavía no ha sido capaz de probar lo que una vez lanzó y ha consolidado durante tanto tiempo, hasta crear un estado de opinión.



[58] Sobre estas afirmaciones calumniosas, vid. J. P. Waltzing, «Le crime rituel reproché aux chrétiens du II' siècle», Musée Belge 25 (1925), 209-238: esta calumnia, a la que aluden también Justino (I Apol 26, 7) y Minucio Féux (Oct. 28, 2 ss.), fiie extendida primero por los judíos (Oríg., Contra Celso 6, 27) y se propagó a lo largo del s. II.

[59] Cf. Tert., Antídoto contra el escorpión 10: Synagogas Iudaeorum, fontes persecutionum.

[60] En el año 177, los cristianos de Lyón habían sido denunciados por sus esclavos paganos, cf. Eus., Hist. Ecl. V 1, 14.

[61] Alusión al mito del ciclo de Polifemo, que devoró a los compañeros de Ulises (Odisea IX 288 ss.; cf. Viro., Eneida III 616 ss.). Las sirenas atraían con sus cantos a los navegantes, pero no los devoraban.

[62] En Eleusis se celebraban los misterios de Deméter (Ceres); en Samotracia los de los «grandes dioses» tracios: los Cabirios.

[63] Irónicamente, Tertuliano adopta el modo de decir de sus adversarios: llama ‘piadosos’ a los ritos paganos e ‘impíos’ a los cristianos.

[64] Cf. Virg., Eneida IV 174.

[65] Omnia tempus revelat. adaptación libre de la fòrmula evangèlica nihil occultum quod non revelabitur, Mt., 10, 26; cf. Braun, Deus Christianorum, pàg. 410, n. 3.

[8] Apelo al testimonio de la misma naturaleza contra aquellos que a priori piensan que debe darse crédito a tales cosas; es verdad que ofrecemos una recompensa a estos crímenes: son garantía para la vida eterna. Creedlo un instante. Respecto a esto, pregunto si -—creyéndolo— te parece que vale la pena llegar a ella con tal conciencia. ¡Vamos! Hunde tu cuchillo en un recién nacido que no se ha enemistado con nadie, que no ha hecho mal a nadie, que es para todos un hijo; o si esta tarea corresponde a otro, tú sólo asiste al espectáculo de un hombre que muere antes de haber vivido; espera que su alma nueva escape, recoge la sangre reciente, empapa con ella tu pan, cómelo con gusto. Entretanto, al sentarte a la mesa, observa los lugares: dónde está tu madre, dónde tu hermana: fíjate bien para no equivocarte al caer las tinieblas por obra de los perros, pues harías un sacrilegio si no cometes un incesto. Después de iniciado y consagrado en tales misterios vas a vivir eternamente. Me gustaría que me contestaras si interesa la inmortalidad a ese precio; si no, quiere decir que tampoco deben ser creídos tales crímenes. Incluso en el caso de que creyeras, afirmo que no querrías; incluso en el caso de que quisieras, afirmo que no podrías. ¿Por qué pues, van a poder otros si vosotros no podéis? ¿Por qué no ibais a poder si otros pueden? Al parecer, somos de otra naturaleza: cinopenas o esciápodas [66]; es distinta la disposición de los dientes, distintos los órganos de la pasión incestuosa. Si crees eso de un hombre, eres capaz tú también de hacerlo: tan hombre eres como el cristiano. Si no eres capaz de hacerlo, no debes creerlo, pues tan hombre es el cristiano como tú.

Pero puede decirse: «se induce y se obliga a quienes no saben». Resulta, pues, que no sabían en absoluto que se afirmaba tal cosa de los cristianos quienes tenían que haber investigado e indagado con todo cuidado. Pero, según tengo entendido, es costumbre que quienes quieren iniciarse acudan primero al que preside el culto y precisen qué preparativos deben hacerse [67]. En este caso, diría: «Necesitas un niño, todavía muy pequeño, que desconozca lo que es la muerte, que sonría bajo tu cuchillo; después, pan para empaparlo en la sangre; además, candelabros y lamparillas y algunos perros y carnaza para que les haga saltar y derriben las luces. Ante todo, debes venir con tu madre y tu hermana». ¿Qué ocurriría si ellas no quisieran o si no existieran? ¿Cuántos cristianos hay sin familia, que viven solos? Según parece, no puedes ser cristiano legítimo si no eres hermano o hijo.

Me dirás: «¿Y si todo esto se prepara a sus espaldas?» Pero por lo menos después se enteran, y lo aguantan y lo pasan por alto. ¿Temen ser castigados, si lo dan a conocer, quienes merecerían que se les defendiera, quienes incluso de buena gana prefieren morir a vivir con un peso tal en la conciencia? Supongamos que tengan miedo: ¿Por qué entonces perseveran? Lógicamente, nadie quiere seguir siendo lo que no hubiese sido si lo hubiera conocido a tiempo.



[66] Monstruos de la India con cabeza de perro y pies enormes. Los dos términos son empleados por Tertuliano como sinónimos en A los gentiles 18, 1

[67] Cf. A los gentiles I 7, 23.

[9] Para completar la refutación, mostraré que se dan entre vosotros estas prácticas unas veces abiertamente y otras en secreto: por eso quizás las creisteis de nosotros [68]. En África se inmolaban niños a Saturno públicamente hasta el proconsulado de Tiberio [69], que expuso a los sacerdotes de este culto colgados vivos en los árboles de su templo, los mismos que daban sombra a sus crímenes, convertidos en cruces votivas; y testigo de ello son los soldados de mi padre que ejecutaron la orden del procónsul [70]. Pero aún ahora se mantiene en secreto este sacrificio criminal. No son los cristianos los únicos que os condenan; ningún crimen se arranca de raíz para siempre y ningún dios cambia sus costumbres.

Como Saturno no perdonó a sus propios hijos [71], seguramente hubiera persistido en no perdonar a los ajenos; pero a éstos los ofrecían los mismos padres, y se comprometían de buen grado, y acariciaban a los niños para que no llorasen al sacrificarlos. Sin embargo, es grande la distancia entre el parricidio y el homicidio. Hombres ya adultos se inmolaban entre los galos a Mercurio [72]; dejo las fábulas táuricas [73] para sus teatros. Incluso en aquella tan religiosa ciudad de los piadosos descendientes de Eneas existe un cierto Júpiter a quien en sus fiestas bañan en sangre humana [74]. «Pero de un condenado a las fieras», decís; ésta, por lo visto, es menos que la de un hombre; ¿no es acaso más infame por ser la de un malhechor? En todo caso, se derrama a consecuencia de un homicidio. ¡Oh Júpiter cristiano, único hijo de su padre por la crueldad! [75]. Pero, tratándose de un infanticidio, poco importa si se comete por un motivo religioso o por capricho; aunque es bien otro el caso del parricidio, me voy a dirigir al pueblo; a los aquí presentes, ávidos de la sangre de los cristianos, incluso a vosotros mismos, jueces tan sumamente justos y severos, os pregunto: ¿A cuántos podría yo acusar ante su conciencia de matar a sus hijos? Si bien es verdad que hay una diferencia en el género de muerte; pero seguramente es más cruel lo que hacéis: ahogarlos en el agua o abandonarlos al frío o al hambre y a los perros [76]. Un hombre adulto preferiría morir a espada.

En cambio a nosotros nos está prohibido de una vez por todas el homicidio: no está permitido destruir a un no nacido mientras todavía la sangre se retira para formar un nuevo hombre. Es una anticipación de homicidio el impedir un nacimiento, y no hay diferencia entre arrebatar una vida nacída o impedir el nacimiento. Hombre es también el que va a serlo; también todo fruto está ya en la semilla [77].

Acerca del alimentarse de sangre y de otras viandas trágicas [78] de naturaleza semejante, leed; sin duda está relatado en alguna parte —en Heródoto, creo— que algunos pueblos cerraban los tratados después de sacarse sangre de los brazos y bebería recíprocamente [79]. Algo semejante a esto se degustó también en presencia de Catilina [80]. Dicen también que entre algunos pueblos escitas los difuntos son devorados por sus familiares [81]. Pero estoy alejándome mucho. Actualmente, aquí, a quienes se consagran al culto de Belona se les da a beber la sangre que brota de una herida en el muslo, recogida en la palma de la mano [82]. ¿Y dónde están aquellos que bebieron con avidez, para curar la enfermedad comicial, la sangre reciente que manaba del cuello de los criminales degollados en la arena? [83]. ¿Y aquellos que cenan la carne de las fieras de la arena? ¿Y los que buscan la de jabalí, y la de ciervo? Aquel jabalí se bañó en la sangre de aquel a quien despedazó luchando, aquel ciervo se revolcó en la sangre de un gladiador. Se buscan incluso los estómagos de los mismos osos que todavía no han digerido las visceras humanas; el hombre se sacia de una carne que se ha alimentado de otro hombre. Quienes coméis esto ¿cuánto os diferenciáis de los banquetes de los cristianos? ¿Acaso hacen menos quienes con ansia salvaje buscan los miembros humanos y los devoran vivos? ¿O están menos consagrados a la inmundicia de beber sangre humana porque beben lo que se convertirá en sangre? No comen niños, ciertamente, sino más bien adultos. Que enrojezca de vergüenza vuestro error ante los cristianos, que ni siquiera tenemos entre las comidas permitidas la sangre de los animales, y que por esta causa nos abstenemos de los animales sofocados y también de los muertos de muerte natural, para no contaminamos en absoluto de la sangre, ni aun de la que está como sepultada en las entrañas [84].

Finalmente, para torturar a los cristianos, les ponéis cerca embutidos rellenos de sangre, en la completa seguridad de que es ilícito para ellos, como un medio de provocar su extravío. En definitiva, ¿cómo es posible que creáis que unos hombres que miran con horror la sangre de un animal estén ávidos de sangre humana, si no es porque quizás habéis comprobado personalmente que ésta es más agradable? También ésta debería presentarse como una prueba para reconocer a los cristianos, de igual modo que el hogar para el sacrificio y el cofre del incienso. Así se conocería a los cristianos por su avidez de sangre humana, de la misma manera que se les conoce porque se niegan a sacrificar; por el contrario, una forma de negar sería el no bebería, como lo sería el que inmolasen a los dioses. Y ciertamente no os faltaría sangre humana en el interrogatorio de los detenidos, ni al condenarlos. Y en cuanto a los incestuosos, ¿quiénes lo son más que aquellos a los que el propio Júpiter adoctrinó? Ctesias dice que los persas se emparejaban con sus propias madres [85] y parece que también los macedonios, porque la primera vez que oyeron la tragedia de Edipo, burlándose del dolor producido por el incesto, decían: «Lánzate sobre tu madre» [86].

Pensad ahora hasta qué punto vuestros errores han dado paso a la existencia de incestos, ya que la disolución ha provocado ocasiones de lujuria. En primer término, abandonáis a vuestros hijos para que sean recogidos por cualquier extraño compasivo que salga al paso, o los emancipáis para que sean adoptados por irnos padres mejores. Separados de su familia, es natural que llegue un momento en que la olviden, y, una vez que el error se haya introducido, se extenderá como un sarmiento de incesto, propagándose el crimen al mismo tiempo que la descendencia. Además, en todo lugar, en la patria y fuera de ella, más allá de los mares, tenéis por compañera a la pasión, y sus impulsos incesantes, fácilmente, sin que se tenga conciencia de ello, pueden procrear hijos en cualquier lugar o de alguna pariente; de forma que la descendencia así esparcida coincida, por las relaciones establecidas entre los hombres, con sus propios familiares y —en su ignorancia— no los reconozca como de sangre incestuosa. A nosotros nos preserva de semejante situación una castidad sumamente vigilante, pronta y fiel; y en la misma medida en que estamos a salvo del estupro y del adulterio lo estamos también de caer en el incesto. Algunos alejan con mucha más seguridad todo el ímpetu de este error por medio de una continencia virginal: ancianos que son como niños. Si os fijaseis en que estos crímenes se dan entre vosotros, veríais que no se dan entre los cristianos. Los mismos ojos os harían ver las dos cosas. Pero las dos clases de ceguera fácilmente concurren: los que no ven las cosas que son creen ver las que no son. Así lo mostraré a lo largo de todo el discurso [87]. Ahora hablaré de los crímenes públicos.



[68] Comienza aquí el procedimiento de retorsio, anunciado en IV 1. J. B. Reves, «Tertullian on child sacrifice», Mus. Helv. 51 (1994), 54-63 advierte en este pasaje cierta manipulación retórica de un catálogo de sacrificios humanos con vistas a mostrar que el comportamiento que se atribuye a los cristianos formaba parte de las costumbres paganas contemporáneas.

[69] Sobre los sacrificios humanos ofrecidos a Saturno (Baal) en Cartago, vid. Diod. Síc., XX 14, 4, con el nombre griego (Cronos); no se conoce ningún procónsul de África llamado Tiberio; se cree que es un nombre corrupto: Schulten pensó que se trataba de Gayo Serio Augurino (año 169/170), cf. B. Thomasson, Die Statthalter der rom. Provinzen Nordafrikas, Lund, 1960, págs. 135-136.

[70] Este dato parece haber servido de base a S. Jerónimo, Sobre los hombres ilustres 53: centurionis proconsularis ftlius; Barnes, Tertullian. A Literaiy Study, Oxford, 1971, cap. III, creyó que debía leerse patriae nostrae y no patris nostri; pero en contra de esta hipótesis están R. Braun (Rev. Ét. Lat. 50 [1972], 67-84) y Fredoüille (Zeitschrift für Kirchengeschichte 84 [1973], 317-321).

[71] Como ya hemos dicho, Saturno es el nombre romano de Cronos, que devoraba a sus hijos.

[72] Mercurio es la interpretatio romana del céltico Teutates, de cuyo culto se encargaban los druidas; cf. Luc., Farsalia I 444-445: Et quibus inmitis placatur sanguine diro / Teutates.

[73] Se refiere a las tragedias en tomo al culto de la Ártemis Táurica, entre ellas Ifigenia entre los Tauros y Orestes de Eurípides.

[74] Júpiter Lacial, en cuyo honor se celebraban las Ferias Latinas: sobre su estatua se derramaba la sangre de un condenado a las fieras; su santuario se alzaba en la cima del actual monte Cavo.

[75] La exclamación es sarcástica; como Saturno había devorado a sus otros hijos, quedaba sólo Júpiter, tan cmel como su padre.

[76] La práctica de la exposición de los recién nacidos se abandonó en el s. iv, por influencia del cristianismo.

[77] Las primeras leyes que prohibieron el abortó son de comienzos del Si iii. Sobre el problema del aborto en la Antigüedad puede verse el magistral trabajo de F. J. Dólger en Antike u. Christentum 4,1934, págs. 1-61.

[78] Se alude al mito de Tiestes, a quien su hermano Atreo sirvió, para vengarse de él, un guiso con la carne de sus hijos; cf. A los gentiles I 7, 27.

[79] Heródoto, IV 70: se refiere a los escitas.

[80] Cf, Salustio, Cat. 22,1: el historiador recoge el rumor de que Catilina había comprometido a sus cómplices haciéndoles beber vino mezclado con sangre humana.

[81] Alude a los maságetas, pueblo escita, según HERÓDOTO, IV 106.

[82] Los sacerdotes de esta divinidad guerrera, importada de Capadocia, se herían brazos y piernas y daban a beber la sangre a los que se iniciaban; era, hasta el s. iii, un culto privado practicado sólo por extranjeros.

[83] La «enfermedad comicial» es la epilepsia, considerada de mal augurio: ante un caso de esta enfermedad se suspendían los comicios; alude seguramente Tertuliano a Celso, Med. XXXI 23, donde se dice que algunos se libraron de esta enfermedad bebiendo la sangre de un gladiador.

[84] El precepto judio de abstenerse de la sangre de animales sofocados permaneció entre los primeros cristianos, cf. Hechos Apóst. 15, 20.

[85] Ctesias, médico de Artajerjes Memnón, al que acompañó en la expedición contra Ciro en 401 a. C.; autor de los Persiká (relatos sobre los persas) en 23 libros a lo que alude Tertuliano; cf. A los gentiles 116,4.

[86] Esta anécdota, con más pormenores, está en A ios gentiles 116,4-5.

[87] Antes de iniciar la refutación de los crímenes públicos, recuerda de nuevo Tertuliano que su procedimiento de defensa complementa la refutatio con la retorsio.

[10] «A los dioses —decís— no les tributáis culto, y a los emperadores no les ofrecéis sacrificios». Se deduce que no ofrecemos sacrificios por otros por la misma razón por la que no los ofrecemos tampoco por nosotros mismos: es decir, que no damos culto a los dioses. Y por esto se nos persigue como a culpables de sacrilegio y de lesa majestad [88]. Ésta es la clave de la acusación, o más bien su totalidad, y, por cierto, sería digna de ser examinada si no actuaran como jueces la prevención o la injusticia, pues la una renuncia a la verdad y la otra la rechaza.

A vuestros dioses hemos dejado de darles culto desde el momento en que sabemos que no son dioses. Así pues, lo único que debéis exigimos es que probemos que no son tales dioses y que por tanto no hay que darles culto, porque se les debería dar culto únicamente en el caso de que fuesen dioses. Y así, se debería castigar a los cristianos únicamente si se demostrara que aquellos a quienes no dan culto, porque consideran que no son dioses, realmente lo son. «Pero para nosotros—decís— son dioses». Apelamos y acudimos a vuestra conciencia; que ella nos juzgue y ella nos condene si puede decir que todos esos dioses vuestros no han sido hombres. Y si ella también lo niega [89], será rebatida con sus propias armas: los monumentos de la antigüedad, por los que llegó a conocerlos: ellos dan testimonio hasta el presente de las ciudades en que nacieron, las regiones en las que dejaron alguna huella de sus hazañas, e incluso del lugar en que se pueden ver sus tumbas [90]. ¿Será acaso preciso recorrer ahora la lista de vuestros dioses, siendo tan numerosos y diversos: recientes y antiguos, bárbaros y griegos, romanos y peregrinos, cautivos y adoptivos, privados y públicos, varones y mujeres, rústicos y urbanos, marinos y guerreros? Es inútil hasta enumerar sus nombres; tomaré un único ejemplo —como resumen— y esto no para hacéroslo saber sino para que recordéis (pues en verdad actuáis como si lo hubierais olvidado): no existe entre vosotros ningún dios anterior a Saturno; a él se remonta el origen de toda la divinidad o al menos lo mejor y más conocido de ella. Así pues, lo que se establezca acerca del padre podrá aplicarse también a su descendencia. De Saturno, pues, si nos remitimos a la tradición literaria, ni Diodoro el Griego, ni Talo, ni Casio Severo, ni Cornelio Nepote [91], ni ningún otro escritor de la antigüedad han hablado nunca de él más que como hombre. Y si nos remitimos a las pruebas tomadas de la realidad, en ningún sitio las encuentro tan seguras como en la misma Italia, donde Saturno se estableció —después de sus muchas expediciones y después de haber sido recibido como huésped en el Ática—, cuando lo recogió Jano, o Janis, como dicen los salios [92]. El monte donde habitó se llama Saturnio [93]; la ciudad cuyo recinto trazó se llama hasta hoy Saturnia; y, en fin, toda Italia, después de llamarse Enotria, recibió el sobrenombre de Saturnia [94]. Él fue el primero que utilizó tablillas y monedas con efigie grabada, y por esta razón está a su cargo la protección del erario [95]. Y si Saturno es un hombre, necesariamente procede de otro hombre; y si procede de un hombre, no es posible que proceda del Cielo y de la Tierra sino que, al no conocerse sus padres, fácilmente pudo decirse que era hijo de quienes todos podemos parecerlo; pues, ¿quién no llamará al cielo y a la tierra «padre» y «madre» en señal de veneración y respeto? ¿O no es también costumbre decir que los desconocidos o los que aparecen inesperadamente han caído del cielo? De ahí que a Saturno, que aparece inesperadamente en todas partes, le cupo en suerte llamarse «Celeste»; y además, «hijos de la tierra» llama el vulgo a quienes son de origen desconocido. No voy a decir que entonces los hombres eran tan rudos que se dejaban impresionar por la presencia de cualquier hombre desconocido como si fuera una aparición divina, porque veo que todavía hay hombres ya civilizados que consagran como dioses a quienes pocos días antes consideraron muertos y sepultaron en medio de un duelo general. Ya es suficiente en lo que respecta a Saturno aunque haya dicho poco. Haremos ver que también Júpiter es hombre e hijo de hombre, y después, que todo su linaje es mortal, semejante a su progenitor.



[88] «Sacrilegio» tiene aquí un sentido más amplio que el que le corresponde estrictamente: toda clase de impiedad; en este sentido no estaba condenado por el código penal. El crimen de lesa majestad —alta traición·— estaba castigado por la Lex Iulia de maiestate. Vid., más adelante, 28, 3; 29; 35, 5.

[89] Es decir, si dice que no son hombres.

[90] Tertuliano admite, como otros apologistas latinos, la interpretación evemerista de los mitos: los dioses son hombres divinizados después de morir; esta corriente la introdujo en Roma Enio. Para la enumeración que sigue, cf. Varrón, Antigüedades... 34 (ed. Cardauns).

[91] Tertuliano menciona dos escritores griegos y dos romanos: Diodoro es Diodoro Sículo, autor de la Biblioteca, única historia universal de la Antigüedad, escrita en griego, que se nos ha conservado; Talo es un autor de Crónicas, contemporáneo de Augusto y Tiberio; Casio Severo es un orador de época augustea a quien Tertuliano confunde con el analista Casio Hemina; Cornelio Nepote es el conocido biógrafo, amigo de Cicerón, autor del Sobre los hombres célebres. En A los gentiles II 12, donde Tertuliano trata también del origen de Saturno, menciona a Casio Severo, a Diodoro y a Nepote, a cuyo nombre (Cornelio) une el de Tácito (A los gentiles II12, 26).

[92] Jano es el más antiguo dios nacional de los romanos; de su nombre (cf. ianua) deriva el del mes de enero con el que se abre el año. Los salios son sacerdotes dedicados al culto de Marte; según este testimonio de Tertuliano, en el carmen Saliare decían Ianis en vez de Ianus.

[93] Nombre antiguo del Capitolio.

[94] Cf. Saturnia tellus; Viro., Geórg. II173 y Eneida VIII 329.

[95] El tesoro público se conservaba en el templo de Saturno en el foro.

[11] Como no osáis decir que aquéllos no fueron hombres, y habéis decidido afirmar que se convirtieron en dioses después de su muerte, vamos por eso a examinar las causas que han dado lugar a esto.

En principio, es preciso que admitáis la existencia de algún Dios supremo y en cierto modo propietario de la divinidad, que haya podido convertir a los hombres en dioses; pues ni ellos hubieran podido darse a sí mismos una divinidad que no tenían, ni otro hubiera podido concederla a quienes no la tenían, si no la poseía antes de por sí. Por otra parte, si no hay nadie que pudiera transformarlos en dioses, es vana vuestra pretensión de que se han transformado en dioses, si suprimís al causante de la transformación. Está claro además que, si ellos mismos hubieran podido hacerse dioses, nunca hubieran sido hombres, estando en su mano la facultad de procurarse mejor condición.

Supongamos que existe alguien capaz de hacer dioses: me pongo a examinar las razones que le moverían a transformar a los hombres en dioses y no encuentro ninguna, a no ser que aquel gran Dios haya sentido la necesidad de ministros y auxiliares para ejecutar las tareas divinas. En primer término, es impropio de la divinidad necesitar la ayuda de alguien, por añadidura de un muerto, cuando sería mucho más adecuado que hubiese hecho desde el principio algún dios, puesto que iba a necesitar después la ayuda de un muerto. Pero tampoco veo la necesidad de esta ayuda, pues todo el conjunto de este mundo, ya sea eterno e increado —como dice Pitágoras—, ya sea nacido y hecho —como dice Platón— en su mismo principio y de una vez para siempre, aparece organizado, armónicamente ordenado y gobernado racionalmente [96]. No puede ser un principio imperfecto el que lo realizó todo con perfección. Para nada necesitaba a Saturno y a la raza saturnia. Insensatos serían los hombres si no tuvieran la seguridad de que desde el principio las lluvias han caído del cielo, y los astros han brillado, y las luces del cielo han iluminado, y los truenos han resonado; y de que el mismo Júpiter ha tenido miedo a los rayos que ponéis en su mano. Y del mismo modo, se sabe que la tierra ha producido en abundancia todos los frutos antes de que existieran Líber, Ceres y Minerva [97]; más aún, antes de que existiera el primer hombre, porque nada de lo que mira a la Conservación y sostenimiento del hombre ha podido aparecer después que el hombre.

Y por último, dicen que lo necesario para esta vida lo han descubierto, no lo han hecho; pero lo que se descubre, existía ya; y lo que existía no se atribuye a quien lo descubrió sino a quien lo hizo, pues existía antes de ser descubierto. Por lo demás, si Líber es dios porque dio a conocer la vid, se ha obrado injustamente con Luculo —el primero que llevó a los romanos las cerezas del Ponto y extendió su conocimiento por Italia [98]— ya que no se le ha consagrado como autor del nuevo fruto siendo su difusor. En consecuencia, si desde el principio el universo se ha mantenido y está organizado y provisto de normas seguras para el desempeño de sus funciones, por lo que a ello respecta no existe motivo para elevar a los hombres a la dignidad de dioses, puesto que los oficios y poderes que les habíais asignado, existían desde el principio, del mismo modo que hubieran existido aunque no hubierais inventado esos dioses.

Pero atendéis a otro motivo cuando alegáis como causa de la divinización el premio a los méritos. Venís a admitir, supongo, que este Dios deífico será sumamente justo y por tanto no habrá otorgado tan gran premio sin causa fundada, ni inmerecidamente, ni con excesiva prodigalidad. Quiero, pues, examinar estos méritos para ver si son de tal naturaleza que los eleven al cielo en lugar de hundirlos en lo más profundo del Tártaro, lugar que —cuando os parece— consideráis como cárcel de los suplicios infernales. Pues allí se suele destinar a los impíos para con sus padres, a los incestuosos con sus hermanas, a los adúlteros, a los raptores de doncellas y corruptores de niños, a los violentos y a los homicidas, a los que roban y a los que defraudan y a todos los que se asemejan a algún dios vuestro, porque no podríais probar que alguno de ellos está libre de crímenes o de vicios, a no ser que le neguéis la condición de hombre. Pero, como no podéis decir que no fueron hombres, ahí están estas características que no permiten creer que después hayan sido hechos dioses. Si vosotros tenéis tribunales para castigar a quienes hacen algo semejante, si todos los que sois honrados evitáis el contacto, la conversación, el trato con los malvados e infames, ¿a hombres semejantes a éstos los ha admitido aquel Dios como consortes de su majestad? ¿Por qué, pues, condenáis a irnos y adoráis a sus colegas? Vuestra justicia es un ultraje para el cielo. Convertís en dioses á los peores delincuentes para agradar a vuestros dioses; ¡Para ellos es un honor la consagración de sus semejantes!

Pero dejemos a un lado esta indignidad y admitamos que hubieran sido honrados, íntegros y buenos. ¡A cuántos mejores que ellos habéis lanzado a los infiernos! A Sócrates, insigne por su sabiduría; a Aristides por su justicia; a Temístocles, por sus hazañas militares; a Alejandro por su grandeza de espíritu; a Polícrates, por su buena fortuna; a Creso por su riqueza; a Demóstenes, por su elocuencia. ¿Cuál de aquellos dioses vuestros es más grave y prudente que Catón, más justo y mejor soldado que Escipión? ¿Quién más grande que Pompeyo, más afortunado que Sila, más rico que Craso, más elocuente que Tulio?". ¡Cuánto más conveniente hubiera sido que aquel Dios hubiera elegido a éstos para asociarlos a su divinidad, más aún conociendo de antemano a los mejores! Se precipitó, según parece, y cerró el cielo de una vez para siempre, y ahora se avergüenza de que [99] los que son ciertamente mejores estén murmurando en los infiernos.



[96] Tertuliano recoge esta misma disyuntiva al final de la obra, cf. 47,8.

[97] Líber (Dioniso o Baco) dio a conocer el cultivo de la vid; Ceres (Deméter) enseñó el arte de cultivar los cereales; Minerva (Palas Atenea) el del olivo.

[98] El dato para este comentario burlón lo tomó Tertuliano seguramente de Plinio, Hist. Nat. XV 30 (25), 102, que atribuye la introducción de la cereza en Italia al momento de la victoria de Luculo sobre Mitridates en el Ponto en 73 a. C. Corrige aquí Tertuliano el error cometido en A los gentiles II16, 5 donde se atribuye la importación a Pompeyo.

[99] Introduce Tertuliano dos series de exempla antonomásticos: la primera con personajes griegos y orientales; la segunda, con personalidades romanas. La referencia a Escipión (el Africano) asume la justicia de Aristides y el valor militar de Temístocles, vencedor de los persas en Salamina. Las parejas no corresponden a las establecidas por Plutarco en las Vidas Paralelas más que en el caso de Demóstenes-Cicerón.

[12] Basta ya de esto. Sé que, apoyándome exclusivamente en la verdad, llegaré a demostrar qué es lo que no son vuestros dioses cuando haya puesto de manifiesto lo que son. En lo que respecta a vuestros dioses, únicamente veo los nombres de algunos muertos hace ya tiempo, y oigo leyendas, y conozco las ceremonias a través de las leyendas. Y en lo que respecta a las imágenes mismas, no percibo nada más que su material, hermano del de las vasijas e instrumentos de uso común, o ese mismo material de vasijas y utensilios, que ha cambiado, por así decir, su destino por medio de una consagración, gracias al arte que lo transfigura, actividad de por sí ultrajante y sacrilega [100]  en realidad, para nosotros, que somos perseguidos por causa de esos mismos dioses, resulta un alivio de nuestros sufrimientos el hecho de que ellos también los soportan hasta que se convierten en dioses.

En cruces y maderos claváis a los cristianos; ¿Qué imagen no se ha formado de barro aplicado a una cruz y a un madero? En un patíbulo son consagrados por primera vez los cuerpos de vuestros dioses. Con garfios herís las espaldas de los cristianos; pero sobre todos los miembros de vuestros dioses se aplican con mayor energía hachas, cepillos y escofinas. Se nos corta la cabeza; antes del emplomado, del encolado, y de los clavos, están sin cabeza vuestros dioses. Se nos echa a las fieras: por cierto, las mismas que uncís al carro de Líber, Cibeles y Celeste [101];. Se nos entrega a las llamas; también a ellos en su primitivo material. Se nos con dena a las minas: de ahí han salido vuestros dioses. Se nos destierra a las islas: también suelen algunos de vuestros dioses nacer o morir en ellas [102]. Si a través de esto se adquiere de algún modo la divinidad, resulta que quienes reciben un castigo son consagrados como dioses y que habrá que llamar apoteosis a los tormentos. Pero la verdad es que vuestros dioses no perciben estas ofensas y afrentas que proceden de sü manufactura, como tampoco perciben los homenajes. ¡Oh voces impías! ¡Oh injurias sacrilegas! ¡Rechinad los dientes! ¡Echad espumarajos! Sois, sin embargo, los mismos que aplaudís a un Séneca que, con palabras amargas, habla detenidamente de vuestra superstición [103].

Así pues, si no adoramos unas estatuas y retratos fríos, semejantes a vuestros muertos —bien las reconocen los milanos y los ratones y las arañas—, ¿acaso no merecía alabanza en vez de castigo el hecho de rechazar, un error reconocido? ¿Puede, en cambio, parecer a alguien que ofendemos a unos seres de cuya inexistencia estamos seguros? Lo que no existe no sufre nada de nadie, precisamente porque no existe.



[100] El argumento de que la divinidad no habita en los artefactos humanos, desarrollado en Hechos Apóst. 17, 24; 25; 29.

[101] El carro de Líber era tirado por tigres; el de Cibeles — diosa frigia cuyo culto se introdujo én Roma en el a. 204— por leones; Celeste es la diosa púnica Tcmit, asimilada a Juno.

[102] Júpiter había nacido en Creta; Juno, en la isla de Samos; Apolo y Diana; en Délos.

[103] Referencia al diálogo Sobre la superstición, conocido todavía por S. Agustín, Sobre la ciudad de Dios VI 10, y hoy perdido.

[13] «Pero para nosotros son dioses», dices. ¿Y cómo es que pecáis de impíos, sacrilegos e irreligiosos para con vuestros dioses? Os despreocupáis de ellos mientras afirmáis que existen, los destruís mientras los teméis, e incluso os burláis de ellos mientras los reivindicáis.

Mirad a ver si miento. En primer término: como cada uno de vosotros honra a unos distintos, es seguro que a los que no honráis los ofendéis; no puede darse preferencia a uno sin afrentar a otro, porque no hay elección sin rechazo [104]. Así es que despreciáis a los que rechazáis y no teméis ofenderlos al rechazarlos. Pues, como arriba hemos apuntado, el reconocimiento de un dios dependía en cada caso del reconocimiento por parte del senado. No era dios aquél a quien hubiese negado su voto el hombre y, mediante su voto en contra, lo hubiera condenado.

A los dioses domésticos, a quienes llamáis lares, los sometéis a la autoridad doméstica empeñando, vendiendo, cambiando a Saturno por una cacerola; otras veces, a Minerva por un cazo; según que uno esté roto y maltrecho del excesivo uso, o según se sienta una necesidad doméstica, como si fuera una divinidad más santa. A los dioses oficiales igualmente los envilecéis por el derecho público de subasta, como si se tratara de una recaudación de contribuciones. Así, se va al Capitolio como al foro de las legumbres: la misma voz del pregonero, la misma pica clavada, la misma anotación del cuestor, y la divinidad en subasta es adjudicada [105].

Los campos sometidos a renta se deprecian; los hombres a quienes se grava con el impuesto de la capitación [106] pierden categoría, pues esto es indicio de cautividad; y en cambio los dioses cuanto más tributan son más santos; en una palabra: cuanto más santos, más tributan. La grandeza divina se ha prostituido; la religión, mendiga, anda recorriendo tabernas [107]; exigís un pago por pisar un templo, por entrar en lugar sagrado. No está permitido tratar a los dioses de balde [108], están en venta.

¿Qué hacéis en su honor que no tributéis también a vuestros muertos? Templos, como a ellos; aras, como a ellos; el mismo aspecto y los mismos atributos en las estatuas. Según la edad, los conocimientos, la actividad del muerto, así los del dios. ¿En qué se diferencia un banquete fúnebre, del festín de Júpiter [109]; una copa de libaciones fúnebres, de las que sirven para las libaciones sacrificiales; un embalsamador, de un arúspice? Pues también el arúspice asiste a los muertos. Es natural que decretéis honores divinos a los emperadores muertos, puesto que se los tributáis en vida. Lo aceptarán vuestros dioses; más aún, se congratularán de que sus dueños se igualen a ellos. Pero, cuando adoráis a Larentina, ramera pública, (¡si fuera al menos Lais o Friné!) [110] entre las Junos, Ceres, y Dianas; cuando dedicáis una estatua a Simón el Mago con la inscripción: «al dios santo» [111]; cuando a no sé qué adolescentes áulicos los hacéis formar parte del consejo de los dioses [112]; aunque no son más dignos vuestros dioses antiguos, no obstante os imputarán como ofensa el que se haya concedido también a otros un honor que la antigüedad les había atribuido sólo a ellos.



[104] Cf. A los gentiles 110, 11.

[105] La percepción de contribuciones estaba encomendada a las sociedades de publícanos, por adjudicación al mejor postor. Los mercaderes que se instalaban en el forum olitorium —situado en el Campo de Marte— pagaban unos derechos, que percibían los publícanos también mediante subasta. Para el acceso a los templos públicos había que pagar igualmente derechos, que cobraban los publícanos también mediante subasta. Cf. A los gentiles 110, 22-23.

[106] Este pasaje se inspira quizá en la concesión del ius Italicum a África por parte de Septimio Severo; vid. M. R. Cataudella, L’Africa Romana, t. IV, Sassari, 1987, págs. 117-132. Se llamaba capitatio el impuesto personal fijo que debían pagar los provinciales sin fortuna (capite censi).

[107] Alude a las procesiones que hacían los sacerdotes de Isis y de Cibeles, en las que se hacía colecta. Cf. infra, 42, 8.

[108] Cf. A los gentiles 110,24.

[109] Banquete celebrado en honor de la Tríada Capitolina por los Septemviri epulones el 13 de noviembre.

[110] Bajo el nombre de Aca Larentia circulaban en Roma al menos dos leyendas que aquí parecen fundidas: la de la mujer que recogió a Rómulo y Remo, a quien según Lmo los pastores llamaban «loba» porque era prostituta (14, 7), y la que vivió en tiempo de Anco Marcio, amante de Hércules, que legó su fortuna al pueblo romano, y desapareció sin dejar rastro en el mismo lugar en que estaba enterrada la otra Larentia; cf Macr., Saturnales I 10, 12-17. Los Larentalia se celebraban el 23 de diciembre, (cf Varrón, Sobre la lengua lat. VI 23; Festo, 106); las fiestas de la primera, en cambio, en abril (Plut.,

[111] Confunde Tertuliano (como Justino, I Apol. 26, 56) a Simón el Mago (Hechos Apóst. 8, 9) con la divinidad Semo Sancus, a la que estaba dedicada una estatua en la Isla Tiberina (CIL VI 567) y otra en el Quirinal (CIL VI 568).

[112] Alude seguramente a Antínoo, divinizado por Adriano después de su muerte, en el año 122.

[14] Quiero también pasar revista a vuestros ritos. No voy a hablar de cómo os portáis al ofrecer víctimas: cuando sacrificáis todo lo macilento, corrompido y sarnoso; cuando de los animales bien alimentados y sanos separáis los desechos que no sirven para nada, las cabezas y las pezuñas —lo que también en casa hubierais destinado a los esclavos o a los perros—; cuando de los diezmos de Hércules no ponéis sobre su ara ni la tercera parte [113]. Más bien alabo vuestra sabiduría por salvar algo de lo que se hubiera perdido. Pero, volviéndome a vuestras letras, por medio de las que se os educa en la prudencia y en las artes liberales, ¡cuántas ridiculeces encuentro! Que los dioses por culpa de los troyanos y aqueos se han enfrentado en combate como si fueran parejas de gladiadores, que Venus fue herida por flecha humana al querer salvar a su hijo Eneas, casi muerto a manos del mismo Diomedes [114]. Que Marte pasó casi trece meses encerrado a punto de morir [115]; que Júpiter fue librado por un monstruo de sufrir la misma violencia por parte de los restantes dioses celestes [116], y llora unas veces la suerte de Sarpedón [117], otras —vergonzosamente enamorado de su hermana— le menciona sus antiguas amantes, a las que no quiso tanto como a ella [118].

Así es que ¿qué poeta hay que no deshonre a los dioses, a ejemplo de tan gran precedente? Éste coloca a Apolo como pastor del rebaño del rey Admeto [119]; aquél pone a Neptuno a trabajar como constructor para Laomedonte [120]°. Y hay incluso un famoso lírico, me refiero a Píndaro, que canta que Esculapio fue herido por un rayo en justo castigo a su avaricia, porque ejercía la medicina con malas artes. Malo es Júpiter, si el rayo es cosa suya; cruel para su nieto, al que envidiaba por su habilidad [121]. Estas cosas no conviene transmitirlas, si son ciertas; ni que las inventen hombres tan religiosos, si son falsas. Ni los trágicos siquiera, ni los cómicos, se privan de atribuir en el prólogo las desgracias o los horrores de cualquier casa a algún dios.

Y paso por alto a los filósofos, contentándome con Sócrates, que, por desprecio a los dioses, juraba por una encina, por un cabrito, por un perro. «Pero —se dirá— por eso fue condenado Sócrates, porque echaba por tierra a los dioses». Está claro que desde antiguo, mejor dicho, desde siempre, la verdad suscita odio. No obstante, cuando, arrepentidos de su sentencia, los atenienses castigaron a los acusadores de Sócrates y colocaron una estatua suya de oro en el templo, con la anulación de la condena rindieron homenaje a Sócrates [122]. También Diógenes hizo no sé qué burla de Hércules [123] y el cínico romano Varrón introdujo en escena trescientos Joves (o Júpiteres, si debe decirse así) descabezados [124].



[113] Se ofrecía a Hercules Víctor el diezmo del botín.

[114] Cf. llíada V 336; Eneida XI227.

[115] Cf. llíada V 385: Ares; Tertuliano da el nombre de Marte, su equivalente romano.

[116] Cf. llíada 1396-406.

[117] Cf. llíada XVI 431-438.

[118] Cf. llíada XIV 313-328.

[119] Cf. Eurípides, Alc. 8.

[120] Cf. Ilíada XXI 443-445.

[121] Esculapio, hijo de Apolo y nieto de Júpiter, sirviéndose de su habilidad para curar, había devuelto la vida a Hipólito; airado, Júpiter atravesó el pecho de Esculapio y de Hipólito con un rayo.

[122] Los acusadores de Sócrates eran Ánito, Licón y Meleto (cf. PLAT., Apol. Sócr. 23 e); la estatua de Sócrates era obra de Lisipo (cf. DIÓG. LAERCIO, II 43), pero, según Diógenes, no era de oro sino de bronce. La postura de Tertuliano es aquí favorable a Sócrates, pero cf. infra 46, 10. Para toda esta cuestión puede verse KL. DOERING, Exemplum Socratis, Wiesbaden, 1979.

[123] Debe de tratarse de Diógenes el Cínico (404-323 a. C.), entre cuyas obras se cuenta una tragedia denominada Heracles (cf. DIÓG. LAERCIO, VI80).

[124] Cf. Varrón, Men. 582: el mismo ejemplo en A los gentiles I 10, 43; el dios de los estoicos no tiene ni corazón ni cabeza (cf. Sén., Apocol. 8,1).

[15] Los demás inventos de la lascivia ofrecen a vuestro placer la deshonra de los dioses. Examinad las gracias de los Léntulos y los Hostilios [125], a ver si en vuestros juegos y pantomimas os reís de los mimos o de vuestros dioses: El adúltero Anubis y La luna masculina, Diana flagelada, La lectura del testamento del difunto Júpiter y Tres Hércules famélicos burlados [126]. También las letras que recitan los histriones [127] muestran toda la desvergüenza de aquellos dioses: se entristece el sol, mientras vosotros os divertís de que su hijo haya sido arrojado del cielo; Cibeles suspira por un pastor desdeñoso, sin que vosotros os ruboricéis; y aguantáis que se canten los escandalosos amores de Júpiter; y que Juno, Venus y Minerva, sean juzgadas por un pastor. El mismo hecho de que la imagen de vuestro dios recubra una cabeza ignominiosa y difamada, de que un cuerpo impuro traído a este arte por su aspecto afeminado represente a una Minerva o a un Hércules; ¿acaso no viola la majestad y prostituye la divinidad? ¿Y mientras, vosotros aplaudís? Más religiosos aún sois sin duda en el anfiteatro, donde vuestros dioses danzan sobre la sangre humana, sobre los restos pútridos de los condenados, proporcionando argumentos y leyendas a los criminales, cuando no personifican también los condenados a vuestros dioses [128]. Hemos visto alguna vez la mutilación de Atis, aquel famoso dios de Pesinunte [129], y otro que era quemado vivo encamaba a Hércules [130]. Nos hemos reído también cuando Mercurio, entre las burlescas atrocidades de los juegos meridianos [131], averiguaba quiénes estaban muertos mediante un hierro candente; hemos visto igualmente al hermano de Júpiter, armado de maza, llevarse arrastrando los cadáveres de los gladiadores [132]. Si cada una de estas cosas, y las que todavía se podrían averiguar, afectan al honor de la divinidad; si ofenden su majestad, son tan despreciables quienes las hacen como aquellos en cuyo honor se hacen. Concedamos que valgan como diversión, pero si añado —y las conciencias de todos lo reconocerán— que en los templos se apañan adulterios, que entre los altares se tratan lenocinios, y que en muchos casos, en los mismos tabernáculos de los guardianes y de los propios sacerdotes, bajo las mismas cintas, ápices y púrpuras, mientras arde el incienso, se satisface el desenfreno, me pregunto si vuestros dioses no tendrán más quejas de vosotros que de los cristianos. Ciertamente los sacrilegos siempre son sorprendidos entre los vuestros; los cristianos no frecuentan los templos, ni siquiera de día; quizá los despojarían también ellos, si ellos también veneraran a tales dioses.

¿Qué adoran, pues, quienes no adoran tales divinidades? Ya se deja ver fácilmente que son adoradores de la verdad quienes no lo son de la mentira, y que no vuelven a caer en el mismo error que ya han abandonado, después de reconocer que era error. Enteraos en primer lugar de esto, y a partir de ahí, id conociendo ordenadamente toda nuestra doctrina, pero una vez que se hayan refutado las opiniones falsas [133].



[125] Léntulo y Hostilio eran célebres mimógrafos de época antoniniana; se conservan escasos fragmentos.

[126] Los cinco títulos enunciados ridiculizan a los dioses, El adúltero Anubis se refiere al dios egipcio equivalente a Cerbero, guardián del Hades; el título apunta seguramente a la anécdota narrada por Flavio Josefo, Ant. Jud. XVIII 3,4. La diosa romana Luna no tiene leyenda, pero se le atribuía sexo masculino como se ve en la Historia Augusta, Caracola 6, 6 y 7, 3. Diana flagelada tiene quizá como base una escena de la Ilíada (XXI 489). La lectura del testamento de Júpiter alude a la costumbre romana de leer en voz alta a los herederos el testamento, tras la muerte del testador. Tres Hércules famélicos hace referencia a la bulimia que se atribuía a este héroe.

[127] Histrionum litterae se refiere al género de la pantomima; se representaban con máscaras.

[128] En el anfiteatro se celebraban juegos de gladiadores y caza de fieras (venationes): se obligaba a estos combates a los condenados a muerte; a veces representaban también escenas mitológicas con final cruento; cf. Sobre los espectáculos 19.

[129] Pesinunte, en Frigia, era el centro del culto de Cibeles (cf. supra, n. 100); la leyenda de Atis — que se representaba en el carro de Cibeles, recorriendo con ella la Frigia— tiene variantes; según Ovidio (Met. X 104-105), Atis se transformó en pino.

[130] Suele admitirse que la escena representaba a Hercules Oetaeus; otra interpretación da A. W. J. Holleman, «Illustration to Tertullian» Apol. 15», Liverpool Class. Month. 5 (1980), 101-104.

[131] El ludus meridianus era una lucha sangrienta de gladiadores con la que se entretenía al público durante la interrupción de los juegos al mediodía.

[132] Un empleado del anfiteatro disfrazado de Mercurio reconocía por este procedimiento los cadáveres que otro —disfrazado de Plutón— conducía a los inflemos.

[133] Anuncia Tertuliano la exposición de la doctrina cristiana, que va precedida de una refutado de las doctrinas falsas.

[16] Pues, como algún otro, habéis soñado que una cabeza de asno es nuestro dios. La sospecha de este culto la sembró Comelio Tácito. Éste, en el cuarto libro de sus Historias [134], al tratar de la guerra judaica, comenzando desde el origen de este pueblo y argumentando como quiso, tanto acerca del origen mismo como de su nombre y religión, cuenta que los judíos, liberados de Egipto, o —como él creía— desterrados, al ser atormentados por la sed en los vastos desiertos de Arabia, utilizaron asnos salvajes —que, según ellos pensaban, irían a beber después de pastar—, como indicio de la existencia de una fuente, y que por este favor habían divinizado la parte superior de semejante animal [135]. Así que de ahí supongo que surgió la idea de que también a nosotros, como afínes a la religión judaica, se nos inicia en el culto del mismo ídolo. Pero el mismo Comelio Tácito, aquel locuaz mentiroso, refiere en la misma historia que Gneo Pompeyo, después de tomar Jerusalén, habiendo entrado en el templo con la intención de indagar los arcanos de la religión judaica, no encontró allí ninguna imagen [136]. Pero lo cierto es que, si se daba tal culto representado en una imagen, en ningún lugar mejor que en su templo se hubiera expuesto, tanto más cuanto que no se temían testigos extraños, por vano que fuera el culto; porque sólo a los sacerdotes estaba permitida la entrada; más aún: se impedía la vista a los demás mediante un velo extendido.

Vosotros, en cambio, no vais a negar que dais culto a todos los jumentos y a todos los asnos juntamente con su Epona [137]. Quizá es esto lo que se nos imputa: que en medio de adoradores de toda clase de animales y bestias, nosotros lo somos sólo de los asnos.

Pero también el que nos cree supersticiosos de la cruz es correligionario nuestro. Cuando se ofrecen sacrificios a un madero, poco importa el aspecto, puesto que la madera es la misma; poco importa la forma, puesto que es el cuerpo mismo del dios. Y, con todo, ¿qué diferencia hay entre el palo de una cruz y Palas Ática o Ceres Faria [138], que se representan sin imagen, por medio de un burdo palo y de un leño informe? Parte de la cruz es todo tronco que se coloca fijo en pie. Nosotros, por lo menos, adoramos a un dios entero. Hemos dicho [139] que originariamente vuestros dioses han sido plasmados por los orfebres en forma de cruz; pues adoráis a las Victorias en los trofeos, siendo así que son cruces las entrañas de los trofeos. Todo el culto del ejército consiste en venerar las enseñas, adorar las enseñas, jurar por las enseñas, y antepone las enseñas a todos los dioses. Todas esas montañas de imágenes que acumuláis sobre las enseñas son adornos de las cruces; esos lábaros de las banderas y de los estandartes son túnicas de las cruces. Alabo vuestro esmero: no habéis querido poner al culto cruces descuidadas y desnudas.

Otros, mucho más humanamente y con mayor apariencia de verdad, creen que el sol es nuestro dios. Y, si así fuera, se nos asimila a los persas, aunque no adoremos al sol pintado en una tela, ya que lo tenemos en todo lugar en su propio escudo [140]. La sospecha viene del conocido hecho, de que nosotros rezamos vueltos hacia el oriente. Pero también muchos de vosotros, cuando alguna vez hacéis ostentación de adorar a los astros, movéis los labios vueltos hacia el oriente. De igual modo, si nos damos a la alegría el día del sol, por una razón que nada tiene que ver con la religión del sol, estamos siguiendo a aquellos que dedican el día de Saturno al ocio y a los convites, desviándose también ellos de las costumbres judaicas que desconocen [141].

Pero una nueva representación de nuestro Dios se ha presentado públicamente hace poco en esta ciudad, cuando un canalla mercenario, pagado para provocar [142] a las fieras, expuso al público una pintura con la siguiente inscripción: «El dios de los cristianos, raza de asno». Tenía orejas de burro, una pezuña, y —revestido de toga—llevaba consigo un libro. Nos hemos reído del nombre y de la figura. Pero deberían adorar a esta divinidad biforme quienes recibieron como dioses a seres mixtos con cabeza de perro y de león, con cornamenta de cabra y de camero, con lomos de macho cabrío y patas en forma de serpiente, con alas en los pies y en la espalda [143].

Me he referido a esto con prolijidad para que no pareciera que pasaba por alto deliberadamente, sin refutarlo, ningún rumor. De todo ello quedaremos totalmente limpios; me dispongo ya a explicar nuestra religión [144].



[134] El relato de Tácito se encuentra en Hist. V 1-13; in quarto figura en A los gentiles 111,2; in quarto en la versión fuldense del Apol.; en la Vulgata, in quinto.

[135] El relato de la salida de Egipto se encuentra en el Éxodo: ocurrió hacia el afio 1420 a. C., a consecuencia de las diez plagas; Tácito sigue fuentes según las cuales el rey de Egipto expulsó a los judíos aconsejado por los oráculos que les culpaban de las desgracias.

[136] Cf. Tác., Hist. V 9. Se refiere a la primera conquista de Judea en el año 63 a. C.

[137] Epona es una divinidad celta, protectora de los caballos, mulos y asnos, adoptada por los romanos.

[138] Palas Atenea (Minerva) estaba representada por una piedra cuadrada en Megalópolis; Isis, diosa egipcia honrada en la isla de Faros, fue asimilada a la diosa griega Deméter, identificada a su vez con la romana Ceres; de ahí la expresión Ceres Pharia; cf. A los gentiles I 11,3.,

[139] Cf. supra 12, 3.

[140] Clipeus es expresión metafórica, referida a la bóveda celeste.

[141] Los cristianos celebran el domingo (dies dominica) por ser el día de la Resurrección del Señor (Hechos Apóst. 20, 7), que coincide con el día dedicado al sol (Solis dies); se apartan así de la costumbre judaica, que celebraba el sábado (Saturni dies) como día de descanso, pero no de banquetes como los que celebraban a Saturno; cf. A los gentiles 113,1-4,

[142] Según A los gentiles 114, 1, era un judío apóstata; su oficio lo asimilaba a los noxii, criminales condenados a las fieras, adjetivo que lé aplica Tertuliano en Apol.perditissimus en A los gentiles, l. c.

[143] Alusiones a Anubis (dios egipcio con cabeza de perro, citado en 15,1); Frugiferius, que tenía cabeza de león; Júpiter Hammón, cabeza de camero; siguen: Pan y los Sátiros (a lumbis hircos); la Quimera, Isis y Sérapis (serpentes); Mercurio, la Victoria y Cupido (alites).

[144] Da paso a la exposición de la doctrina cristiana (cap. 17-18).

[17] Lo que adoramos es un Dios único [145], que mediante, el mandato de su palabra, la disposición de su razón y la potencia de su virtud [146], sacó de la nada esta inmensa mole, con todo el aparato de elementos, cuerpos y espíritus, para adomo de su majestad, por lo que los griegos llamaron también al mundo «cosmos». Es invisible, aunque se deje ver; impalpable, aunque se haga presente por su gracia; inestimable, aunque se le aprecie por los sentidos humanos. ¡Por esto es verdadero y tan grande!, porque lo que puede ser visto, aprehendido, apreciado, es menor que los ojos con los que se le capta y que las manos con las que se le toca y que los sentidos con los que se le descubre; en cambio, lo que es inmenso, sólo por sí mismo es conocido [147]. Esto es lo que hace apreciar a Dios: el no poderlo apreciar; y así, la fuerza de su grandeza lo revela y lo oculta a la vez ante los hombres. Y éste es el mayor pecado: el de quienes no quieren reconocer a aquel a quien no pueden ignorar. ¿Queréis que lo demostremos por sus obras, tantas y tan grandes, que nos conservan, que nos sostienen, que nos deleitan y también nos aterran? ¿Queréis que lo demostremos a partir del testimonio del alma misma? Ésta, aunque prisionera en la cárcel del cuerpo, envuelta por malas costumbres, debilitada por los placeres y concupiscencias y esclavizada por los falsos dioses, cuando vuelve en sí, como de una borrachera, o como de un sueño, o como de alguna enfermedad, y recupera la salud, llama a Dios con este solo nombre, que es el propio del Dios verdadero. «Dios grande, Dios bueno» y «lo que Dios quiera», esto es lo que dicen todos. Y le reconoce también como juez: «Dios lo ve», «a Dios me encomiendo», «Dios me lo pagará». ¡Oh testimonio del alma por naturaleza cristiana! Al pronunciar estas palabras, no mira al Capitolio, sino al cielo; pues sabe que allí está la sede del Dios vivo: de Él, de allí ha descendido.



[145] Tertuliano prefiere el adjetivo unus a solus, cf. 24,1 y 39,9; unicus en 18,2 y 23,11 es más claro: vid. R. BRAUN, Deus Christianorum, pág. 68.

[146] Verbum y ratio traducen la complejidad del griego lógos (vid. Braun, o. c., págs. 260 y 282, n. 3); cf. ContvaPráx. 5, 3: Hanc (rationem Dei) Graeci logon dicunt, quo vocabulo etiam sermonem appellamus; en el Apologético Tertuliano utiliza tres veces verbum y cuatro sermo.

[147] Sobre el uso excepcional en Tertuliano de los adjetivos inaestimabilis, incomprensibilis e inmensus aplicados a Dios, vid. BRAUN, O. C. págs. 52-56.

[18] Pero, para que alcanzáramos más plenamente y con mayor profundidad, tanto a Él mismo como sus decisiones [148] y su voluntad, ha dado además una revelación escrita por si alguien quiere buscar a Dios, tras buscarlo, encontrarle, tras encontrarle, creerle, y tras creerle, servirle. Pues desde el comienzo Él envió al mundo hombres justos, dignos por su inocencia de conocer y dar a conocer a Dios, para que, inundados por el espíritu divino, predicaran que existe un Dios único, que lo ha creado todo, que ha hecho al hombre [149] de la tierra (éste es el verdadero Prometeo [150]°, que ha ordenado el transcurso del tiempo mediante la sucesión de estaciones). Y que después dieran a conocer qué señales ha dado de su majestad, manifestando sus juicios por medio de lluvias y de fuegos, qué normas ha determinado para concillarse su favor, qué retribuciones ha establecido para los que las ignoran o abandonan y para los que las observan. Puesto que al fin de los tiempos juzgará a sus adoradores premiándoles con la vida eterna, y a los impíos con el fuego igualmente eterno e inextinguible, después de llamar a todos los que murieron desde el principio y devolverles la vida y examinarlos para que cada cual rinda cuentas de su mérito. También nosotros alguna vez lo hemos tomado a broma. Somos de los vuestros: los cristianos no nacen; se hacen [151].

Estos predicadores de los que hablamos se llaman profetas por su oficio de predecir. Sus palabras e igualmente los milagros que hacían para probar la divinidad, se conservan en el depósito de las Escrituras y éstas no están en absoluto ocultas. Tolomeo, al que llaman Filadelfo, rey muy versado y gran conocedor de toda la literatura [152], pretendiendo emular —según creo— a Pisístrato en su afición a las bibliotecas, entre otros libros de historia, cuya fama avalaba su antigüedad o alguna otra peculiaridad, y por sugerencia de Demetrio Falereo, el mejor gramático de aquel entonces, a quien había puesto al frente de su biblioteca, pidió también a los judíos los libros escritos en su alfabeto vernáculo, que tenían ellos solos. Los profetas habían hablado siempre dirigiéndose a su propio pueblo, del que ellos mismos procedían, en virtud de las promesas hechas a sus antepasados. Ellos se llamaban hebreos antes, y ahora, judíos: hebrea, por tanto, es la escritura y la lengua. Pero los judíos se comprometieron con Tolomeo a que pudiera entenderlos, proporcionándole setenta y dos traductores [153], a quienes admiró Menedemo, otro filósofo gran defensor de la providencia, por la coincidencia de sentido [154]. Esto mismo os ha confirmado Aristeo [155]. Así, estos monumentos, hechos accesibles al pasar a la redacción griega, se exhiben hoy en el Serapeo [156] de la biblioteca de Tolomeo junto con los hebreos. Pero los judíos los leen en público: libertad por la que pagan tributo; por lo general se acude a oírlos todos los sábados. Quien los siga, encontrará a Dios; quien además se esfuerce en comprender, se verá obligado a creer.



[148] Dispositiones: con esta palabra expresa Tertuliano todo lo que es acto, decisión, decreto del querer de Dios sobre el mundo; cf. infra 22, 9, y vid, Braun, o. c., pág. 164.

[149] Utiliza Tertuliano distintos verbos para referirse a la creación del mundo —condere— y del hombre: struere; señala Braun (o. c. pág. 351) que éste es el único pasaje de las obras apologéticas en que Tertuliano usa condere.

[150] Según la leyenda, Prometeo creó los primeros hombres modelándolos con arcilla, pero esta leyenda no aparece en la Teogonia de Hesíodo; parece también posterior a Esquilo.

[151] Tertuliano adapta un adagio estoico: neminem nasci sapientem sed fieri (SÉN., Sobre la ira II 10, 6).

[152] Tolomeo II Filadelfo, hijo de Tolomeo Soter, reinó en Egipto (285-247 a. C.). Soter había fundado la famosa Biblioteca de Alejandría, aconsejado por Demetrio Falereo; su hijo quiso enriquecerla. Pisístrato, tirano de Atenas (560-527 a. C.), había fundado la primera biblioteca pública en esta ciudad, según noticia de Aulo Gelio, Noches Áticas VII 17.

[153] Seis por cada tribu de Israel; esta versión del Antiguo Testamento —conocida como la Versión de los Setenta— era la que leían los primeros cristianos.

[154] Cf. Flavio Josefo, Ant. Jud. XII 2-11; Menedemo había defendido esta fuerza divina contra los epicúreos; pero nótese que el término providentia en Tertuliano está ligado a concepciones no cristianas (cf. Braun, o. c., pág. 136).

[155] Oficial de la corte de Tolomeo Filadelfo; según Josefo, Ant. Jud. XII 2, 10, Aristeo contaba una serie de fábulas sobre la Versión de los Setenta en una carta dirigida a Filócrates; pero esta epístola es apócrifa.

[156] Biblioteca anexa al templo de Sérapis, más reciente que la fundada porSoter.

[19] Su gran antigüedad es el primer argumento sobre la autoridad de estos documentos. También entre vosotros es una especie de religión el dar crédito a lo antiguo.

[19,1 - 19,10: Fragmento fuldense]

Su gran antigüedad garantiza la autoridad de la Escritura. Pues el primer profeta, Moisés, que comenzó su relato del pasado con la creación del mundo y la multiplicación del género humano y después la violencia del cataclismo, vengador de la iniquidad de aquel tiempo, llegó en sus vaticinios hasta su tiempo y después desveló los acontecimientos futuros, trazando su imagen; él, que proporcionó también una cronología, habiendo ordenado desde el principio el cómputo del mundo [157], resulta anterior en cerca de cuatrocientos años a aquel Dánao, el más antiguo de vuestros antepasados, que emigró a Argos [158]. Es anterior en unos dos mil años a la guerra de Troya; de donde también es más antiguo que el propio Saturno; pues, según la historia de Talo [159], en la que se cuenta que Belo, rey de los asirios, y Saturno, rey de los titanes, lucharon con Júpiter, se dice que Belo precedió en trescientos veintidós años a la destrucción de Troya [160]. Por medio de este Moisés envió Dios a los judíos la ley que tienen.

Muchos acontecimientos han predicho después otros profetas más antiguos que vuestra literatura. Pues el último que profetizó, o fue poco anterior o coincidió en el tiempo con vuestros sabios y legisladores. Pues bajo el reinado de Ciro y de Darío vivió Zacarías [161] en el tiempo en que Tales, el primero de los físicos, no respondió riada seguro a las preguntas de Creso acerca de la divinidad, seguramente inquieto por las,palabras de los profetas [162]. Solón [163], no de otro modo que los profetas, predijo a este mismo rey que vería el fin de una larga vida. Por consiguiente, puede verse que tanto vuestro derecho como vuestra cienciá han tomado principio de la ley y la doctrina divinas: lo que es anterior, necesariamente es origen. De ahí que tengáis algunas cosas comunes o cercanas con nosotros. Partiendo de sofia, su amor se ha llamado «filosofía»; partiendo de la profecía, su imitación ha producido el vaticinio poético. Cuando los hombres han encontrado algo digno de gloria, lo han adulterado para apropiárselo; también ocurre que los frutos salen peores que su semilla.

Con muchos argumentos me detendría a tratar de la Sagrada Escritura, si a su crédito no le concediera mayor autoridad la fuerza de la verdad que los anales de su antigüedad. Pues, ¿qué defensa será más poderosa en favor del testimonio que la verificación cotidiana de los acontecimientos del mundo entero? No ya sólo la sucesión de reinos, sino la caída de ciudades, la mina de pueblos, las situaciones sucesivas, responden a lo predicho con miles de años de anticipación. De ahí toma bríos nuestra esperanza, de la que vosotros os burláis; y la confianza, a la que llamáis presunción, se reafirma; pues el cumplimiento de lo pasado dispone a la confianza en lo futuro. Las mismas voces predijeron ambas partes, las mismas letras las escribieron. En ellas es un todo único el tiempo que para nosotros está dividido. Así, todas las cosas que están por venir ya están comprobadas para nosotros, puesto que han sido profetizadas juntamente con aquellas —entonces futuras— que ya se han comprobado.

Que yo sepa, tenéis también vosotros una sibila [164]: este nombre que corresponde a la verdadera profetisa del Dios verdadero, ha sido tomado aplicándose en general a todos los que pretendían vaticinar. Vuestras sibilas engañan al tomar un nombre verdadero, como también vuestros dioses.

[Fin del Fragmento fuldense]

Así pues, todos los principales contenidos y todos los materiales, las fuentes, la ordenación, la inspiración de cualquier escrito vuestro y, además, la mayor parte de los pueblos y las ciudades famosas por sus historias y venerables por sus leyendas, y en fin, hasta los caracteres de la escritura, testimonio y custodia de los acontecimientos, y —creo que todavía digo poco— vuestros mismos dioses, los mismos templos y los oráculos y los cultos, son superados en siglos por los escritos de un único profeta, en el que parece estar depositado el tesoro de toda la religión judaica, y por tanto también la vuestra.

Si habéis oído hablar de un tal Moisés, es contemporáneo del griego ínaco, y en casi cuatrocientos años (pues le faltan siete) antecedió al propio Dánao, tan antiguo entre vosotros [165]; en cerca de mil años precede a la desventura de Príamo [166]; puedo decir, apoyándome en fuentes, que precedió también en quinientos años a Homero [167]. Aunque los restantes profetas son posteriores a Moisés, sin embargo, los más recientes entre ellos ¿no son acaso anteriores a vuestros primeros sabios y legisladores e historiadores? [168].

Podrían probarse estas cosas estableciendo el orden cronológico: exponerlo no es para nosotros tan difícil como desmesurado, y hacer la enumeración no tan arduo como prolijo. Debe lograrse esta defensa a base de muchos documentos y muchas cuentas hechas con los dedos: hay que abrir los archivos de los pueblos más antiguos: egipcios, caldeos y fenicios [169]. Hay que acudir a aquellos que nos han proporcionado noticia de ellos: como Manetón, el egipcio [170], el caldeo Beroso [171], e incluso Jeromo, el fenicio, rey de los Tirios [172]; y también a sus sucesores: Tolomeo Mendacio [173] y Menandro de Éfeso [174] y Demetrio Falereo [175] y el rey Juba [176] y Apión [177] y Talo [178], y el que los acepta o los critica: el judío Josefo, defensor vernáculo de las antigüedades judaicas [179]. Habría que consultar los registros griegos y qué cosas y cuándo han ocurrido para esclarecer la concatenación de las épocas por cuyo medio se esclarece la cronología; hay que hacer un recorrido por las historias y la literatura del orbe, aunque ya hemos aportado prácticamente una parte de esa argumentación cuando hemos ido apuntando con qué medios habría que hacerla.

Pero es preferible aplazar esto, no sea que por el apresuramiento no lo logremos, o bien que nos apartemos de nuestro propósito al pretender lograrlo.



[157] Se refiere al conjunto de libros que conocemos como el Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio; Moisés vivió hacia el 1420 a. C. (cf. supra, n. 133).

[158] La cronología que da Tertuliano es inexacta en los detalles, pero aceptable en su conjunto. Dánao es una figura legendaria: su padre Poseidón le había asignado el reino de Libia, pero él quizá por miedo a los cincuenta hijos de su hermano Egipto huye a Argos, donde fue elegido rey; en Argos se encontraba su tumba, que aún se visitaba en época clásica. Vid A. Megas, Hermes 68 (1933), 415-428.

[159] Cf. supra, 10, 7.

[160] Otra referencia a la cronología de la caída de Troya en 19, 3; cf. infra, n. 166.

[161] Zacarías es un profeta del s. VI a. C., autor del libro de la Biblia que lleva su nombre.

[162] Tales de Mileto. La anécdota figura en Cicerón (Sobre la nat. de los dioses 122) pero es atribuida al poeta Simónides, incapaz de contestar a la pregunta del tirano Hierón (quid aut quae sit deus).

[163] Solón, uno de los Siete Sabios, s. vi a. C.; el canon de los Siete Sabios se encuentra en Platón, Protágoras 343a.

[164] De esta sibila Veri Dei vera vates habla Tertuliano también en A los gentiles II 12 y en Sobre el manto 2, 3. Seguramente alude a los llamados «Oráculos sibilinos», obra redactada en griego y recopilada en los primeros siglos del cristianismo; es una colección de oráculos que proceden de autores judíos y cristianos. La colección contiene doce libros; el de mayor interés es el libro 3, compuesto en Egipto en época precristiana. La existencia de esta antigua sibila fue sin duda transmitida a lo largo del medievo: la vemos aparecer en la conocida secuencia Dies irae, atribuida a Tomás de Celano, biógrafo de San Francisco de Asís, en la que, refiriéndose al juicio final, se dice: «teste David cum Sibylla».

[165] Ínaco es un dios-rio de la Argólida; sobre Dánao, vid. supra, n. 158.

[166] La Troya homérica parece corresponder al estrato llamado Troya VII, cuya destrucción se data en torno al 1200.

[167] La crítica actual está de acuerdo en considerar que el poeta que está detrás de los poemas homéricos era un aedo cuya vida transcurrió en la época en que la composición oral había alcanzado un gran desarrollo: s. VIII a. C. (cf. A. López Eire, en Historia de la Literatura Griega, ed. J. A. López Férez, Madrid ,1982, cap. I, pág. 46).

[168] Los profetas más recientes son: Ageo, Zacarías y Malaquías, entré los s. VI y V a. C. El nacimiento de Heródoto, padre de la Historia entre los griegos, se sitúa en el a. 484 a. C.

[169] Cita Tertuliano las tres grandes culturas del Próximo Oriente: los archivos de los egipcios, documentos en escritura jeroglífica; los de los babilonios (caldeos), en escritura cuneiforme; los fenicios (los cananeos de la Biblia), a quienes se tiene por inventores del alfabeto.

[170] A Manetón se debe una historia de Egipto, en tres libros, de los que quedan algunos fragmentos: es el primer egipcio del que se sabe que escribió en griego; vivió en tiempos de los dos primeros Tolomeos y dedicó su obra a Filadelfo.

[171] Beroso escribió en griego las Babilónicas, en tres libros, obra que dedicó a Antíoco I (año 281-282 a. C).

[172] Hiram (Hieronymus en la Vulgata) era amigo de Salomón; hizo consignar en sus archivos que había proporcionado a Salomón materiales para construir el Templo de Jerusalén, (cf. Flavio Josefo, Contra Apión I 16-17).

[173] Sacerdote egipcio, autor de una historia de Egipto titulada Krounoi.

[174] Autor de una crónica de los reyes griegos y bárbaros, s. III-II a. C.

[175] Cf. supra, n. 152.

[176] Juba II, amigo de Augusto, de quien recibió el reino de Mauritania; fue duovir de Cades a título honorífico; escribió obras de carácter histórico y geográfico.

[177] Gramático alejandrino de época de Calígula; FLAVIO JOSEFO refutó sus acusaciones contra los judíos (Contra Apión).

[178] Sobre Talo, vid. supra n. 91.

[179] Nacido en el a. 37 d. C., es el representante más destacado de la historiografía judaica. Se hace referencia aquí a las Antigüedades judías, historia del pueblo hebreo en veinte libros. De todos los autores mencionados en este capítulo, Josefo parece ser el único que Tertuliano consultó directamente.

[20] En lugar de esa dilación, ofrecemos algo mejor: la majestad de las Escrituras; ya que, si se pone en duda su antigüedad, no probamos que son divinas por esa antigüedad. No se necesita tiempo ni acudir a otro lugar; a la vista están las cosas que enseñan: el mundo, el tiempo y el curso de los acontecimientos.

Todo lo que ocurre, estaba predicho; todo lo que se ve, se sabía: que la tierra se traga ciudades; que el mar hace desaparecer islas; que las guerras civiles y externas producen destrozos; que unos reinos reducen a otros; que el hambre y la peste y los desastres locales y las epidemias producen devastación; que los humildes se enaltecen y los altos se humillan. Que la justicia se hace cada vez menor y la injusticia se acrecienta; que se ponen obstáculos al cultivo de todas las buenas enseñanzas; que hasta el curso de las estaciones y las funciones de los elementos se salen de la órbita establecida, que la forma de los seres naturales se perturba con monstruos y portentos: estaba escrito de antemano. Al tiempo que lo sufrimos, lo leemos; al reconocerlo, lo comprobamos. A mi modo de ver, la verdad de las profecías merece ser ofrecida como testimonio de divinidad.

De ahí que tengamos una fe segura en las predicciones, que son cosa ya comprobada, puesto que han sido anunciadas juntamente con aquellas cosas que se comprueban a diario. Son idénticas las voces que pronuncian, idénticas las letras que se leen, idéntico el espíritu que impulsa. Para la adivinación que predice el futuro, el tiempo es uno. Para los hombres, si acaso, se diferencia cuando transcurre, cuando se separa del futuro el presente y del presente el pasado. ¿En qué faltamos, os pregunto, creyendo también en el futuro, cuando ya hemos aprendido a fiamos, pasando por los dos pasos anteriores?

[21] Pero puesto que hemos declarado que esta escuela se apoya en los antiquísimos escritos de los judíos, y por otro lado la mayor parte sabe —y así lo confesamos también nosotros— que es bastante reciente, es decir, del tiempo de Tiberio, quizá por esta razón se puede tratar sobre su naturaleza; no sea que bajo la sombra de una religión muy conocida y ciertamente lícita [180] se esconda alguna idea nueva.

Especialmente porque —a excepción de la antigüedad— no estamos de acuerdo con los judíos ni en la abstención de manjares, ni en la celebración de fiestas, ni en la señal hecha sobre el cuerpo, ni en tener el mismo nombre: cosas que sin duda serían necesarias si sirviésemos al mismo Dios. Pero, además, hasta el vulgo sabe ya que Cristo fue un hombre, tal y como pensaron los judíos: por lo que fácilmente se nos puede tener por adoradores de un hombre. La verdad es que no nos avergonzamos de Cristo, ya que nos agrada que se nos considere y se nos castigue en nombre suyo; pero tampoco tenemos acerca de Dios una idea diferente de la judaica. Se hace preciso, por tanto, decir algunas cosas acerca de Cristo como Dios.

Esencialmente los judíos teman una situación de privilegio ante Dios, por razón de la insigne santidad y fe de sus antepasados: de ahí que florecieran su extenso linaje y la grandeza de su reino y la gran suerte de oír la voz de Dios, con la que eran instruidos acerca del modo de agradarle y advertidos de cómo no ofenderle.

Pero, cuánta ha sido la enormidad de sus culpas, ensoberbecidos por la confianza en sus padres hasta llegar al abandono de sus enseñanzas, cayendo en la idolatría, lo probaría su situación actual, aunque ellos no lo confesaran: dispersos, errantes, desterrados de su suelo y de su cielo, andan por el mundo sin rey humano ni divino, sin que se les permita poner el pie en su tierra patria, ni siquiera como extranjeros [181]. Cuando les advertían esto las voces de los profetas, a la vez preanunciaban que en los últimos tiempos Dios se elegiría de entre todo linaje, pueblo y lugar, unos adoradores mucho más fieles, a quienes concedería una gracia más plena, porque estarían capacitados por una doctrina más elevada.

Vino, pues, el que Dios anunciaba que vendría para renovar y dar esplendor a esta ley: Cristo, el Hijo de Dios. Como juez y maestro de esta ley de gracia, luz y guía del género humano, estaba anunciado el Hijo de Dios; no engendrado de forma que se avergüence de su nombre de Hijo o de su procedencia. No ha soportado tener como padre a un dios por medio de un incesto de una hermana o por el deshonor de una hija o el adulterio de una esposa ajena, a un dios con escamas o cuernos o plumas, convertido en oro como el amante de Dánae: eso son infamias humanas, que vosotros atribuís a Júpiter [182]. Por el contrario, el Hijo de Dios no tiene una madre impura; e incluso la que muestra tener, no se había casado. Pero antes explicaré su naturaleza y así se comprenderá el modo de su nacimiento.

Ya hemos dicho que Dios creó la totalidad del mundo con su palabra, su entendimiento y su poder [183]. También entre vuestros sabios se dice que el lógos — es decir la palabra y el pensamiento— muestra ser el artífice [184] del Universo. Zenón lo señala como hacedor que lo ha formado todo, dándole un orden: a él se le dan los nombres de fatalidad, dios, mente de Júpiter, destino inflexible de todas las cosas [185]. Cleantes lo atribuye todo a un espíritu del que afirma que penetra el Universo [186].

Nosotros en cambio, a la palabra, al pensamiento y al poder por medio de los cuales afirmamos que Dios lo ha creado todo, le atribuimos una sustancia propia espiritual en la que reside la palabra cuando pronuncia, el pensamiento cuando ordena, y el poder cuando realiza. Decimos que éste procede de Dios y que ha sido engendrado por procedencia, y por tanto se llama Hijo de Dios, y Dios, por la unidad de sustancia [187]; pues Dios también es espíritu. También cuando el rayo sale del sol es una parte del todo; pero el sol estará en el rayo porque es un rayo de sol, y no separado de la sustancia sino que se extiende, como la luz que se prende de la luz [188]. Permanece íntegra y sin perder nada la materia matriz, aunque se tomen de ella muchos mugrones que tienen su misma cualidad. Así también lo que ha salido de Dios es Dios, e Hijo de Dios, y los dos son Uno. Así, espíritu nacido del espíritu, Dios de Dios, distinto por la medida, numéricamente distinto por el grado, no por la esencia, que procede de la matriz, sin separarse de ella [189]. Así pues, este rayo de Dios, como antes siempre se anunciaba, descendiendo hacia una Virgen y encamándose en su seno, nace hombre y al mismo tiempo Dios [190]. La carne unida al espíritu se alimenta, crece, habla, enseña, actúa, y es Cristo. Aceptad por el momento esta «fábula» (se parece a las vuestras), hasta que demos a conocer de qué modo se pmeba la existencia de Cristo, y quiénes de entre vosotros han hecho correr fábulas semejantes a ésta, para destruir la verdad de ésta.

Sabían también los judíos que iba a venir Cristo, porque a ellos les hablaron los profetas [191]. Pues todavía ahora esperan su venida, y no existe entre ellos y nosotros mayor diferencia que el no creer ellos que ya ha venido. Pues estaban anunciadas dos venidas suyas: una primera, que ya se ha cumplido, en la humildad de la condición humana; y una segunda, que se aguarda al fin del mundo, en la majestad del poder recibido del Padre, en la que la divinidad se manifiesta totalmente; al no comprender la primera, consideraron la segunda —en la que esperaban como más claramente anunciada— como la única. Consecuencia de sus pecados fue que no entendieran la primera quienes hubieran creído en ella si la hubieran entendido y se hubieran salvado si la hubieran creído. Ellos mismos leen lo que está escrito: que han sido castigados con la privación de la sabiduría y de la inteligencia, y de la utilidad de los ojos y de los oídos [192]. Así pues, ocurría que aquel de quien pensaban que era sólo un hombre por su abajamiento, se les presentaba como un mago por su poder: puesto que expulsaba demonios con su palabra [193], daba luz a los ciegos [194], limpiaba a los leprosos [195], restauraba el vigor de los paralíticos [196] y finalmente con su sola palabra devolvía la vida a los muertos [197]; sometía a los mismos elementos, apaciguando tempestades [198], andando sobre las aguas [199], dando a conocer así que Él era aquel Hijo anunciado desde antiguo por Dios y nacido para la salvación de todos; aquella Palabra de Dios primordial [200], el Primogénito, acompañado de inteligencia y poder y sostenido por su espíritu. Pero ante su enseñanza, que les confundía, los maestros y jefes de los judíos se exasperaban, especialmente porque una enorme multitud acudía a Él, hasta el punto de que finalmente lo entregaron a Poncio Pilato, en aquel entonces gobernador romano de Siria [201], y lo forzaron —expresando violentamente su deseo— a que se lo entregara para ser crucificado [202]. El mismo había anunciado que lo harían así; y esto sería poco, si no lo hubieran anunciado también antes los profetas [203]. Y aún clavado en la cruz hizo muchos portentos que acompañaron a su muerte; pues entregó su espíritu voluntariamente, expresándolo de palabra [204], anticipándose a la obligación del verdugo. En el mismo instante, el día se oscureció, cuando el sol señalaba la mitad de su órbita [205]. Pensaron que era un eclipse quienes no sabían que también esto había sido profetizado sobre Cristo: al no comprender el motivo, lo negaron; y sin embargo este suceso cósmico lo tenéis registrado en vuestros archivos secretos.

Tras haber sido bajado de la cruz y sepultado, los judíos se cuidaron de rodearle de una guardia de soldados, no fuera a ser que, como había predicho que resucitaría al tercer día, los discípulos robaran el cadáver y engañaran a los que habían creído su palabra [206]. Pero al tercer día la tierra tembló de repente y se corrió la piedra que impedía la entrada al sepulcro; los guardianes se dispersaron llenos de pavor, y, sin que se presentara allí ninguno de sus discípulos, no se encontró en el sepulcro nada, excepto los despojos de la sepultura [207]. No obstante, los judíos principales, a quienes interesaba divulgar que se trataba de un delito, y apartar de la fe al pueblo que les pagaba tributo y les servía, hicieron correr la voz de que había sido robado por los discípulos [208]. Pues tampoco Él se apareció al pueblo, para que los impíos no quedaran libres de error, y para que la fe, a la que estaba reservado un gran premio, se reafirmara en la dificultad. En cambio estuvo durante cuarenta días con algunos discípulos en Galilea, en la provincia de Judea, enseñándoles lo que debían enseñar. Después, habiéndoles encomendado la tarea de predicar por todo el mundo, rodeado de una nube, fue arrebatado al Cielo [209], hecho mucho más verdadero que lo que entre vosotros los Próculos van contando de los Rómulos [210].

Pilato, que ya era en su interior cristiano, notificó todo lo relativo a Cristo a Tiberio, emperador de entonces [211]. Y también los emperadores hubieran creído en Cristo, si como emperadores no fueran necesarios al mundo, o si hubieran podido ser cristianos a la vez que emperadores [212]. Los discípulos por su parte, dispersos por el mundo, obedecieron el mandato de su maestro que era Dios [213], y también ellos sufrieron muchas persecuciones por parte de los judíos, y también, de buen grado, en Roma por su lealtad a la verdad, y por último, por la crueldad de Nerón, sembraron la sangre cristiana [214].

Pero os vamos a mostrar que son testigos fidedignos de Cristo esos mismos a quienes adoráis. Gran cosa es que —para que creáis a los cristianos— me valga yo de aquellos por cuya causa no creéis a los cristianos. Entretanto, aquí está la disposición ordenada de nuestra religión: éste es el relato fidedigno de nuestra escuela y de su nombre, y también el de su fundador. Que nadie ya nos lance ignominias, que nadie piense que es otra cosa, puesto que a nadie le es lícito mentir acerca de su religión. Pues en el hecho de decir alguien que adora algo distinto de lo que adora, niega lo que adora y transfiere a otro la veneración, y —al transferirla— ya no adora aquello que negó. Decimos, y decimos públicamente, y heridos y ensangrentados por vuestras torturas gritamos: «Adoramos a Dios por Cristo». Consideradlo un hombre, pero por Él quiso Dios darse a conocer y ser adorado.

Responderé a los judíos que también ellos aprendieron a adorar a Dios por medio de Moisés. Recordaré a los griegos que Orfeo en Pieria [215], Museo en Atenas [216], Melampo en Argos [217], y Trofonio en Beocia [218], vincularon a los hombres con iniciaciones; y me dirijo también a vosotros, dominadores de pueblos: hubo un hombre —Nrnna Pompilio— que cargó sobre los romanos prácticas religiosas muy trabajosas [219]. Y, aun suponiendo que Cristo pudo inventar su divinidad: no usó de ella para humanizar, a fuerza de asombrarlos, a unos hombres aún rudos y salvajes, ante una multitud de divinidades a quienes servir, como hizo Numa; sino que por medio de ella dio ojos para reconocer la verdad a hombres ya civilizados y llevados al error por su misma cultura. Averiguad, pues, si es verdadera esta divinidad de Cristo, si es tal que, al conocerla se la sigue, renunciando a la falsa; sobre todo, cuando al valorar su totalidad, se ha descubierto que ésta, ocultándose bajo nombres e imágenes de muertos, pretende garantizar la divinidad por medio de algunos signos, prodigios y oráculos [220].



[180] La religión hebrea era considerada religio licita a partir de César, aunque ya desde época de Tiberio hay noticia de represiones contra los hebreos.

[181] La prohibición de entrar en Judea se impuso a los judíos después de la insurrección, ocurrida bajo el reinado de Adriano, en el año 132, y dominada por el general Julio Severo, en el 135.

[182] Se alude a los amores de Júpiter con Juno, con Prosérpina y Afrodita, y con Alcmena, esposa de Anfitrión. En los distintos episodios, Júpiter se transformó en dragón cubierto de escamas, en toro, en cisne, en lluvia de oro.

[183] R. Uglione, Salesianum 42 (1980), 547-558, ofrece un detallado análisis de este pasaje (21, 10-14) en el que Tertuliano expone los principales puntos de la doctrina cristológica, explicitándolos con los textos correspondientes del Contra Práxeas, donde Tertuliano hace una reflexión más profunda sobre este mismo tema.

[184] La concepción de Dios como artifex del Universo es de origen aristotélico, divulgada por el estoicismo.

[185] Zenón de Citio (334-261 a. C.) es el fundador de la escuela estoica. La doctrina estoica está expuesta en Cic., Sobre la nat. de los dioses I 36-39, 55. Aunque la doctrina estoica sobre el lógos difiere ampliamente de la doctrina cristiana sobre el Verbo, Tertuliano recurre a la autoridad de los filósofos, reconocida por los paganos, para facilitarles la aceptación de un Verbo creador.

[186] Cleantes sucedió a Zenón en la dirección de la stóa; en su Himno a Zeus exalta la infinita potencia del Lógos; entendía que, para hablar de los dioses, la poesía era más apta que la prosa (cf. fragm. 486 Arnim).

[187] Parece que la expresión unitas substantiae pertenecía ya a la tradición eclesiástica, de donde la tomaría Tertuliano; cf. R. Braun, Deus Christianorum, pág. 149.

[188] Lumen de lumine y Deus de Deo son fórmulas adoptadas en el Concilio de Nicea; forman parte del Credo que se recita en la celebración Eucarística.

[189] Cf. Jn 1,1-9. Traduzco status aquí por «esencia», siguiendo a Braun: según este autor, status designa las propiedades esenciales del ser divino, idénticas —como la substantia— en el Padre y en el Hijo (cf. o. c., pág. 203).

[190] Cf. Is 7,14; Mt 1,22-23; Jn 1,14.

[191] Miq 5,1-2; cf. Mt  2, 5-6.

[192] Is 9, 6-10; Mt 13, 14-15.

[193] Mt 4, 24; 8,16; 8,28-34; 15,21-28; 12,22; 17,14-18. Mc 1,23-28; 9,18-27. Lc 4,33-35

[194] Mt 9,27-31; 20,29-34; Mc 8,22-26; Lc 18,35-43; Jn 9,1-41.

[195] Mt 8, 1-4; Mc 1,40-45; Lc 17,12-19.

[196] Mt 9, 2-7; Mc 2,1-12; Jn 5,1-15.

[197] Mt 9,18-26; Mc 5,35-43; Lc 7,11-17; Jn 11,11-44.

[198] Mt 8,23-27; Mc 4,35-41.

[199] Mt 14,24-33.

[200] Es ésta la primera vez qué se usa el adjetivo prímordialis en un texto latino; Tertuliano usa frecuentemente primordium en lugar de principium (cf. R. Braun, Deus Christianorum, pág. 274); primordium tiene carta de naturaleza en la lengua poética desde Lucrecio.

[201] Cf. Tác., Anales XV 44; Flav. Josefo, Ant. Jud. XVIII2,2 y 6, 5; Guerra Jud. II 9, 2. Syria era el nombre que en época de Tertuliano tenía la provincia que en tiempo de Tiberio se llamaba Iudaea (cf. supra, 5, 2); Lc 3,1: procurante Pontio Pilato Iudaeam.

[202] Mt 27,20-23; Lc 23,20-24; Jn 19,6.

[203] Is 53;65, 2; 68,2.

[204] Lc 23,46

[205] Mt 27,45; Mc 15,33; Lc 23,44-45.

[206] Mt 27,62-66.

[207] Mt 28,1-7; Mc 16,1-8; Lc 24,1-3; Jn 20,1-8.

[208] Mt 28,11-15.

[209] Mt 28,16-20; Mc 16,15-19; Lc 24,50

[210] Según el relato de Livio (I 16, 5-8), después de la muerte de Rómulo, Iulius Proculus anunció al pueblo Romano que Rómulo se le había aparecido y le había ordenado transmitir a los romanos su deseo de que se le tributara culto. Tertuliano emplea aquí antonomásticamente el nombre de Proculus y el de Rómulo, referido éste a los emperadores divinizados.

[211] Tertuliano se hace eco de una corriente de opinión favorable a Poncio Pilato. Cf. supra 5,2.

[212] Tertuliano ve como un imposible ser emperador y cristiano a la vez: falta algo más de un siglo para la época de Constantino.

[213] Vid. Hechos Apóst.,passim.

[214] En la persecución de Nerón fueron martirizados S. Pedro y S. Pablo. Tertuliano anticipa ya aquí la imagen de 50, 13: semen est sanguis Chvistianorum.

[215] El mito de Orfeo es uno de los más antiguos de Grecia; en algunas tradiciones se le tiene por hijo de Calíope, una de las Musas que habitan en los montes de Pieria; se le atribuye la civilización de los habitantes de esta región. Es el cantor por excelencia, músico y poeta, cuya lira amansaba las fieras y suavizaba a los hombres más rudos.

[216] Contemporáneo de Orfeo, del que parece ser una «réplica» en la leyenda ática.

[217] Melampo, el «hombre de los pies negros», era adivino y se le atribuía el don de devolver la salud; llamado por el rey de Argos para que curase a sus hijas, se casó con una de ellas y de este modo reinó en una parte de la Argólida.

[218] Trofonio es un héroe beocio que poseía un oráculo célebre en esta región.

[219] Los romanos atribuían a Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, rey de origen sabino y carácter pacífico, una buena parte de sus instituciones religiosas (Tito Lrv., 118-21).

[220] Tertuliano atribuye a los demonios los prodigios y oráculos de la religión pagana. Las palabras finales de este capitulo introducen el desarrollo de la «demonología», caps. 22 y 23.

[22] En efecto, afirmamos que existen ciertas sustancias espirituales. Y no es nuevo el nombre: los filósofos saben de daemones, ya que el propio Sócrates contaba con el parecer de su daemon. ¿Y cómo no, si se dice que desde su infancia se le había adherido un demonio que le desviaba del bien? [221].

Los conocen todos los poetas y hasta el vulgo ignorante los emplea a menudo cuando maldice. Pues también, como por una intuición inmediata de su alma, nombra a Satanás, príncipe de este maldito linaje, con acento de execración. Tampoco Platón negó que existieran los ángeles [222]. Hasta los magos atestiguan la realidad de ambos [223]. Pero el modo en que, de algunos ángeles corrompidos por su propia voluntad, surgió el linaje más corrompido de los demonios, condenado por Dios juntamente con sus promotores y con aquel a quien hemos llamado príncipe, se conoce por el relato de la Sagrada Escritura [224].

Ahora bastará con exponer su forma de actuar. Su actividad consiste en destruir al hombre; así, la maldad de sus espíritus desde el comienzo se propuso la perdición del hombre. Y así, ciertamente, infligen a los cuerpos enfermedades y algunos accidentes desgraciados, y además violentan al alma con extravíos repentinos y extraordinarios. Su asombrosa penetración y sutileza les capacita para alcanzar las dos sustancias del hombre. Mucho pueden las fuerzas de los espíritus, de manera que —siendo invisibles e imperceptibles— se hacen presentes por sus efectos más que por sus acciones: cuando no sé qué oculto soplo arruina las frutas y frutos en flor, o los hace morir en germen, o los daña al crecer; o cuando el aire, viciado de modo inexplicable, expande sus emanaciones pestilentes.

No de otro modo el mismo respirar de los demonios y de los ángeles produce por un oscuro contagio la corrupción de la mente con locuras, vergonzosas insensateces o crueles pasiones y variados errores; entre ellos principalmente aquel que recomiendan esos dioses a unas mentes cautivadas y embaucadas para que les proporcionen los alimentos que necesitan: el olor del humo y la sangre de las víctimas ofrecidas a sus estatuas e imágenes [225]. ¿Y qué pasto más codiciado por ellos que el apartar al hombre de la meditación sobre la verdadera divinidad mediante los engaños de la falsa adivinación? Voy a explicar cómo son éstos y cómo actúan. Todo espíritu tiene alas, tanto los ángeles como los demonios; por tanto, en un mismo momento están en todas partes. El orbe entero es para ellos un solo lugar. Con la misma facilidad que saben dónde se hace algo, lo anuncian. Su agilidad se tiene por divinidad porque no se conoce su naturaleza. A veces quieren parecer autores de aquellas cosas que anuncian; y lo son ciertamente algunas veces, cuando se trata de males; de bienes, nunca. Los decretos de Dios los conocieron en otro tiempo al proclamarlos los profetas, y ahora los captan cuando se leen en voz alta [226]. Así, tomando de ahí algunas profecías, emulan a la divinidad robándole el don de profecía.

Cuál es su talento para adecuar las ambigüedades de los oráculos a tenor de los acontecimientos, lo saben los Cresos, lo saben los Pirros [227]. Por lo demás, el oráculo pitio anunció que se cocía una tortuga con carne de cordero y lo hizo del modo como he dicho más arriba: en un momento se había desplazado a Lidia [228]. Por habitar en el aire y estar cercanos a los astros y en contacto con las nubes, alcanzan un saber acerca de los fenómenos celestes que van a ocurrir, de manera que incluso anuncian las lluvias que ellos ya perciben [229]. Sin duda son benéficos con respecto a los remedios para las enfermedades; primero, en efecto, las provocan y, después, prescriben remedios novedosos o antitéticos para que se crea el milagro; así que cuando cesan de producir daño dan la impresión de que han curado [230]. Pero ¿a qué voy a extenderme acerca de los demás ardides o incluso acerca del poder de engañar que tienen los espíritus, cuando pronuncian oráculos, cuando realizan prodigios tales como las apariciones de los Cástores [231] y el agua llevada en una criba [232] y la nave arrastrada por un cinturón [233] y la barba que se enrojece al tocarla [234], consiguiendo, así, que se tome a las piedras por dioses y no se busque al verdadero Dios?



[221] La argumentación, en la que el «demonio» de Sócrates se presenta como un espíritu maligno, se explica por una retorsio de las acusaciones de crímenes rituales; vid, O. Carbonero, Vetera Christ., 13, 1976, págs. 23-27. La figura de Sócrates es ambigua en los escritos de Tertuliano.

[222] Banquete 202 d-e.: los daímones son, por naturaleza, seres intermedios entre los dioses y los hombres. Apuleyo, Apol. 43, menciona este pasaje platónico y les atribuye dotes de adivinación y milagros. Platón no menciona la existencia de «ángeles», sino que atribuye a los daímones el oficio de intermediarios (ángeloi, nuntii) entre los dioses y los hombres; nótese cómo Tertuliano matiza esta referencia a Platón: «no negó que existieran los ángeles».

[223] Magi se llama a los sacerdotes persas y caldeos, que se ocupaban de ciencias ocultas: magia y astrología.

[224] La Iglesia enseña que el diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero que ellos se hicieron a sí mismos malos (IV Concilio de Letrán, año 1215). La Escritura habla de la caída de estos espíritus creados que rechazaron irrevocablemente a Dios; cf. II Pedro, 2,4. La distinción entre dos generaciones de espíritus malignos está tomada de Justino, Apol. I 5,2 y II 5, 3, y proviene de una interpretación equivocada de Génesis, 6,2.

[225] Un pasaje de la llíada —IV 48— presenta a los dioses «saboreando» el olor de las víctimas.

[226] Tanto los judíos como los cristianos leían la Escritura en voz alta, (cf. 18, 9 y 39, 3).

[227] Se refiere a dos respuestas ambiguas del oráculo de Delfos, transmitidas por Enio y recogidas por Cicerón (Sobre la adivinación II 56, 115-116).

[228] Se refiere a la consulta «a distancia» encargada por Creso, rey de Lidia: sus mensajeros debían preguntar en Delfos qué estaba haciendo en aquel momento el rey en Lidia (Heródoto, I 47-48).

[229] Alude a la diosa Caelestis, pluviarum poüicitatrix (cf. infra 23, 6).

[230] Tertuliano depende aquí de Taciano, A los gtiegos 18, que a su vez depende de Justino.

[231] Menciona Tertuliano una serie de prodigia tomados de la historia romana; los Cástores son los Dioscuros, Cástor y Pólux, héroes dorios; dice la leyenda que participaron en la batalla del lago Regilo para favorecer a los romanos contra los latinos -equis pugnare visi sunt- y que posteriormente los dos jóvenes -cum equis albis- anunciaron a Vatinio la victoria sobre Perseo (cf. Cíe., Sobre la nat. de los dioses II 2, 6; III 5, 11-12; Valerio Máx., I 8, 1).

[232] Vesta había hecho en favor de la vestal Tuccia el prodigio de que ésta pudiera recoger en una criba agua del Tíber y llevarla al templo (VALERIO MÁX., VIII1; 5).

[233] Es un prodigio hecho por Cibeles en favor de la matrona Quinta Claudia, cuya virtud había sido puesta en entredicho. En prueba de su inocencia, Claudia pudo arrastrar con su cinturón el navio que llevaba a la diosa, encallado en la desembocadura del Tíber (Ov. Fastos IV 297-327).

[234] Según la leyenda, a Lucio Domicio Ahenobarbo se le aparecieron dos jóvenes que le ordenaron anunciar al Senado una victoria antes de que se produjera; como prueba de su origen divino, los jóvenes le acariciaron las mejillas y su barba se tomó roja: de ahí el cognomen. Vid. Suet., Nerón 1,1.

[23] Y bien, si también los magos producen apariciones de fantasmas, evocando las almas de los difuntos; si se somete a encanto a los niños para que profeticen [235]; si simulan muchos prodigios a base de engaños propios de charlatanes, si también envían sueños, contando con la ayuda del poder de ángeles y demonios a los que invocan, y consiguen que profeticen hasta las cabras y las mesas [236], ¿cuánto más este poder se afanará en actuar según su iniciativa y en interés propio, cuando así ayuda al interés ajeno?

Pero, si los ángeles y los demonios actúan lo mismo que los dioses vuestros, ¿dónde está entonces la primacía de la divinidad, a la que debe considerarse superior a todo poder? ¿No será más adecuado pensar que son ellos los que se hacen pasar por dioses, al producir efectos que obligan a que se les considere dioses, en vez de pensar que los dioses son iguales a los ángeles y a los demonios? O a lo mejor [237] los distingue la diferencia de lugares, de manera que en los templos consideráis dioses a los mismos a quienes en otros lugares no los llamáis así; como si fuesen locuras distintas la del que sobrevuela las torres sagradas y la del que salta por encima de los tejados de la vecindad [238], y como si se considerase violencia distinta la del que se corta las venas de los brazos y la del que se corta la garganta [239]. Comparable es el resultado de la locura y uno solo es el principio que provoca el atentado.

Pero hasta aquí las palabras; a partir de ahora demostraremos con hechos que es una sola la naturaleza que corresponde a ambos nombres. Que se presente aquí mismo ante vuestro tribunal alguien de quien conste que está poseído por el demonio; si cualquier cristiano le ordena hablar, aquel espíritu se confesará demonio [240], cosa que corresponde a la realidad; del mismo modo que, en otro lugar, se confesará dios, cosa que es falsa. De igual modo, que se haga venir a alguno de los que se considera que son poseídos por un dios, uno de esos que aspirando sobre los altares absorben el poder divino por el olor, que se curan eructando, y que, jadeando, profetizan [241]. Si esa misma virgen Celeste prometedora de lluvias [242], si este mismo Esculapio, inventor de fármacos que devolvió la vida a Socordio, Tanacio y Asclepiódoto, que iban a morir al día siguiente [243], si ellos no confiesan que son demonios, no atreviéndose a mentir a un cristiano, derramad allí mismo la sangre de aquel insolente cristiano. ¿Qué más patente que este hecho? ¿Qué más seguro que esta prueba? La sencillez propia de la verdad está por medio; su poder le asiste; no habrá lugar para la sospecha. Diríais que sucede algo mágico o alguna otra ilusión si vuestros ojos y oídos os lo permitieran. Pero ¿qué puede objetarse frente a lo que se manifiesta con desnuda sinceridad? Y si sop verdaderamente dioses, ¿por qué fingen ser demonios? ¿Acaso para obedecemos? Luego entonces, vuestros dioses están sometidos a los cristianos; y de ningún modo puede considerarse como divinidad la que está sometida a un hombre; y, lo que es más deshonroso, a uno que es su enemigo. Si, en caso contrario, son demonios o ángeles, ¿por qué se atribuyen en otro lugar una actuación que corresponde a los dioses? Pues, del mismo modo que los que son tenidos por dioses no querrían llamarse a sí mismos demonios, si fueran verdaderamente dioses, es decir, no se degradarían, asimismo también, aquellos a quienes claramente conocéis como demonios no se atreverían a actuar en otro lugar como si fueran dioses, si es que existieran de verdad los dioses cuyos nombres usurpáis; porque, sin duda, temerían abusar de la majestad de quienes son superiores y temibles. Por tanto, no existe esa divinidad que sostenéis; porque, si existiera, ni sería fingida por los demonios, ni sería negada por los dioses y, puesto que coinciden una y otra parte en negar que sean dioses, reconoced que no hay más que un linaje: el de los demonios, de una y otra parte.

Buscad ahora nuevos dioses, porque los que teníais por tales sabéis ya que son demonios. Pero, también gracias a nosotros, no sólo los mismos dioses vuestros os descubren que ni existen ellos ni otros semejantes, sino que también conoceréis inmediatamente quién es verdaderamente Dios; y que aquel es el iónico al que confesamos los cristianos, a quien se debe creer y adorar como está dispuesto en la fe y en el culto de los cristianos [244].

Os dirán asimismo quién es aquel «Cristo con su leyenda»: si un hombre de común condición, si un mago, si después de la. crucifixión fue robado dél sepulcro por los discípulos; si ahora, en fin, está en los infiernos, o si más bien en los cielos, de donde vendrá acompañado de un terremoto universal, con horror del orbe y con el llanto de todos, pero no de los cristianos. Poder de Dios, espíritu de Dios, inteligencia de Dios, Hijo de Dios y sustancia de Dios [245]. Que ellos se rían con vosotros de todo lo que vosotros os reís; que nieguen que Cristo juzgará a todas las almas desde el comienzo del mundo después de resucitar sus cuerpos; que digan, si quieren, que este tribunal ha tocado en suerte, según la opinión de Platón y de los poetas, a Minos y a Radamanto [246]. Que refuten por lo menos el oprobio de su ignominia y su condena; que nieguen que son espíritus inmundos, cosa que debió deducirse ya hasta de sus alimentos, de la sangre y el humo de las malolientes piras de animales y de las impurísimas lenguas de sus vates; que nieguen que por su malicia están ya condenados antes del día del juicio con todos sus adoradores y sus servidores.

Todo este dominio y poder nuestros sobre ellos toman su fuerza del nombre de Dios que pronunciamos, y de recordarles qué castigos les va a mandar Dios por medio de Cristo, juez: porque temen a Cristo en Dios y a Dios en Cristo, se someten a los que sirven a Dios y a Cristo. Así, al tocarlos nosotros o al soplar sobre ellos, prendidos por la visión y la representación de aquel fuego [247], obedeciendo nuestro mandato, salen, contra su voluntad, de los cuerpos, sufriendo y enrojeciendo ante vuestra presencia. Creedles cuando dicen la verdad sobre sí mismos, ya que los creéis cuando mienten. Nadie miente para su deshonra, sino más bien para conseguir estima. Más dignos de crédito son cuando confiesan en contra suya que cuando niegan en favor suyo. Por último, estos testimonios de vuestros dioses con frecuencia han promovido nuevos cristianos: ¡cuántas veces, al creerles a ellos, hemos creído también por Cristo en Dios! Ellos mismos encienden la fe en nuestras Escrituras, ellos mismos edifican la confianza en nuestra esperanza,

Les ofrecéis, según creo, la sangre de los cristianos. No querrían perderos a vosotros que les sois tan provechosos, tan serviciales, aunque no fuera más que para que no los abandonéis una vez hechos cristianos, si les fuera posible mentir ante un cristiano que quiere probaros la verdad.



[235] Cf. Apuleyo, Apol. 42, que describe una escena de este tipo. Toda esta enumeración puede estar tomada de Justino, Apol. 118.

[236] Sobre las «cabras parlantes», cf. Eusebio, Preparación evang. 2, 10. En el s. iv Amiano Marcelino (XXIX 1, 29) describe una escena de espiritismo con mesas que se mueven, como cosa establecida.

[237] Sentido irónico.

[238] Sobre la pretensión de volar como práctica mágica, cf. Luciano, El aficionado a la mentira 3.

[239] Los iniciados en los misterios de Cibeles se cortaban los brazos, y los de la diosa Belona, las piernas (vid. supra, 9,10 y 15,5; infra, 25,5).

[240] Alude a la práctica del exorcismo.

[241] Cf. la descripción de la sibila en Viro Eneida VI 77 y Apuleyo, Metam. VIII27.

[242] Cf. supra 12, 4 y 22, 10; a partir de Antonino Pío, los gobernadores del África Proconsular consultaban, al llegar a Cartago, el oráculo de Caelestis (Tanit), (cf. Hist. Aug. Macríno 3,1 y Pértinax 4).

[243] Tertuliano recoge una leyenda que no conocemos por otras fuentes.

[244] Fides se refiere esencialmente a la doctrina que debe ser creída; disciplina comprende lo referente a las relaciones con Dios (colendus); cf. R. Braun, Deus Chrislianomm, pág. 444, sobre la distinción establecida ya por Lortz, Tertullian als Apologet /, Münster, 1927, pág. 192.

[245] Esta enumeración sobre el Ser del Hijo tiene distinta redacción en F que en V; Waltzing recoge el texto de F; el de V es más preciso: Dei virtus et Dei spiritus et sermo et sapientia et ratio et Dei filius.

[246] Gorgias 523e.

[247] Se refiere al castigo del infierno, que acaba de mencionar.

[24] Toda esta confesión suya por la que reconocen no ser dioses y por la que aseguran que no existe otro Dios más que el único a quien nosotros servimos, es suficiente para rechazar la acusación de que ofendemos la religión oficial y, especialmente, la romana. Porque, si con seguridad no son dioses, tampoco el culto tiene seguridad: y, si no hay culto porque tampoco hay con seguridad dioses, es seguro que tampoco nosotros somos culpables de ofender la religión. Por el contrario, este reproche se volverá contra vosotros que adoráis lo falso y no ya sólo despreciáis la verdadera religión del verdadero Dios, sino que además la atacáis, cometiendo así un verdadero pecado de verdadera irreligiosidad.

Supongamos ahora que fuera cierto que ellos son dioses, ¿no admitiríais, según la opinión común, que hay alguno más alto y más poderoso, como una especie de emperador del mundo, revestido de absoluta majestad? Pues la mayoría concibe así la divinidad: como mando de uno que tiene plenos poderes y tiene a muchos a su servicio: así, Platón describe al gran Júpiter en el cielo, acompañado de un ejército de dioses y de daimones [248]; considera, por tanto, que conviene que sean venerados sus procuradores, prefectos, y gobernadores [249]. Y, ¿qué crimen comete quien pone en cambio su esfuerzo y su esperanza en ganarse la estima del César y no llama dios ni emperador a otro que no sea el príncipe, puesto que se considera un delito capital llamar o permitir que se llame así a nadie excepto al César?

Dejad que adore uno a Dios y otro a Júpiter; que uno eleve al cielo sus manos suplicantes y otro las tienda al altar de la Fe; que uno rece (si creéis que es así) mientras cuenta las nubes y otro, los techos artesonados; que uno ofrezca a Dios su propia alma y otro la vida de un chivo [250]. Mirad, pues, no vaya a ser que también resulte una nota de irreligiosidad el privar de la libertad religiosa y prohibir la elección de la divinidad, de forma que no se me permita adorar a quien quiero, sino que me vea obligado a adorar a quien no quiero. Nadie quiere ser venerado a la fuerza, ni siquiera los hombres.

E incluso a los egipcios se les ha permitido una superstición tan infundada como la de considerar sagradas a las aves y a las bestias, y castigar con la pena capital a quienes hayan dado muerte a un dios de esta especie [251]. Cada provincia y cada ciudad tiene su dios: en Siria, Atárgatis [252]; en Arabia, Dusares [253]; en el Nórico, Béleno [254]; en África, Celeste [255]; y en Mauritania, sus reyezuelos [256]. He mencionado, creo, provincias romanas; y sin embargo no son romanos sus dioses, porque en Roma no son adorados más que aquellos que están «empadronados» por una consagración municipal también en toda Italia: Delventino en Canosa, Visidiano entre los namienses, Anearía, en Áscoli, Norcia entre los de Bolsena, Valencia en Otricoli, Hostia en Sutrio, y la Juno de los faliscos, que en honor de su padre recibió el sobrenombre de Curis [257]. En cambio nosotros somos los únicos a quienes se prohíbe tener su religión: ofendemos a los romanos y no somos considerados romanos, porque no adoramos al dios de los romanos.

Menos mal que hay un Dios de todos, a quien pertenecemos todos, queramos o no. Pero entre vosotros hay derecho a adorar a cualquier dios, excepto al Dios verdadero, como si no fuera Dios de todos aquel de quien todos somos.



[248] Fedro 246e.

[249] Tertuliano romaniza los nombres correspondientes a cargos públicos: procuratelas y prefecturas son cargos del cursus ecuestre; los gobernadores son, salvo excepciones, de rango senatorial.

[250] Esta enumeración de miembros antitéticos contrapone las actitudes de los cristianos y las de los paganos. El culto a la Bona Fides había sido instituido por el rey Numa (Tito Liv., I 21, 4); Juvenal (XIV 96) se burla de los judíos diciendo que «contaban las nubes cuando oraban». El último par de miembros juega con el doble sentido de anima, «vida», «alma».

[251] Sobre la religiosidad de los egipcios, cf. Cic., Sobre la naturaleza de los dioses III15, 39; acerca del castigo, cf. Heródoto, II 65. La religión egipcia había sido objeto de burla en Juvenal (XV 1-13).

[252] El nombre de esta divinidad siria figura en Tertuliano con diversas variantes: Adargatis en F y Adstartes en V; en A los gentiles II 8 figura Atargatis.

[253] Sobre Dusares, dios de los árabes nabateos, cf. CIL X 1556 (Inscr. Lat. Select. 4350).

[254] Cf. A los gentiles II 8 y 5; divinidad de origen celta cuyo culto estaba extendido principalmente en tomo a Aquilea (cf. Inscr. Lat. Select. 4867-4874).

[255] Sobre Celestes, cf supra 12,4; 23, 6.

[256] Tertuliano generaliza; los Mauri dieron culto al rey Juba II después de su muerte; sobre Juba, vid. supra 19, 6.

[257] Algunas de estas divinidades honradas en territorio itálico se mencionan también en A los gentiles II 8, 6, donde Tertuliano cita como fuente a Varrón. El texto varroniano es: Antigüedades... 33b, ed. Cardauns, seguido en Apol. al pie de la letra.

[25] Considero que he dado suficientes pruebas acerca de la verdadera y de la falsa divinidad cuando he demostrado hasta qué punto mi prueba se apoya no sólo en discusiones y argumentaciones, sino incluso en los testimonios de aquellos a quienes consideráis dioses, de forma que nada hay que añadir ya a este pleito. Sin embargo, dado que interviene especialmente el prestigio del nombre romano, no esquivo la disputa que provoca aquella presunción de quienes dicen que los romanos, en razón de su celo religioso, han sido llevados y colocados en la cumbre del poder hasta el punto de adueñarse de todo el orbe; y que la existencia de los dioses se prueba en la medida en que destacan sobre los demás pueblos aquellos que aventajan a los demás en prestarles reverencia. Quiere decir que esta recompensa ha sido concedida por los dioses al pueblo romano como privilegio. Estérculo y Mutuno y Larentina han sacado adelante el Imperio [258]. Porque no voy a pensar que los dioses extranjeros han tratado mejor a un pueblo extraño que al suyo propio, ni que han entregado el suelo patrio, en el que han nacido y crecido, en el que se han hecho célebres y han sido sepultados, a irnos hombres que habitan al otro lado del mar. ¡Allá Cibeles [259], si se prendó de la ciudad de Roma en recuerdo del linaje troyano, es decir de su pueblo, al que protegió contra las armas de los aqueos; si se anticipó al pasarse al bando de los vengadores, de aquellos que ella sabía que iban a someter a Grecia, destructora de Frigia! Así pues, ha dado en nuestro tiempo un lucido testimonio de su majestad, transferida a Roma, cuando muerto súbitamente en Sirmio Marco Aurelio, el día décimo sexto de las calendas de abril [260], el venerabilísimo sacerdote de Cibeles, el día noveno de las mismas calendas, hacía libaciones de sangre impura, cortándose las venas de los brazos, y ordenó hacer los ruegos acostumbrados por la salud de Marco, que ya había muerto. ¡Oh mensajeros retrasados, oh notificaciones soñolientas, por cuya culpa Cibeles no supo antes la defunción del emperador, para que no pudieran los cristianos burlarse de tal diosa!.

Pero, además, Júpiter no permitiría que Creta fuera quebrantada por el poder romano, olvidado de aquella famosa gruta del monte Ida y de los bronces coribánticos y del suavísimo perfume de su nodriza que hay allí [261]. ¿Acaso no hubiera preferido anteponer aquel túmulo suyo al Capitolio entero, de manera que dominara sobre todo el orbe aquella tierra que cubrió las cenizas de Júpiter? [262]. ¿Querría también Juno que la ciudad de Cartago, «preferida por encima de Samos», fuera destruida precisamente por el pueblo descendiente de Eneas? Que yo sepa: «aquí estuvieron sus armas, aquí su carro, que este pueblo dominara sobre las gentes si los hados lo permiten, es la idea que entonces se propone y acaricia» [263]. ¡Pobre esposa y hermana de Júpiter, que no pudo contra los hados! Es cierto que «el propio Júpiter se somete al destino» [264]. ¡Y, sin embargo, los romanos no han dedicado a los hados, que les entregaron Cartago contra el propósito y el deseo de Juno, un honor tan grande como a la corrompida ramera Larentina!

Es evidente que muchos dioses vuestros han sido reyes. Así pues, si tienen la potestad de conferir el poder cuando ellos reinaban, ¿de quién habían recibido la investidura? ¿A quién adoraban Saturno y Júpiter? A algún Estérculo supongo. Pero éste aparece en Roma con sus rituales posteriormente. Incluso si los pocos que no reinaron estaban sometidos a otros que todavía no les adoraban —puesto que aún no eran tenidos por dioses—, se deduce que corresponde a otros conceder el reino, puesto que había reyes mucho antes de que estos dioses fueran reconocidos como tales.

Concedamos que, cuando se acrecentó el poder, progresó la religión. Pero ¡qué inconsistente es atribuir el culmen del poder romano a los méritos de su religiosidad, cuando resulta que la religión ha progresado después del imperio! (o más bien de este reino). Pues, si bien es cierto que el celo religioso fije iniciado por Numa Pompilio, todavía el culto entre los Romanos no estaba compuesto de estatuas ni templos [265]. Era una religión modesta, unos ritos pobres y sin un Capitolio que se elevara al Cielo, sino con altares provisionales a ras del suelo y vasos samios y un perfume tenue; y la presencia del dios en ningún lugar. Porque todavía entonces el ingenio de griegos y etruscos no había inundado la ciudad de estatuas que los representaran [266]. Luego no fueron religiosos los romanos antes de ser grandes y, por tanto, no son grandes por haber sido religiosos. Por el contrario, ¿cómo serían grandes a causa de la religión unos hombres cuya grandeza proviene de la impiedad? Porque, si no me equivoco, todo reino o imperio se consigue con guerras y se propaga con victorias. Más aún, las guerras y las victorias muchas veces llevan consigo la toma o la destrucción de ciudades: un negocio que no se realiza sin ofender a los dioses; idéntica es la ruina que afecta a las murallas y a los templos; parejas son las muertes violentas de ciudadanos y sacerdotes, y no muy diferente el pillaje de bienes sagrados y profanos.

Así pues, tantos son los sacrilegios de los romanos cuantos sus trofeos, tantos sus triunfos sobre los dioses como sobre los pueblos, tanto el botín como las imágenes aún subsistentes de dioses prisioneros. Y ellos soportan ser adorados por sus enemigos y otorgan un «imperio sin límite» [267] a quienes hubieran debido tener en cuenta sus ofensas, no su acatamiento; pero, a unos dioses que no tienen sentimientos^ se les hiere tan impunemente como inútilmente se les adora; Lo que con seguridad no se puede creer es que se hayan engrandecido por razón de su religiosidad quienes —como dejamos dicho— o bien crecieron haciendo daño a la religiosidad, o bien al crecer le hicieron daño. Y tampoco aquellos cuyos reinos han crecido bajo el dominio del Imperio Romano, carecían de religión cuando perdieron su independencia.



[258] Estérculo y Mutuno son primitivos dioses agrícolas; sobre Larentina, vid. supra 13, 9.

[259] Sobre Cibeles, vid. supra 12,4; 15,2, 5; 22,12.

[260] Marco Aurelio murió en Sirmium (Patmonia Inferior) durante las campañas contra los marcómanos; la causa de la muerte fue la peste según Hist. Aug., Marco 28; según DIÓN CASIO, LXXI 33 murió envenenado por su médico, por instigación de Cómodo. «El día décimo sexto de las calendas de abril» es el 17 de marzo y, más abajo, «el día noveno de las mismas calendas», el 24 de marzo.

[261] La nodriza de Júpiter (Zeus) fue la cabra Amaltea, que lo amamantó en una cueva del monte Ida, en Creta; los coribantes ahogaban sus vagidos con el estrépito de sus escudos (cf. Ov., Fastos IV 207-210).

[262] El sepulcro de Júpiter (Zeus) estaba también en Creta.

[263] Tertuliano cita a Virgilio, Eneida I 15-18; Juno (Hera) se había criado en Samos, donde se le daba culto; sobre el templo de Juno en Cartago, vid. supra 12,4.

[264] La cita corresponde, según V. TANDOI (Disiecti membra poetae, I, Foggia, 1984, págs. 175-199), al De incendio urbis de Lucano, obra perdida. Tandoi reconstruye el verso entero, por comparación con Manilio y Juvenal: (fata regunt homines), fato stat Iuppiter ipse.

[265] Sobre los cultos introducidos en Roma por Numa, vid. Cíe., Sobre la República II 14, 27, que hace notar que tenían escaso aparato y se hacían sin producir gastos: sine impensa.

[266] Según Punió, la más antigua estatua de bronce fue dedicada a Ceres por Espurio Casio. Cf. Hist. Nat. XXXIV 4, 9. Debe de tratarse del cónsul de 502 a. C.

[267] Tertuliano cita a Virgilio, Eneida 1279.

[26] Mirad, pues, si es que no dispone de los reinos aquel a quien pertenecen el orbe sobre el que se reina y el hombre mismo que reina; si acaso no ha ordenado las alternativas del dominio en el mundo a través de los tiempos aquel que existió antes de todo tiempo: el que ha hecho el mundo, suma de todos los tiempos; si acaso no encumbra o hunde las ciudades aquél a quien en un tiempo estuvo sometido el linaje humano, cuando no existían ciudades.

¿Por qué os engañáis? La Roma primitiva es anterior a algunos dioses suyos; fue un reino antes de construir la magnífica pompa del Capitolio [268]. También los babilonios habían constituido un reino antes de que hubiera pontífices, y los medos antes de los quindecínviros y los egipcios antes de los salios y los asirios antes de los lupercos y las amazonas antes de las vestales [269]. Por último, si son las religiones romanas las que proporcionan reinos, nunca tiempo atrás hubiera sido un reino de Judea, que desprecia a todas esas divinidades comunes; a su Dios los romanos lo habéis honrado con sacrificios [270], sus templos con dones y a sus pueblos durante algún tiempo con pactos [271]. Nunca los romanos los hubieran dominado, si ellos no hubieran pecado al final contra Cristo.



[268] El Capitolio se convirtió en el centro religioso de Roma en la época de los reyes etruscos.

[269] No observa Tertuliano el orden cronológico en el que se sucedieron los antiguos imperios: Egipto, Asiria y Babilonia, Media y Persia. Añade las amazonas, de las que habla la leyenda como mujeres guerreras procedentes del Cáucaso y establecidas en Asia Menor. El colegio de los pontífices tenía a su cuidado los cultos nacionales; los quindecimviri sacris faciundis velaban sobre los cultos extranjeros y custodiaban los libros sibilinos; sobre los Sabios, vid. supra. 10,7; los lupercales se ocupaban del culto de Luperco (el Pan griego); las vestales mantenían el fuego sagrado del templo de Vesta, en el foro.

[270] Seguramente se refiere a la hecatombe ofrecida en tiempo de Augusto por Agripa al Dios de los judíos (Flav. Jos., Ant. Jud. XVI2,1).

[271] Hacia el a. 161 a.C. Roma se había comprometido a respetar la libertad religiosa de los judíos (Flav. Jos., Ant. Jud. XIV 16-17), cf. Macabeos I 8,17-30.

[27] Basta lo dicho para rechazar la acusación de que ofendemos la religión y a la divinidad: para que no parezca que la ofendemos, hemos mostrado que no existe. Por tanto, cuando se nos invita a sacrificar nos oponemos por lealtad hacia nuestra conciencia, por la que sabemos con seguridad a quiénes se dirigen esos homenajes, ofrecidos a falsas imágenes y a seres humanos divinizados.

Pero algunos consideran una locura el que, pudiendo sacrificar exteriormente y marchar intactos sin cambiar la intención interiormente, prefiramos la obstinación a la incolumidad. Es decir, que nos dais un consejo para que os engañemos. Pero sabemos bien de dónde salen tales sugerencias, quién promueve todo esto y de qué forma actúa, unas veces con astuta persuasión, otras con duro ensañamiento, para abatir nuestra perseverancia. Es el espíritu de la tentación demoníaca y angélica [272], el que —enemistado con nosotros por su separación de Dios y envidioso de la gracia de Dios que tenemos— lucha contra nosotros, sirviéndose de vuestras mentes, a las que, con oculta inspiración, incita y dispone para los perversos juicios y los inicuos tormentos de los que ya hemos hablado al principio.

Pues, aunque esté sujeto a nosotros todo el poder de los demonios y de los espíritus semejantes a ellos, sin embargo, como siervos malvados, algunas veces mezclan el miedo con la contumacia e intentan hacer daño a los que por otro lado temen (pues también el temor inspira odio). Y, además, su desespéráda condición dé estar condenados de antemano, considera un consuelo el gozar de su maldad en el intervalo que proporciona el retraso de su castigo. Sin embargo, cuando se les sorprende, se someten y obedecen y siguen su suerte, y a aquellos a quienes atacan de lejos les suplican de cerca.

Así pues, a la manera de los revoltosos y rebeldes en los ergástulos o en las cárceles o en las minas o en cualquier otra servidumbre penal de este género, se rebelan dispuestos a entablar combate contra nosotros, que tenemos potestad sobre ellos; y lo hacen en la seguridad de que están perdidos y, por esto, más perdidos aún; nosotros entretanto les hacemos frente a ellos, que carecen de gracia; y como a iguales los rechazamos perseverando en aquello en que nos atacan, y nunca los derrotamos más completamente que cuando somos condenados por perseverar en la fe [273].



[272] Sobre los ángeles caídos, vid. supra 22,10.

[273] El martirio es el triunfo de los cristianos: adelanta Tertuliano la idea expresada en la conclusio del discurso, (vid. infra 50, 3). Éste es el final de la defensa contra la acusación de sacrilegio. Se inicia a partir de aquí la defensa contra las acusaciones de lesa majestad.

[28] Parecería totalmente injusto que irnos hombres libres fueran obligados a sacrificar en contra de su voluntad, ya que por otra parte se declara públicamente la voluntariedad del culto [274]; ciertamente se consideraría incongruente que alguien fuera obligado a honrar a los dioses a los que libremente debería aplacar por interés propio, de manera que no estuviera en su poder la libertad de decir: «Si no quiero que Júpiter me sea propicio, ¿tú, quién eres?», «Deja que Jano se me enfrente airado, con cualquiera de sus caras [275]: ¿Qué tienes tú que ver conmigo?». Sin duda los mismos espíritus os han instigado a obligamos a sacrificar por la salud del emperador, y se os ha impuesto a vosotros la necesidad de obligar, de igual manera que a nosotros la obligación de arriesgar la vida.

Hemos llegado, pues, a la segunda acusación: la de ofender la majestad más augusta, ya que servís con mayor temor y más ardiente cobardía al César que al mismo Júpiter del Olimpo. Y con razón, si sabéis lo que hacéis; porque ¿no es un ser vivo más poderoso que cualquier muerto? También aquí actuáis movidos, más que por la razón, por el respeto a un poder de efectos inmediatos. Por tanto, también en esto se os sorprende como irreligiosos para con vuestros dioses, porque demostráis mayor temor a un señor humano: entre vosotros antes se jura en falso por todos los dioses que por un solo genio del emperador [276].



[274] Sobre la libertad de religión vid. Tert., A Escápula II1,2: humani iuris et naturalis potestatis est unicuique quod putaverit colere.

[275] Jano, divinidad de las puertas, se representaba mediante dos caras opuestas: una miraba hacia adelante, otra hacia atrás.

[276] Quizá alude Tertuliano a la pena de flagelación instituida en su tiempo por Septimio Severo contra los que juraran en falso per genium principis (Dig. 12, 2, 13, 6). El culto al genio del emperador había sido instaurado en Roma por Augusto.

[29] Que quede claro primero, por tanto, si esos a quienes se ofrecen sacrificios pueden proteger la incolumidad de los emperadores o de cualquier hombre: y, en consecuencia, imputadnos un crimen de lesa majestad si los ángeles o los demonios —por naturaleza espíritus maléficos— operan algún beneficio; si, estando ellos perdidos, salvan; si, condenados, liberan; en fin, si muertos —como sabéis todos—, protegen a los vivos [277].

Porque, en primer lugar, defenderían ciertamente sus estatuas, imágenes y templos, que —según creo— permanecen a salvo gracias a la guardia de los soldados de los emperadores. Pienso, por otra parte, que la misma materia de la que están hechos procede de las minas de los emperadores, y que los templos en su totalidad subsisten por la aquiescencia del César. Por lo demás, muchos dioses han experimentado la ira del César [278]. Se confirma mi afirmación si se dice que le han tenido propicio cuando él les confiere alguna liberalidad o privilegio. Así, ellos que dependen del César, que son suyos totalmente, ¿de qué forma tendrán en su mano la salud del César? Parecería que le proporcionan al César una salud que más bien ellos mismos consiguen de él.

Así pues, pecamos contra la majestad de los emperadores porque no los sometemos a lo que les pertenece; porque no nos burlamos de su salud; porque no creemos que ésta esté en unas manos modeladas con plomo. En cambio, sois religiosos vosotros, que la buscáis donde no está; que la pedís a quienes no pueden darla; que despreciáis a aquél en cuyo poder está; más aún, combatís a quienes saben pedirla, e incluso pueden alcanzarla porque la saben pedir.



[277] Según R. Braun, Deus Christianorum, pág. 498, la alusión a Júpiter o a Hércules: Conservator, Liberator, Tutor, es aquí evidente.

[278] Augusto, contra Neptuno (cf. Suet., Aug. 16, 2); Calígula hizo descabezar estatuas de dioses para colocar en su lugar su propia cabeza (cf. Suet., Cal. 22, 2).

[30] Porque nosotros invocamos en favor de la salud de los emperadores al Dios eterno, al Dios verdadero, al Dios vivo [279], a quien los propios emperadores prefieren tener propicio por encima de todos los demás. Saben quién les ha dado el poder. Saben quién les ha dado también el alma, por la que son hombres. Se dan cuenta de que Él es el único Dios, en cuyas manos están; a partir de Él, son segundos; después de Él, primeros: antes y por encima de todos los dioses. ¿Por qué no? Puesto que están por encima de todos los hombres, quienes —en definitiva—, si están vivos, anteceden a los muertos.

Meditan hasta dónde llegan las fuerzas de su imperio, y —según ello— entienden que hay un Dios frente al que no pueden nada y por el que tienen el poder. Y, en fin: que el emperador intente combatir contra el cielo, llevar al cielo cautivo en su triunfo, enviar centinelas al cielo, imponer tributos al cielo. No puede. Por eso es grande: porque es menor que el cielo; pues él mismo pertenece a Aquel a quien pertenecen el cielo y toda criatura. El ser emperador procede del mismo principio que el ser hombre, antes que emperador. Tiene poder por el mismo principio por el que tiene espíritu.

Mirando allá arriba, los cristianos, con las manos extendidas porque son inocentes, con la cabeza desnuda, porque no nos avergonzamos y, en fin, sin apuntador, porque oramos con el corazón, rogamos siempre por todos los emperadores, pidiendo para ellos una vida prolongada, un imperio tranquilo, una casa libre de peligros, ejércitos fuertes, un senado fiel, un pueblo leal, un mundo en paz; todo lo que se puede desear en cuanto hombre y en cuanto emperador [280].

No puedo pedir estas cosas a otro que no sea Aquel de quien sé que puedo conseguirlas, porque Él es el único que las proporciona, y además porque soy yo quien espera conseguir. Yo, su siervo, que le honro, y doy la vida por su doctrina, y le ofrezco el sacrificio fecundo y más grande, el que Él mismo estableció: la oración que procede de un cuerpo casto, de un alma inocente, de un espíritu virtuoso; no granos de incienso que se venden por un as, ni lágrimas de árboles de Arabia, ni dos gotas de vino puro, ni la sangre de un buey desechado, a punto de morir, y después de todas esas inmundicias también una conciencia sucia. De manera que me asombro de que, cuando vuestros corrompidos sacerdotes analizan los sacrificios, examinen las entrañas de las víctimas, y no más bien las de los que ofrecen el sacrificio.

Así pues, que se claven garfios en nosotros mientras estamos con las manos levantadas hacia Dios, que nos cuelguen en cruces, que nos laman las llamas, que las espadas nos corten el cuello, que las bestias nos ataquen: está preparada para todos los suplicios incluso la misma postura del cristiano que ora. ¡Adelante, buenos gobernadores! Arrancad la vida al que suplica a Dios por el emperador: el crimen estará allí donde esté la verdad de Dios y la fidelidad a Él.



[279] Deus aeternus traduce la fórmula Theòs aionios de la versión de los Setenta; Tertuliano la usa sólo en esta obra (cf. Braun, Deus Christianorum, págs. 79-80). Deus verus, Deus vivus son fórmulas de S. Pablo, cf. Tesalonicenses I 9. La fórmula con la triple adjetivación se ha conservado en la Liturgia Eucaristica (Plegaria Eucaristica I: Canon Romano). En la asignación de un segundo puesto al Emperador, detrás de Dios, M. Sordi, The Christians and the Roman Empire, Londres-Nueva York, 1994, pág. 178, ha visto un eco de Horacio, Od. I 12, 51-52.

[280] M. Testard, Chrétiens latins des premiers siècles, Paris, 1981, págs. 60 y 104, ve en esta enumeración y en la que se hace más adelante, 39, 2, una huella de antiguas plegarias recitadas por los cristianos en sus reuniones.

[31] ¿Es que ahora hemos adulado al emperador y hemos mentido al expresar nuestros votos en su favor, con el fin de escapar a la violencia? Ciertamente, da buenos resultados este engaño: permitís que probemos lo que defendemos. Tú, que piensas que nosotros no nos ocupamos en absoluto de la salud del César: mira las palabras de Dios, nuestras Escrituras; nosotros no las ocultamos y una multitud de circunstancias las llevan hasta los extraños. Informaos al leerlas de que se nos ha ordenado, para alcanzar la plenitud de la bondad, orar a Dios incluso por los enemigos y pedir cosas buenas para nuestros perseguidores [281]. Y ¿quiénes son más enemigos y perseguidores de los cristianos que aquéllos que son la causa de que se nos acuse de crimen de lesa majestad? Pero es que además los nombra explícitamente: «Orad, dice, por los reyes y por los príncipes y las autoridades, para que tengáis paz» [282]. Pues, cuando el imperio sufre quebranto, quedan también quebrantados sus otros miembros; e incluso nosotros, aunque apartados de los tumultos, de algún modo nos vemos afectados.



[281] Cf. Mt 5,44.

[282] Cf. S. Pablo, Epístola I a Timoteo 2, 1.

[32] Pero tenemos otro motivo mayor para orar por los emperadores e incluso por la estabilidad de todo el imperio, y por los intereses romanos: sabemos que la catástrofe que se cierne sobre todo el universo y el fin mismo de los tiempos, que amenaza con horribles calamidades, se retrasan por la permanencia del Imperio romano [283]. Así es que no queremos pasar por esa experiencia, y, en tanto rogamos que se dilate, favorecemos la continuidad de Roma.

Por lo demás, nosotros también juramos, aunque no por los genios de los Césares, sí por su salud, que es más venerable que todos los genios. ¿No sabéis que los genios se llaman daemones y de ahí, en forma diminutiva, daemonia [284]? Nosotros respetamos el plan de Dios sobre los emperadores: Él los puso al frente de los pueblos. Sabemos que en ellos hay algo que Dios ha querido, y por tanto queremos que esté a salvo lo que Dios ha querido, y a esto nos comprometemos como a cumplir un solemne juramento [285]. Por lo demás, a los demonios —es decir a los genios— solemos conjurarlos para hacerlos salir de los hombres; no jurar por ellos, como si les reconociéramos el honor propio de la divinidad.



[283] Era opinión difundida entre los cristianos de los primeros siglos que el fin del mundo tendría lugar con la caída del Imperio Romano; vid. infra, 39,2.

[284] Tertuliano fuerza de algún modo la realidad para adecuarla a su argumentación: es la forma adjetival daimónios —derivada de daímdn— la que da origen al daimónion (p. ej. de Sócrates), que es el equivalente del genius romano.

[285] Doctrina paulina, cf. Romanos 13, 1. El juramento de los cristianos por la salud del emperador entiende salus en el sentido corriente del término; no la abstracción divinizada. RH. BEARE, Am. Joum. Phil. 99 (1978), 106-110, entendió que el peijurio comprometía la salud del emperador; Fredouille:, Rev. Ét. Aug. 25 (1979), 299-300, rechaza esta interpretación.

[33] Pero, ¿a qué voy a hablar de la religiosidad y de la piedad cristiana hacia el emperador, a quien es preciso que respetemos como elegido por Dios? De manera que yo podría decir con razón: para nosotros es más el César, puesto que ha sido establecido por nuestro Dios.

Así pues, como de cosa mía, más me ocupo yo de su salud, puesto que no sólo se la pido a Aquel que puede dársela, y no sólo porque pido de tal forma que merezco alcanzar lo que pido, sino también porque —al colocar la majestad del César por debajo de la de Dios— más lo encomiendo a Dios, el único a quien lo someto; lo someto sólo a Aquel con quien no lo igualo. No voy a llamar «dios» al emperador, porque no sé mentir, ni me atrevo a burlarme de él, y ni él mismo quiere que se le llame dios. Damos por supuesto que es un hombre; y al hombre le interesa someterse a Dios. Bastante tiene con que se le llame imperator: grande es este nombre que Dios da. Niega que sea emperador el que lo llama dios: porque, si no fuera hombre, no sería emperador. Incluso en el triunfo, cuando está en lo alto de su carro, se le recuerda que es un hombre, puesto que se le aconseja desde detrás: «¡Mira detrás de ti, acuérdate de que eres hombre!» [286].

E incluso se alegra de que su gloria brille tanto que se haga necesario recordarle su condición. Se le rebajaría si entonces se le llamara dios, porque no se diría con verdad. Más importante es aquel a quien se le recuerda que no debe creerse un dios.



[286] El triunfo es una ceremonia de origen etrusco; en época imperial se concede sólo a los Príncipes: el triunfador, revestido de las insignias del triunfo, túnica palmata, toga picta, va de pie en un carro circular tirado por cuatro caballos; una guirnalda de laurel ciñe su frente. Un esclavo, situado tras él, sostiene sobre su cabeza la cadena de oro que se guardaba en el templo de Júpiter, y repite las palabras reproducidas aquí por Tertuliano; cf. Plinio, Hist. Nat. XXVIII 4,39.

[34] Augusto, el forjador del Imperio, ni siquiera quería ser llamado «Señor», pues éste es también el sobrenombre de Dios. Llamaré ciertamente «señor» al emperador, pero en el sentido corriente de la palabra, siempre que no me obliguen a llamarle «Señor» queriendo decir «Dios». Por lo demás, respecto a él soy libre. No tengo más Señor que el Dios omnipotente y eterno, el mismo que también es Señor suyo.

¿Cómo el que es «padre de la patria» [287] va a ser el «Señor»? [288]. Más agradable es el nombre de piedad que el de dominio; incluso en la familia se habla de «padres», no de «señores». Con tanta mayor razón no debe llamarse «Dios» al emperador cuanto que no puede creerse que sea así, ni siquiera por la más vergonzosa y perniciosa adulación. Si, teniendo un emperador, llamamos así a otro, ¿no se cometería una enorme e imperdonable ofensa sobre aquel que lo era? ¿Y no sería incluso algo temible para aquel a quien le diste el nombre indebidamente? Sé religioso con Dios si quieres que le sea propicio al emperador. Deja de considerar dios a otro y de llamar dios a aquel que necesita de Dios.

Si una adulación así no se avergüenza por la mentira que supone llamar dios a un hombre, que tema al menos por las funestas consecuencias. Es de mal agüero llamar dios al César antes de la apoteosis. Recuerda que le quieres mal y le deseas un mal con ese nombre, llamando «dios» al emperador que aún vive: un nombre que le sobreviene cuando ha muerto [289].



[287] Pater patriae es un título introducido en las fórmulas de la titulatura imperial ya desde Augusto, que lo recibió en el año 2 a. C.

[288] El título de dominus fiu rechazado por Augusto y por Tiberio (Suet., Aug. 53; Tib. 27); entre sus sucesores, sólo lo admitió Calígula. Más tarde, Domiciano y Cómodo. Llama la atención que Septimio Severo —bajo cuyo mandato se escribe esta obra— es titulado dominus noster en los templos que se le dedican.

[289] Cf.  Tácito Anales XV 74; 3; Nerón rechaza la propuesta de que se le erija un templo por temor de que pudiera interpretarse como augurio de pronta muerte.

[35] Así pues, ésta es la razón de que los cristianos sean enemigos públicos: que no ofrecen a los emperadores honores vanos, ni mentirosos, ni temerarios; que, teniendo la verdadera religión, celebran sus fiestas según su conciencia y no según el desenfreno [290]. Por lo visto es una importante tarea sacar a lugar público hogares y mesas, banquetear de barrio en barrio, cambiar el aspecto de la ciudad por el de una taberna, mezclar la arcilla con vino, ir corriendo en bandadas en son de provocación, de desvergüenza, de libertinaje [291]. ¡Así se expresa la alegría pública: por medio de la deshonra pública! ¿Es que en las fiestas de los emperadores es decente lo que en otros días no es decente? ¿Los que observan la disciplina por respeto al César son los mismos que la abandonan por causa del César? ¿Y las costumbres licenciosas van a ser piedad? ¿Y se tendrá por religiosidad la ocasión de lujuria? ¡Cuán dignos somos de castigo! ¿Porque expresamos los buenos deseos y la alegría en las fiestas de los Césares manteniéndonos castos, sobrios y rectos? [292]. ¿Porque en un día de alegría no ensombrecemos las puertas con laureles ni anulamos la luz del día con lucernas? ¡Es cosa digna de estima revestir tu casa con el aspecto de un lupanar cuando la solemnidad pública lo exige!

En lo que respecta a esta religión de segunda majestad por cuya causa los cristianos somos acusados de un segundo sacrilegio [293], por no celebrar con vosotros las solemnidades de los Césares de la manera que aconseja que debe celebrarse más la búsqueda del placer que la justa razón: la verdad es que ni la moderación ni el respeto ni la vergüenza lo permiten; quisiera, sin embargo, poner a prueba vuestra rectitud y veracidad, no sea que en esto se descubra que son peores que los cristianos quienes no quieren que seamos considerados romanos sino enemigos de los emperadores romanos.

A los auténticos ciudadanos romanos y a la plebe nacida en las mismas siete colinas demando si la famosa mala lengua de los romanos ha perdonado a alguno de sus emperadores. Testigos son el líber y las escuelas de bestiarios. Si la naturaleza hubiera dotado a los corazones humanos de una cierta materia transparente que dejase traslucir los pensamientos, ¿qué entrañas no aparecerían grabadas con la escena de un César tras otro presidiendo la distribución de víveres, en el mismo momento en que gritan: «¡Que Júpiter te aumente los años restándolos de los nuestros!»? [294]. El cristiano ni sabe pronunciar tales palabras, ni desear un nuevo César.

«Pero es la plebe», dices. Por mucho que sea la plebe, son, sin embargo, romanos, y no hay mayor delator de los cristianos que la plebe. Ciertamente, los restantes estamentos, en razón de su prestigio, son fielmente observantes; no se respira hostilidad alguna en el senado, ni entre los caballeros, ni en el campamento militar, ni en los palacios mismos [295]. ¿De dónde han salido los Casios, los Nigros, los Albinos? [296]. ¿De dónde los que entre dos laureles asedian al Emperador? ¿De dónde los que se entrenan en la palestra para estrangularlo? ¿De dónde los que irrumpen armados en palacio, más osados que todos los Sigerios y Partenios? [297]. De los romanos, si no me equivoco, es decir, de los no cristianos. Y lo que es más: todos ellos, hasta en el momento mismo en que irrumpió su impiedad, hacían ofrendas por la salud del emperador y juraban por su genio, unos hiera y otros dentro, y, naturalmente, daban a los cristianos el nombre de enemigos públicos.

Pero, incluso los que ahora diariamente se descubren como aliados o alentadores de facciones criminales, racimos supervivientes de una vendimia de parricidas [298], ¡cómo adornaban las puertas con laureles frondosos y recién cortados!, ¡con qué lámparas tan altas y tan brillantes nublaban sus vestíbulos!,, ¡con qué adomadísimos y magníficos lechos se repartían él foro!; no para celebrar las fiestas públicas, sino para aprender en una celebración ajena a hacer votos públicos en favor propio y para consagrar el modelo y la imagen de su propia esperanza, cambiando en su interior el nombre del emperador.

Idéntico papel desempeñan quienes consultan también a los astrólogos y a los adivinos y a los augures y a los magos acerca de la vida de los emperadores [299]. A estas artes, consideradas como cosa transmitida por los ángeles desertores y prohibida por Dios, no recurren los cristianos ni siquiera en su propio interés.

Por otra parte, ¿quién necesita escudriñar acerca de la salud del emperador más que aquel que maquina o desea algo en contra de ella, o bien alimenta alguna esperanza después de ella? Porque no se consulta con la misma disposición acerca de las personas queridas y acerca de los que dominan; una cosa es la cuidadosa solicitud de la sangre; otra, la de la servidumbre.



[290] La oposición verus, veritas frente a vanus, vanitas, favorecida por la paronomasia, se convierte en un cliché de la literatura cristiana. Cf. R. Braun, Deus Christianorum, págs. 445-446.

[291] Esta enumeración describe las celebraciones de los Sollemnia Caesarum que celebraban el dies natalis del emperador y el aniversario de su acceso al trono.

[292] Vota eran los sacrificios ofrecidos por la salud del emperador y de la domus Augusta; gaudia eran los festejos celebrados en su honor.

[293] Según Ulpiano, el crimen de lesa majestad es afín al sacrilegio; cf. Dig. XLVIII4,1,1: proximum sacrilegio crimen est quod maiestatis dicitur.

[294] Cf. Ov., Fastos I 613, y las Actas de los Arvales: CIL VI 2806, 17 (año 213) y 2014, 36 (año 218).

[295] La ironía de la frase queda patente en la enumeración de interrogantes que siguen.

[296] Avidio Casio se rebeló contra Marco Aurelio en el a. 175 y se hizo proclamar emperador en Oriente; al tiempo que Septimio Severo era proclamado emperador por el ejército de Panonia, las legiones habían reconocido en Oriente a Gayo Pescenio Nigro, y las tropas de la Galia a D. Clodio Albino. Tertuliano hace aquí un uso antonomástico de los cognomina de estos tres rivales de los emperadores.

[297] La pregunta unde qui inter· duas laurus obsident Caesarem? ha sido interpretada de diferentes formas: H. R. Seeliger, Kairos 26 (1984), 101-107, opina que la expresión ínter duas laurus no se refiere a ningún lugar concreto ni a un acontecimiento histórico, sino que simboliza los pretendidos derechos del Emperador sobre la sacralidad; en contra de esta opinión está la de R. Braun, Rev. Ét. Aug. 26 (1980), 18-28, y 31 (1985), 306, que, apoyado en Herodiano, entiende que se trata de una referencia al caballero Oleandro que se rebeló contra Cómodo en la villa suburbana llamada Ad duas laurus. Este autor aclara también que la segunda pregunta alude al asesinato de Cómodo y la tercera al asesinato de Pértinax en el año 193, víctima de un motín de soldados que penetraron violentamente en palacio. Sigerio y Partenio tomaron parte en la conjura en la que fue asesinado Domiciano, en el año 96; cf. Dión, LXVII 15.

[298] La expresión se refiere a la represión de Septimio Severo contra los partidarios de Albino; cf. R. Braun, Deus Christianorum, 565, apoyado en la opinión de Waltzing y en la damnatio del cónsul del año 193 en la inscripción ,4««. Epigr. 1954.139, procedente de Zama.

[299] Septimio Severo había establecido pena de muerte contra quienes hubieran consultado a los adivinos caldeos sobre la salud del emperador; cf. Paul., Sent. V 21, 3.

[36] Si queda al descubierto que son enemigos los que se llaman romanos, ¿por qué a nosotros, a quienes se considera enemigos, se nos niega el nombre de romanos? No podemos a la vez no ser romanos y ser enemigos, cuando resulta que se descubre que son enemigos los que se tienen por romanos.

Precisamente, la piedad, la religiosidad y la lealtad debida a los emperadores no consiste en deberes tales que la hostilidad pueda aprovecharse de ellos para ocultarse, sino en una conducta en la que la divinidad manda que esta piedad hacia el emperador se haga patente con tanta veracidad como es preciso que exista respecto a todos los hombres. Y estas obras propias de una buena disposición no las debemos únicamente a los emperadores. No hacemos el bien con acepción de personas [300], porque nos lo hacemos a nosotros mismos, que no recibimos el pago del premio o la alabanza de parte de los hombres, sino de Dios, que aprecia y remunera la bondad, sin distinciones. Por idéntico motivo nos comportamos del mismo modo con los emperadores que con nuestros vecinos, pues se nos prohíbe por igual el querer mal, el hacer mal, el decir mal y el pensar mal de quien quiera que sea. Lo que no está permitido respecto al emperador tampoco lo está respecto a ningún otro; lo que a nadie se hace, precisamente por eso, tampoco al propio emperador, que tiene tal dignidad por don de Dios.



[300] Cf. S. Pablo, Romanos 2,11 y Santiago, Epíst. 2,1-4.

[37] Si, como he dicho más arriba, se nos manda amar a los enemigos, ¿a quién podemos odiar? Asimismo, si cuando nos ofenden se nos prohíbe devolver la ofensa, para no igualamos de hecho a ellos, ¿a quién podemos ofender? [301].

Pues, acerca de esto, decid vosotros mismos: ¿Cuántas veces os ensañáis con los cristianos, en parte por propia iniciativa, en parte por obedecer a las leyes? ¿Cuántas veces, también, prescindiendo de vosotros, libremente, el vulgo hostil se lanza contra nosotros a sangre y fuego? Poseídos de un delirio propio de las Bacanales [302], ni siquiera respetan a los cristianos muertos: los sacan violentamente del descanso de la sepultura, del que podría llamarse asilo de la muerte; los dispersan y esparcen, ya deformados y descompuestos sus miembros [303].

¿Qué afrenta habéis recibido alguna vez de gentes tan acordes? ¿Qué mal habéis recibido en pago de vuestra iniquidad de parte de unos hombres tan dispuestos a la muerte, cuando incluso en una sola noche se podría conseguir cumplida venganza con unas pocas antorchas, si entre nosotros estuviera permitido devolver mal por mal? ¡Lejos de nosotros que la divinidad de nuestra doctrina se demuestre con la venganza de antorchas humanas o que se lamente de soportar el sufrimiento en el que es probada!

Si quisiéramos actuar no sólo como vengadores ocultos, sino como enemigos declarados, ¿nos faltaría acaso la fuerza de destacamentos y tropas? ¡Más numerosos son sin duda los moros y los marcómanos y los propios partos, o cualquier pueblo reducido a un solo territorio y a sus límites, que los que se extienden por todo el orbe! [304]. Somos de ayer y hemos llenado ya el orbe y todo lo vuestro: ciudades, barriadas, aldeas, municipios, asambleas, hasta el campamento, las tribus y las decurias, el palacio, el senado, el foro. Sólo os hemos dejado los templos [305].

Podemos contar vuestros ejércitos: nosotros seremos más en una sola provincia. ¿A qué guerra no estaríamos dispuestos y prontos, incluso en condiciones desiguales, nosotros que tan gustosamente recibimos una muerte cruel, si no fuera porque según nuestra doctrina está más permitido recibir la muerte que matar?

Podíamos también haber luchado contra vosotros sin armas y sin rebelión, sólo sembrando discordia, con la sola animosidad de la secesión. Porque, si un contingente tan grande de hombres nos hubiésemos separado violentamente de vosotros para establecemos en algún alejado rincón del mundo, la pérdida de tantos y tan diversos ciudadanos hubiera socavado vuestra soberanía; más aún, la hubiera castigado al traicionarla. Sin ninguna duda os hubierais espantado ante vuestra soledad, ante el silencio y la parálisis de un mundo como muerto; hubierais buscado súbditos; ¡os hubieran quedado más enemigos que ciudadanos! Porque ahora tenéis menos enemigos por la multitud de los cristianos, puesto que casi todos los ciudadanos de casi todas las ciudades son cristianos: pero habéis preferido llamarlos enemigos del género humano, y no del error humano. ¿Quién, por otra parte, os liberaría de aquellos enemigos ocultos que arruinan vuestra mente y vuestra salud —me refiero a los ataques de los demonios—, un mal que alejamos de vosotros sin recibir recompensa ni salario? Esto solo hubiera bastado a nuestra venganza: que soportarais a los espíritus inmundos, a partir de ahora dejados en libertad.

Pues bien, sin pensar en compensar por tal protección a un linaje que os es no sólo oportuno sino hasta necesario, habéis preferido considerarlo como enemigo; y lo somos por cierto, pero no del género humano, sino más bien de su error.



[301] Cf. Mt 5,43-47. Comienza aquí la defensa de la actitud de los cristianos frente a la sociedad, que abarca los capítulos 37-45: hostes publici.

[302] Sobre las Bacanales, vid. supra 6,1.

[303] Tertuliano hace otra referencia a la profanación de las tumbas cristianas en A Escápula 3, 1.

[304] En época de Marco Aurelio se produjo una primera invasión de Mauri en la Bética (cf. Hist. Aug., Marco 21, 1 y 22, 9), de la que existen también testimonios epigráficos. M. Aurelio tuvo que enfrentarse también a los marcómanos. Contra los partos combatieron Marco Aurelio, Lucio Vero y Septimio Severo.

[305] Sobre la extensión del Cristianismo a toda la sociedad, cf. supra 1,6.

[38] Pero hay más; tampoco convenía que, por decirlo más suavemente, se considerara que fuera contada entre las facciones ilícitas esta comunidad que no comete ninguna acción semejante a aquellas facciones ilícitas contra las que se toman precauciones [306].

Pues, si no me equivoco, la causa de qüe se prohíban las facciones corresponde a la tutela del orden público: evitar que se escindiera la ciudad en partes, con lo que fácilmente se perturbarían los comicios, las reuniones, las curias, las asambleas del pueblo y hasta los espectáculos con el enfrentamiento de intereses opuestos. Cuando ya hay quienes han comenzado a negociar reclamando pago y recompensa por una actuación violenta.

En cambio, para nosotros, indiferentes ante el afán de gloria y la ambición de poder, no hay necesidad alguna de partidos y ninguna cosa nos es más ajena que los asuntos de política; una única república, común a todos, reconocemos: el mundo [307];

Y, en lo que respecta a vuestros espectáculos, renunciamos a ellos en la medida en que no nos interesan sus orígenes, que sabemos provienen de la superstición, ni las cosas mismas que allí ocurren. Nada tienen que ver nuestra lengua, vista, u oído con la desvergüenza del teatro, con la crueldad de la arena, con la frivolidad del pórtico [308].

Se permitió a los epicúreos establecer una verdad distinta acerca del placer, a saber: la tranquilidad de espíritu [309]. ¿En qué os ofendemos si ponemos el placer en otras cosas? Si, a fin de cuentas, no queremos divertimos, peor para nosotros, si acaso; no para vosotros. Se objeta que reprobamos lo que os agrada: tampoco a vosotros os gustan nuestras cosas.



[306] Las factiones estaban prohibidas en Roma desde tiempo de César. En la Lex Augusta de collegiis se permitían sólo collegia autorizados por el propio emperador o por el senado; entre estos se encontraban las asociaciones de carácter religioso y los colegios funeraticios. Al parecer, Septimio Severo fue especialmente celoso a este respecto; cf. Hist. Aug., Severo 17, 8: fuit praeterea delendarum cupidus factionum, quizá por los intentos de usurpación a los que tuvo que hacer frente.

[307] Esta formulación está en la doctrina estoica, vid. por ej., Cic., Paradojas de los estoicos 2, 18.

[308] Los ludi scaenici, los ludi circenses y los xysli: galerías cubiertas en las que se entrenaban los atletas.

[309] La ataraxia predicada por esta escuela.

[39] Ahora ya, voy a exponer yo mismo las actividades de la «facción» cristiana de manera que después de haber refutado las cosas malas que se nos imputan ponga de manifiesto las buenas, una vez descubierta la verdad: somos un cuerpo, porque compartimos una doctrina, por la unidad del modo de vivir y por el vínculo de la esperanza [310].

Formamos una unión y una comunidad para asediar a Dios con ruegos, como por asalto. Esta violencia es grata a Dios. Rogamos también por los emperadores, por sus ministros y autoridades, por la situación del mundo, por la paz, por la demora del fin [311].

Nos reunimos para comentar las Sagradas Escrituras, siempre que las circunstancias presentes nos ayudan a anunciar algo de antemano o a interpretar el pasado. Sin duda, alimentamos la fe con las santas palabras, construimos la esperanza, modelamos la confianza e igualmente damos solidez a la disciplina al inculcar los preceptos.

Hay allí también exhortaciones, reprensiones, censuras hechas en nombre de Dios. Efectivamente, se juzga también con gran ponderación, como quienes están seguros de estar en presencia de Dios, y de que es éste el fallo supremo anticipado del juicio futuro, cuando alguien comete un delito tal que queda privado de la comunión de oraciones y de asambleas y de toda ceremonia sagrada.

Presiden ancianos que gozan de consideración, y que han conseguido ese honor no por dinero sino por su ejemplo, porque las cosas de Dios no tienen precio, E incluso si existe una especie de caja común, no se reúne ese dinero mediante el pago de una suma honoraria [312], como si la religión se comprara. Cada uno aporta una contribución en la medida de sus posibilidades: un día al mes, o cuando quiere, si es que quiere y si es que puede; porque a nadie se obliga, sino que se entrega voluntariamente. Estas cajas son como depósitos de misericordia, puesto que no se gasta en banquetes, ni en bebidas, ni en inútiles tabernas, sino en alimentar y enterrar a los necesitados, y ayudar a los niños y niñas huérfanos y sin hacienda, y también a los sirvientes ancianos, e igualmente a los náufragos, y a los que son maltratados en las minas, en las islas o en prisión, con tal de que eso ocurra por causa del seguimiento de Dios; se convierten en protegidos de la religión que confiesan. Pero es precisamente la práctica de la caridad hecha así lo que ante algunos nos imprime una mancha de oprobio. «Mirad —dicen— cómo se aman», porque ellos en cambio odian; y «cómo están dispuestos a morir unos por otros», porque ellos están más dispuestos a matarse irnos a otros.

En cuanto al hecho de que se nos designe con el nombre de hermanos, no desbarran a mi parecer más que por razón de que, entre ellos, todo nombre de parentesco es una ficción de afecto. Por lo demás, hermanos vuestros somos también por derecho de naturaleza, madre única de todos, aunque vosotros sois poco hombres, porque sois poco hermanos. Pues ¿cuánto más adecuado es que se llamen o sean tenidos por hermanos quienes reconocen a un mismo Dios como Padre [313], quienes bebieron un mismo espíritu de santidad, quienes procedentes del mismo seno de idéntica ignorancia, se asombraron ante la misma luz de la verdad?

Pero quizá se nos considere menos legítimos porque ninguna tragedia declama nuestra fraternidad o porque somos hermanos apoyados en bienes de familia, cosa que entre vosotros rompe la fraternidad. Así pues, quienes compartimos lo espiritual no titubeamos en tener comunidad de bienes materiales [314]; todo entre nosotros es común, excepto las esposas. Hemos roto la comunidad en el único punto en el que los demás hombres la practican: porque no sólo toman como propias las mujeres de los amigos, sino que también dejan tranquilamente las suyas a los amigos, al parecer, según la enseñanza de sus antepasados y de sus sabios: del griego Sócrates [315] y del romano Catón [316], que prestaron a sus amigos las mujeres que habían tomado en matrimonio^ para que también les dieran hijos a ellos. No sé ciertamente si contra la voluntad de ellas; pues, ¿qué cuidado iban a tener de una castidad que sus maridos tan fácilmente habían regalado? ¡Qué ejemplo de sabiduría ática y de gravedad romana!, lenones son el filósofo y el censor.

¿Qué tiene entonces de extraño el que tan gran caridad se manifieste en los convites? Pues también ultrajáis nuestras frugales cenas acusándolas de infame crimen y además de derroche. Así que se aplica a nosotros el dicho de Diógenes: «Los megarenses comen como si fueran a morir al día siguiente, pero construyen como si nunca fueran a morir» [317].

Pero «más fácilmente ve uno la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio» [318]. El aire se vicia con los eructos de tantas tribus y curias y decurias; si van a cenar los salios, hará falta abrir un crédito [319]; los contables registrarán los gastos de los diezmos de Hércules y de los banquetes sagrados [320]; se decretan levas de cocineros para las Apaturias, las Dionisíacas y los misterios áticos [321]; ante el humo de una cena de Sérapis, habrá que llamar a los bomberos [322]. ¡Y sólo se habla del comedor de los cristianos!

Nuestra cena da razón de sí por su nombre: se llama lo mismo que el amor entre los griegos [323]. Sea cual fuere el gasto que produce, es mía ganancia hacer un gasto por motivos de piedad, ya que los pobres y los que se benefician de este refrigerio no se asemejan a los parásitos de vuestra sociedad, que aspiran a la gloria de esclavizar su libertad a instancias del vientre, en medio de gracias groseras [324], sino porque ante Dios tiene más valor la consideración de los que tienen pocos medios. Si es honroso el motivo del banquete, valorad, ateniéndoos a la causa, el modo en que se desarrolla: lo que se hace por obligación religiosa no admite ni vileza ni inmoderación. No se sientan a la mesa antes de gustar previamente la oración a Dios; se come lo que toman los que tienen hambre; se bebe en la medida en que es beneficioso a los de buenas costumbres. Se sacian como quienes tienen presente que también a lo largo de la noche deben adorar a Dios; charlan como quienes saben que Dios oye. Después de lavarse las manos y encender las velas, cada cual según sus posibilidades, tomando inspiración en la Sagrada Escritura o en su propio talento, se pone en medio para cantar a Dios: de ahí puede deducirse de qué modo había bebido. Igualmente, la oración pone fin al banquete [325]. Entonces se marchan agrupados, no en catervas de malhechores, ni en pandillas de libertinos, sino con tenor modesto e intachable, como es propio no de quienes han tomado un banquete, sino una enseñanza.

Ciertamente, esta asamblea de los cristianos es con razón ilícita, si se asemeja a las ilícitas; ciertamente, con razón condenable, si no se distingue de las condenables, si alguien la denuncia por el mismo título por el que se plantea querella contra las facciones.

¿Cuándo nos hemos reunido para la perdición de alguien? Somos lo mismo congregados que dispersos: lo mismo todos juntos que cada uno por separado a nadie hacemos daño, a nadie contristamos. Cuando se reúnen los buenos y los virtuosos, cuando se congregan los piadosos y los puros, no hay que hablar de facción, sino de curia [326].



[310] Corpus sumus: señala Waltzing, Cornent, al Apologético, París, 1931, ad loc., que Tertuliano emplea el término corpus aquí en sentido general, no jurídico; y que evita en todo momento el uso de la palabra collegium, que designaba a las corporaciones autorizadas (vid. supra, n. 303). En cambio, Gaudemet, Le droit romain dans la littérature chrétienne occidentale, du II au Ve siècle, Milán, 1978, piensa que está tomado directamente de la lengua jurídica. Fredouille, Rev. Êt. Aug. 25 (1979), 297, plantea la cuestión insinuando que la palabra corpus aquí refleja más bien influencias literarias (corpus rei publicae en Cicerón y Livio) y neotestamentarias (Iglesia, Cuerpo de Cristo). Por su parte, R. Braun afirma que no puede dudarse de que en el fondo de este pasaje está la imagen paulina de la Iglesia Cuerpo de Cristo (cf. Deus Christianorum, pág. 305, n. 3). Más recientemente, M. Sordi, The christians and the Roman Empire, Londres-Nueva York, 1994, págs. 182-184, ha puesto de relieve que la descripción que hace Tertuliano en este capítulo sobre la organización de las comunidades cristianas se adapta exactamente a los collegia religionis causae legitimados por disposición de Septimio Severo (Dig. 47,22,1,1).

[311] Vid. supra 32, 1.

[312] Se llama así a la cantidad que debían desembolsar los magistrados locales al ser elegidos y que se empleaba en la celebración de juegos y banquetes, distribución de víveres, etc.

[313] Cf. Jn., 1,12-13; San Paulo, Romanos 8,14-17; Efesios 1-5; IJn 3,1.

[314] Cf. Hechos Apósl. 4, 32-37.

[315] Cf. Platón, Sobré la rep. V 457c-d. Sin duda la teoría dio lugar a una leyenda de la que el único testimonio que se conserva es éste de Tertuliano.

[316] Nada de esto se refleja en la biografía redactada por Plutarco.

[317] Este dicho, famoso en la Antigüedad, se atribuye a diferentes filósofos: Empédocles (Dióo. Laercio, Vidas de los filósofos VIII 7, 63) y Platón (cf, Eliano, Miscelánea histórica 12, 29) lo aplicaron a los habitantes de Agrigento.

[318] Son palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña; cf. Mt 7,3 y Lc 6,41-42.

[319] Los banquetes de los salios eran famosos por su suntuosidad; cf. Hor., Odas 137,1-4. Sobre los salios, vid. supra 10,7 y 26,2.

[320] Sobre la décima ofrecida a Hércules y los banquetes que se celebraban en estos sacrificios, vid.supra 14,1.

[321] Las Apaturias eran fiestas que celebraban en Atenas las fratrías; las Dionisíacas eran las fiestas de Baco, también en Atenas; los misterios áticos se celebraban en Eleusis en honor de Deméter y Perséfone (cf. supra 1,6).

[322] Sérapis es un dios egipcio conocido también como Osiris.

[323] Agápe.

[324] La figura del parásito es un tipo que conocemos bien por las comedias de Plauto y de Terencio; puede verse sobre este particular, C. Castillo, «El tipo del parásito en la Comedia Romana», Athlon... in hon. F. R. Adrados, Madrid, 1987, págs. 173-182.

[325] Comenta Waltzing (ad loc.) que el banquete aquí descrito no es el banquete eucarístico que describe San Justino, Apol. 167, 4; aunque hace notar que es posible que Tertuliano haya querido omitir lo que los paganos no hubieran podido entender.

[326] Parece claro que la palabra curia se refiere aquí a las curias locales (en municipios y colonias), cuya existencia está originariamente ligada a la función electoral; su mención es especialmente frecuente en las provincias africanas. A partir de la segunda mitad del s. II, su actividad ya se ha desligado de la vida política y su función parece reducida a erigir estatuas a personajes públicos y monumentos funerarios. Las curias gozaban de la autonomía propia de una persona jurídica: tenían edificios de su propiedad en los que celebraban sus reuniones, y una caja común (vid. M. Gervasio, en Diz. Epigr. de Ruggiero, t, II, s.v. curia).

[40] En cambio, hay que aplicar el nombre de facción a los que conspiran, induciendo al odio contra los buenos y honrados; a quienes piden a gritos la sangre de los inocentes, poniendo como excusa de su odio también una vaciedad: la de considerar que todos los desastres públicos, todas las desgracias del pueblo, desde el comienzo de los tiempos, tienen como causa a los cristianos.

Si el Tíber inunda las murallas, si el Nilo no inunda los campos, si el cielo se para, si la tierra tiembla; si hay hambre, si hay epidemias, enseguida: «¡Cristianos al león!» ¿Tantos para uno sólo? [327]. Os pregunto: antes de Tiberio, es decir, antes de la venida de Cristo, ¿cuántas calamidades cayeron sobre el orbe y la urbe? Leemos que las islas de Hiera, Anafe y Délos, y Rodas y Cos, se hundieron con muchos miles de hombres [328]. Dice también Platón que un territorio mayor que Asia o África desapareció en el mar Atlántico [329]; y un terremoto se tragó el mar de Corinto [330] y la fuerza de las olas separó una parte de Lucarna, convirtiéndola en Sicilia [331]. Cierto que estas cosas no pudieron acontecer sin daño de los habitantes. Pero ¿dónde estaban entonces, no diré ya los cristianos que desprecian a vuestros dioses, sino los mismos dioses vuestros, cuando un cataclismo destruyó el orbe entero, o —como pensó Platón— solamente las llanuras? [332].

Son, en efecto, posteriores ellos a la calamidad del diluvio, como lo atestiguan las propias ciudades en las que han nacido y vivido, y también las que fundaron, pues no permanecerían hasta el día de hoy si no fueran posteriores a aquella calamidad. Todavía no había recibido Palestina a la multitud de los judíos a la vuelta de Egipto, ni tampoco se había establecido ya allí el que iba a ser origen del pueblo cristiano [333], cuando una lluvia de fuego abrasó Sodoma y Gomorra, regiones limítrofes [334]. Todavía huele la tierra a humo, y si algún ñuto de los árboles hay allí, se ofrecen sólo a la vista, porque al tocarlos se convierten en ceniza. Tampoco la Toscana y Campania se quejaban todavía de los cristianos, cuando un fuego del cielo cubrió Bolsena [335], y el procedente de su propio monte a Pompeya [336]. Todavía nadie adoraba en Roma al verdadero Dios, cuando Aníbal junto a Cannas, medía por moyos los anillos de los romanos, después de hacer una carnicería [337]. Todos vuestros dioses eran adorados por todos, cuando los sénones ocuparon el mismo Capitolio [338]. Y felizmente, si alguna adversidad aconteció a las ciudades, el desastre lo sufrieron tanto los templos como las murallas, de forma que tendré que concluir de ello que las desgracias no procedían de los dioses, cuando a ellos mismos les ocurrió también algo semejante.

Siempre el género humano se portó mal con Dios: primero, al no cumplir sus deberes para con Él; aunque lo conocía parcialmente, no sólo no lo buscó para reverenciarle, sino que pronto se inventó otros a quienes dar culto; en segundo término, porque al no buscar un maestro para la buena conducta, ni un juez fiscalizador de la mala, creció en todo tipo de vicios y crímenes. Por lo demás, si lo hubiera buscado, hubiera llegado a conocer lo buscado, y —conociéndolo— se hubiera sometido a Él, y después de someterse, hubiera experimentado su benevolencia en vez de su cólera. Así pues, ahora debe saber que el que está ofendido es el mismo que siempre lo estuvo, antes de que existiera el nombre de cristiano. Gozaba de sus beneficios, que le concedía antes de que él se inventara dioses. ¿Por qué no va a entender que los males vienen igualmente de Aquel a quien no quiso reconocer como benefactor? El género humano es deudor de Aquel con quien ha sido también ingrato. Y sin embargo, si comparáramos con las calamidades antiguas, son más leves las que ahora acontecen, desde que el mundo ha recibido a los cristianos, que vienen de Dios [339]. Pues desde entonces, la integridad ha atemperado las iniquidades del siglo y ha empezado a haber intercesores ante Dios.

Y, por último, cuando unos inviernos estivales hacen cesar las lluvias y sobreviene la preocupación por la cosecha, vosotros, diariamente bien alimentados y dispuestos a comer, llenando constantemente los baños, tabernas y buréeles, ofrecéis sacrificios impetratorios a Júpiter [340], ordenáis al pueblo procesiones a pie descalzo [341], buscáis el cielo en el Capitolio, esperáis las nubes mirando a los artesonados, vueltos de espaldas a Dios y al cielo. En cambio nosotros, secos por los ajamos y exprimidos por todo tipo de continencia, apartados de todo goce, revoleándonos en saco y ceniza, importunamos al cielo, conmovemos a Dios, y, cuando le hemos arrancado misericordia, ¡vosotros honráis a Júpiter y dejáis de lado a Dios!



[327] Nótese la eficacia de la expresión irónica tras la enumeración exhaustiva y antitética seguida de la reproducción del grito de la plebe

[328] Hiera se identifica con la actual Vulcanello, una de las islas Lipari, al NO de Sicilia; Anafe y Délos forman parte de las islas Cicladas, en el Mar Egeo; Cos y Rodas junto a las costas del Asia Menor; todas ellas, excepto Cos, son mencionadas por Plinio, Hist. Nat. II 89, 202, entre las que emergieron a consecuencia de un terremoto. Tertuliano debía de recordar mal el texto pliniano y dice que se sumergieron (pessum abisse).

[329] La Atlántida; cf. Timeo 24e-25.

[330] Cf. Plin., Hist. Nat. II94,206.

[331] Cf. Plin., Hist. Nat. 1189,203.

[332] El diluvio universal; cf. Gén., 6 y Platón, Timeo 22d.

[333] El final del éxodo y la entrada de los judíos en Palestina, bajo la guia de Josué, se sitúa entre los años 1220 y 1200 a. C.

[334] Sodoma y Gomorra fueron destruidas por una lluvia de fuego y azufre; cf. Gén., 19, 24; TÁc., Hist: V 7, 2.

[335] Ciudad etrusca; cf. Plin., Hist. Nat. II53,139.

[336] De suo monte: el Vesubio; a. 79 d. C.

[337] Dice Livio (XXIII12, 1) que tras la batalla de Cannas (año 216 a. C.) Magón pronunció un discurso en el senado de Cartago, exaltando la victoria obtenida, y que, para confirmar sus palabras, ordenó esparcir en el vestíbulo los anillos de oro (símbolo de la dignidad ecuestre): qui tantus acervus fuit ut metientibus dimidium supra tres modios explesse sint quidam auctores. Como se ve, el historiador no asume plenamente el relato.

[338] Los galos fueron rechazados en el arx Capitolina. Sobre la ocupación de Roma en el año 390 a. C., cf. Tito Liv. V 43, 3.

[339] La idea está también en Justino, II Apol. 7, 1.

[340] Aquilicia es un término que se encuentra sólo aquí y en Festo (Aquaelicium), que explica Su significado: «agua de lluvia utilizada para ciertos remedios» (Sobre el significado de las palabras, pág. 2, ed. Lindsay).

[341] Los nudipedalia eran procesiones organizadas por los pontífices para implorar a Júpiter la lluvia; iban seguidos por las matronas descalzas; venían después los magistrados con sus insignias y la masa del pueblo (cf. PfiTR., Sal. 44,18).

[41] Vosotros sois, pues, los peligrosos para la actividad humana; vosotros siempre los que atraéis las calamidades públicas; vosotros, que despreciáis a Dios y adoráis estatuas. Porque, necesariamente, debe tenerse por más creíble que se enoje el que es despreciado y no aquellos a quienes se venera.

Pero, verdaderamente, son enormemente injustos vuestros dioses, que —por culpa de los cristianos— perjudican a sus propios partidarios, a los que deberían librar de los castigos merecidos por los cristianos. «Ese argumento» —decís-— «puede volverse contra vuestro Dios, puesto que también Él soporta que sus partidarios sean perjudicados por culpa de los impíos».

Aceptad primero su plan y no retorceréis los argumentos. Pues el que reservó de una vez para siempre el juicio eterno para después del fin del mundo, no anticipa la distinción —que es condición del juicio— haciéndola antes del fin del mundo. Entre tanto, es igual respecto a todo el género humano: complaciente unas veces, riguroso otras, quiso que fueran compartidos los beneficios con los infieles y los daños con los suyos, de forma que de igual suerte experimentáramos todos su condescendencia y su severidad [342].

Quienes hemos aprendido esto de él, amamos la condescendencia y tememos la severidad; vosotros, en cambio, despreciáis una y otra; por tanto, para nosotros todos los males del siglo vienen de Dios, si acaso, como advertencia; para vosotros, como castigo.

Por lo demás, nosotros en modo alguno nos sentimos perjudicados: en primer término, porque nada nos importa de esta vida más que salir de ella cuanto antes; en segundo lugar, porque si descarga sobre nosotros alguna adversidad, se os debe imputar a vosotros, que la habéis merecido; e incluso si algunas también nos afectan por estar estrechamente unidos a vosotros, nos alegramos, al reconocer las profecías divinas que confirman la confianza y la fe que tenemos en lo que esperamos.

Pero si, en cambio, a vosotros os vienen, de parte de aquellos a quienes veneráis, todos los males por causa nuestra, ¿por qué los seguís venerando, si son tan desagradecidos y tan injustos, si deberían protegeros y sosteneros cuando sufren los cristianos?



[342] Cf. Mt 5,45: «Que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores».

[42] Pero aún se nos acusa por otro capítulo de daños: se dice que también somos improductivos para los negocios [343]. ¿Cómo así, unos hombres que viven con vosotros, con el mismo alimento, vestido, género de vida y las mismas necesidades vitales? Porque no somos brahmanes o gimnosofistas de la India [344], salvajes, ni proscritos de la vida. Recordamos que debemos agradecimiento a Dios, Señor Creador [345]; no rechazamos ningún fruto de sus obras; sencillamente, nos moderamos para no usar de ellos sin medida o equivocadamente. Así pues, cohabitamos en este mundo sin prescindir del foro, ni del mercado, ni de los baños, ni de las tiendas, talleres, posadas, ferias y demás formas de intercambio. Navegamos también nosotros con vosotros, y con vosotros hacemos la milicia y cultivamos el campo y comerciamos [346]. Por tanto, compartimos los oficios y ponemos nuestros productos a vuestro servicio. No sé de qué forma podemos parecer improductivos para vuestros negocios, con los que y de los que vivimos.

Y, aunque no frecuente tus ceremonias festivas, también en aquel día soy un hombre. No me lavo al alba en las Saturnales para no perder la noche a la vez que el día [347], pero me lavo a una hora normal y sana, que me conserva el calor y el color; cuando me muera ya puedo enfriarme y palidecer tras el baño [348]. No ceno en público en las Liberales, porque es costumbre de bestiarios que toman su última cena [349]; pero dondequiera que cene, ceno de los recursos que tú proporcionas. No compro una corona para ceñirme la cabeza [350]: ¿Qué te importa a ti, una vez que compro flores, cómo las uso? Me parecen más agradables sueltas, sin atar, diseminadas aquí y allá: pero también si están apretadas en una corona, aspiramos la fragancia por la nariz; ¡Allá se las arreglen los que quieran perfumarse la cabellera! No acudimos a los espectáculos, pero, si deseo las cosas que se venden en esas reuniones, las tomo con más libertad en sus lugares propios. Incienso, ciertamente, no compramos [351]; si se quejan las Arabias, sepan los sabeos que sus mercancías sirven más, y más caras, para sepultar a los cristianos que para ahumar a los dioses.

«Ciertamente» —decís— «las rentas de los templos amenguan por días». ¿Ya echa cada cual su óbolo? [352]. Porque nosotros no alcanzamos a socorrer a los hombres y además a vuestros dioses mendicantes, y pensamos que no cabe dar limosna más que a quienes la piden. En suma: ¡Que extienda Júpiter su mano y recibirá! Entretanto nuestra compasión gasta más de barrio en barrio que vuestra religiosidad de templo en templo.

«Pero también los restantes tributos se ven perjudicados». Ya está bien si los restantes agradecen a los cristianos el que paguen fielmente lo que deben, ya que nos guardamos de defraudar lo ajeno; de forma que si se calculara cuánto pierde la hacienda por el fraude y el engaño de vuestras declaraciones, fácilmente se podrían hacer las cuentas, compensada la reclamación que hacéis de un único aspecto, por la seguridad que ofrecen los demás capítulos.



[343] Se inicia aquí la defensa contra la acusación de inutilidad para la sociedad; este apartado abarca esté capítulo y el siguiente. Responde seguramente al discurso escrito por Celso hacia el año 180, en el que se acusaba a los cristianos de ser ajenos a los problemas del momento, e inútiles a la colectividad. Conocemos el contenido de la obra de Celso a través de lo que de ella dice Orígenes, en la apología compuesta hacia 246. Sobre el tema de la economía y el comercio en las primeras comunidades cristianas puede verse H. J. Drexhage, Rom. Quartalschrift filr christliche Altertumskunde u. Kirchengeschichte, 76, 1981, págs. 1-72, reseñado por P. Petitmengin enRev. Ét. Aug. 28 (1982), 295.

[344] El término ‘gimnosofista’ (sabio semidesnudoj lo aplicaban los antiguos a la casta de los brahmanes, refiriéndose á su vida de anacoretas, vestidos de pieles y alimentándose exclusivamente de vegetales. Cf. Estrabón, XV 59; Tolomeo, VII1, 74 llama a los brahmanes «magos».

[345] La fórmula Deus Dominus, que antepone la divinidad al atributo del poder, es quizá creación de Tertuliano, que la usa con preferencia a la bíblica: Dominus Deus; en el mismo orden empleado por Tertuliano la encontramos en un epígrafe africano del monte Massuf, CIL VIII 10969, 1 (cf. R,Braun, Deus Chrisíianorum, pág. 96, n. 4).

[346] Según J. C. Fredouille, Tertuliano pone de relieve la participación activa de los cristianos en la política económica y social de los emperadores. Vid. Mélanges Wuilleumier, París, 1980, págs. 129-132. Más tarde, en sus obras montanistas, adopta una postura rigorista respecto a la participación en la milicia. Cf. Sobre la corona 11,1-4.

[347] La costumbre romana era tomar un baño antes de la comida principal. El banquete se celebraba muy temprano en las fiestas de las Saturnales (17 al 23 de diciembre), con lo que el baño debía adelantarse a muy primera hora de la mañana.

[348] Se refiere al baño mortuorio.

[349] Las Liberales, en honor de Líber (Baco) se celebraban el 17 de marzo. De la cena ofrecida a los condenados a las fieras, llamada cena libera, hay referencia en la Pasión de Perpetua y Felicitas 17, prácticamente contemporánea a la redacción del Apologético.

[350] A esta costumbre dedica Tertuliano el tratado Sobre la corona del año 211, correspondiente ya a la época montanista; en él se prohíbe a los cristianos esta práctica.

[351] Sobre el incienso, vid. supra 30, 6. Los sabeos pertenecían a la llamada Arabia Félix, una de las tres partes en que estaba dividida esta península.

[352] Los visitantes de los templos ofrecían al dios una moneda: stips,

[43] Declararé quiénes, si acaso, pueden quejarse con razón de la improductividad de los cristianos: primero serán los alcahuetes, los corruptores, los correveidiles [353]; luego, los asesinos, envenenadores y hechiceros y además, los arúspices [354], los adivinos [355] y los astrólogos [356]. No dar ganancia a éstos es una gran ganancia. Por otra parte, vuestras pérdidas económicas por causa de los nuestros pueden compensarse con algún otro subsidio: ¿En cuánto valoráis, no digo ya el que echen de vosotros los demonios, no digo ya el que también ofrezcan ruegos por vosotros al Dios verdadero, porque quizá no lo creéis así, pero, y el hecho de que no podáis temer nada de ellos?



[353] Aquarioli: de nuevo utiliza Tertuliano un término desusado, cuyo significado aclara Festo: «innobles secuaces de mujeres impúdicas» (Sobre el significado de las palabras, pág. 20, ed. Lindsay).

[354] Sobre los arúspices, vid. supra 13, 7 y 35, 12.

[355] Harioli son adivinos ambulantes que decían la buenaventura.

[356] Mathematici se decía de los astrólogos caldeos; vid. supra 1,11 y 35,12.

[44] En cambio, nadie ve el daño público tan auténtico como grande; nadie advierte esta injusticia: que tantos justos seamos sacrificados, que tantos inocentes seamos inculpados.

Invocamos, pues, el testimonio de vuestra administración de justicia, a vosotros que a diario presidís juicios contra prisioneros, que examináis los informes pronunciando sentencias sobre ellos [357]. ¡Cuántos malhechores acusados de crímenes diversos pasan por vuestro tribunal! ¿Qué asesino, qué ratero, qué sacrilego o seductor o saqueador de bañistas [358] está allí registrado, que sea también cristiano? Por tanto, cuando se os presentan cristianos, por serlo, ¿quién de ellos se comporta como se le imputa por el hecho de llamarse así? De gente vuestra está siempre rebosante la cárcel, de los vuestros son los suspiros que exhalan constantemente las minas [359], a base de los vuestros se ceban las bestias [360], de los vuestros son los rebaños de criminales que los organizadores de espectáculos alimentan [361]. Nadie que esté allí es cristiano, a no ser que esté por esta sola razón; y si por otra, es que ya no es cristiano.



[357] Entiendo que elogia, usado aquí como término técnico del lenguaje jurídico, se refiere a los informes sobre un delito que se remiten al juicio del gobernador; cf. Dig. 48, 3, 6, 1 (Marciano, 2 Sobre los juicios públicos); 48, 3, 11,1 (Celso, 37 Dig.).

[358] Manticularius, también es un término explicado por Festo: «los que robaban bolsos (rateros)», (Sobre el significado de las palabras, pág. 118, ed. Lindsay). La expresión levantium praedo utilizada por Tertuliano equivale a la más usual ftíres balnearii, que se encuentra en un título del Digesto 47, 17,1.

[359] Personificación metonímica: son los condenados a trabajos forzados en las minas quienes suspiran por el esfuerzo realizado.

[360] Las fieras de los anfiteatros se alimentan de la carne de los condenados.

[361] Gladiadores y bestiarios, a quienes se proporciona abundante alimento, proceden en buena parte de los noxii.

[45] Por tanto, nosotros somos los únicos inocentes. ¿Y qué tiene de extraño si es necesariamente así? En efecto, es necesario. Instruidos por Dios respecto a la inocencia, por un lado la conocemos perfectamente puesto que nos ha sido revelada por un maestro perfecto; por otro, la guardamos fielmente puesto que nos ha sido impuesta por un juez al que no se puede despreciar.

A vosotros, en cambio, os ha enseñado la inocencia el juicio humano y os la ha impuesto una autoridad igualmente humana; por tanto, no tenéis una enseñanza ni plena ni tan respetable respecto a la verdadera inocencia. Cuanta es la competencia de un hombre para demostrar lo que es verdaderamente bueno, tanta es su autoridad para exigirlo; en la medida en que aquélla es capaz de equivocarse, ésta lo es de ser despreciada. Más aún: ¿Qué es más completo, decir «no matárás» o «no te enfades siquiera»? ¿Qué es más perfecto, prohibir el adulterio o apartar a uno hasta de la solitaria concupisciencia de los ojos? ¿Qué es más sabio, vedar el hacer mal o también el hablar mal? ¿Qué más ordenado, no permitir la injusticia o no tolerar ni la venganza? [362]. Con todo, sabed que también esas leyes vuestras, que parecen inducir a la inocencia, han tomado en préstamo su forma a la ley divina que es más antigua: hemos hablado ya de la antigüedad de Moisés [363].

Pero, ¿cuál es la autoridad de la leyes humanas, cuando ocurre que el hombre las burla frecuentemente, quedando en la sombra la mayor parte de los delitos, y algunas veces las viola porque quiere o porque se ve empujado? Pensad incluso en la brevedad del castigo: sea cual fuere, no permanecerá más allá de la muerte. Así, también Epicuro desprecia todo tormento y dolor, afirmando que el pequeño es ciertamente despreciable, y que el grande no dura mucho [364]. En cambio, nosotros, que somos juzgados por Dios que lo ve todo, y que sabemos de antemano que su castigo es eterno, somos con razón los únicos que buscamos la inocencia: porque la conocemos bien, por la dificultad de ocultamos y por la magnitud del castigo, no ya duradero sino eterno; por temor a Aquel a quien también el que juzga debe temer: tememos a Dios, no a un procónsul [365].



[362] Ejemplos de doctrina tomados del Sermón de la Montaña: Mt., 5, 21-22,27-28,38-48.

[363] Sobre la antigüedad de la Escritura, vid. supra, cap. 19.

[364] Doctrina reproducida por Cicerón, Del supremo bien y del supremo mal II 7,22; Tuse. II19,44.

[365] Procónsul es el título que corresponde a los gobernadores de provincias senatoriales, como lo era el África Proconsular, con capital en Carthago.

[46] Hemos resistido, según creo, al intento de todas las acusaciones que reclaman la sangre de los cristianos; hemos hecho ver claramente nuestra condición y por qué razones podemos probar que la realidad es como hemos dicho: a saber, por la confianza que merece la Sagrada Escritura y por su antigüedad y, en segundo término, por el testimonio de los poderes espirituales [366]. ¿Quién se atreverá, pues, a desmentimos, no manipulando palabras, sino del mismo modo que hemos argumentado, es decir, con la verdad?

Y, a pesar de que se hace patente a cada uno nuestra verdad, no obstante, la incredulidad, aunque se ve cercada por la bondad de esta escuela —conocida a través de sus formas de vida—, considera que de ningún modo se trata de un asunto divino, sino más bien de una doctrina filosófica [367]. «Son las mismas cosas» —dicen— «que enseñan y profesan los filósofos: la inocencia, la justicia, la paciencia, la sobriedad, el decoro». ¿Por qué, entonces, si nos asemejan en la doctrina no nos igualan en cuanto a la libertad e inmunidad de la doctrina? ¿Por qué no se les obliga también a ellos, si son nuestros iguales, a unos deberes que nosotros no podemos descuidar sin ponemos en peligro de muerte? En efecto, ¿quién fuerza a un filósofo a sacrificar, a jurar [368], o a exponer en pleno día lámparas inútiles? [369]. Y aún más: no sólo desmienten abiertamente a vuestros dioses, sino que en sus explicaciones recriminan las supersticiones públicas mientras vosotros los alabáis. La mayor parte, incluso, braman contra los emperadores [370], y vosotros los aguantáis y se les paga con estatuas y honorarios en vez de condenarlos a las fieras.

Pero ¡es natural!, puesto que se llaman «filósofos», no «cristianos». Los demonios no huyen ante el nombre de «filósofos». ¿Por qué? Porque los filósofos ponen a los demonios en segundo lugar, detrás de los dioses [371]. Hay una frase de Sócrates que dice: «Con tal que mi demonio lo permita» y, el mismo que captaba algo de la verdad, puesto que negaba a los dioses, mandaba sin embargo, ya al fin de su vida, sacrificar una gallina a Esculapio según creo para honrar a su padre Apolo, porque éste vaticinó que Sócrates era el más sabio de los hombres [372]. ¡Desconsiderado Apolo, que dio testimonio de la sabiduría de un hombre que negaba la existencia de los dioses! La verdad enciende el odio en la misma medida en que produce disgusto a quien le da crédito; en cambio, quien la adultera y disimula, precisamente por este motivo, se gana el favor de los que la persiguen. Los filósofos que se burlan de ella y la desprecian, portándose como enemigos suyos, simulan la verdad, y, al simularla, la destruyen porque van tras la gloria; los cristianos, necesariamente la buscan, y la ofrecen íntegramente, puesto que se preocupan de su salvación.

Por tanto, no nos igualamos —como pensáis— ni en la ciencia ni en la doctrina. Pues aquel Tales, el primer físico [373], ¿qué cosa cierta le contestó a Creso cuando éste le preguntó por la divinidad, eludiendo muchas veces la respuesta con el pretexto de deliberar? [374]. Cualquier artesano cristiano encuentra a Dios y lo da a conocer y, por tanto, todo lo que se le pregunta acerca de Dios, también con la realidad de su verdad lo suscribe; aunque Platón afirme que al artífice del universo no se le encuentra fácilmente y que, una vez encontrado, es difícil transmitirlo a todos [375].

Por lo demás, si se nos desafía en el ámbito de la honestidad, leo parte de la sentencia ática contra Sócrates: lo declara corruptor de la juventud [376]. Un cristiano tampoco cambia de mujer para satisfacer el sexo. Sé de Friné, la meretriz, que se sometió a la pasión de Diógenes [377]. Oigo también que un tal Espeusipo, de la escuela de Platón, encontró la muerte sorprendido en acto de adulterio [378]. El cristiano nace varón sólo para su esposa. Demócrito, que se produjo a sí mismo la ceguera porque no podía ver a las mujeres sin sentir concupiscencia y sufría si no podía gozar de ellas, pone de manifiesto su incontinencia con este remedio [379]; en cambio, el cristiano, conservando los ojos, no ve a las mujeres: su ánimo está ciego a la pasión. Si tengo que hacer la defensa de la buena conducta, mira cómo Diógenes pisotea con los pies llenos de barro los soberbios cojines de Platón, con otra forma de soberbia [380]; el cristiano no muestra una soberbia ultrajante ni siquiera frente a los pobres. Si tengo que debatir sobre la modestia, mira a Pitágoras que aspira a la tiranía entre los turios [381]; y a Zenón, entre los prienenses [382]; el cristiano, en cambio, no ambiciona ni siquiera la edilidad [383]. Si tengo que discutir sobre el equilibrio de espíritu: Licurgo quiso dejarse morir de hambre porque los lacedemonios habían enmendado sus leyes [384]; el cristiano, aun cuando se le condena, da las gracias. Si voy a comparar la honradez: Anaxágoras negó un depósito hecho por sus huéspedes [385]; el cristiano es llamado «fiel» incluso por los extraños. Si se trata de hablar sobre la lealtad: Aristóteles desplazó a Hermias que era su amigo, humillándolo [386]; el cristiano no hace daño ni a su enemigo. El mismo Aristóteles adulaba tan indecorosamente a Alejandro, al que debía más bien dirigir [387], como Platón se vendía a Dionisio por una buena comida [388]. Aristipo, vestido de púrpura, bajo una apariencia de gran gravedad, vivió en la disipación [389], e Hipias fue asesinado cuando tramaba asechanzas contra su ciudad [390]; una cosa así no la intentó jamás un cristiano en favor de los suyos, deshechos por toda clase de atrocidades.

Pero dirá alguien que también entre los nuestros alguno se apartará de las reglas de la disciplina. Sí, pero dejan de ser tenidos por cristianos entre nosotros. En cambio, aquellos filósofos, a pesar de tales actos, siguen teniendo entre vosotros el nombre y el honor de sabios. Así pues, ¿en qué se asemejan el filósofo y el cristiano, el discípulo de Grecia y el del cielo, el que negocia por la fama y el que negocia por la salud de su vida, el que tiene sólo palabras y el que actúa, el que construye y el que destruye, el que corrompe la verdad y el que la restablece, el que la roba y el que la custodia?



[366] Resume en este párrafo Tertuliano el contenido de los capítulos 7-45.

[367] Se introduce ahora un paralelo antitético entre doctrina y filosofía que abarca este capítulo y el siguiente.

[368] Respecto a la acusación de no ofrecer sacrificios, vid. supra, cap. 27; jurar por el genio del emperador, cf. supra 28, 4.

[369] Respecto a las lámparas superfluas, cf. supra 35, 4.

[370] Alude a los filósofos cínicos.

[371] Respecto a los demonios, vid. supra, cap. 22.

[372] La anécdota está ampliamente extendida en la tradición literaria (cf. PLAT., Apol. 21a; JENOF,,Apol. 15; DIÓG. LAERCIO, II 37; Cíe., Sobre la vejez 21,78). Tertuliano alude a ella también en A los gentiles II2,12.

[373] Tales de Mileto vivió del 624 al 547 a. C.; fiindó la escuela jonia, que se proponía explicar los orígenes del mundo, de ahí el nombre de "físicos".

[374] CICERÓN (Sobre la naturaleza de los dioses I 22, 60) atribuye la anécdota a Hierón de Siracusa y al poeta Simónides; Tertuliano da esta otra referencia atribuida a Craso y a Tales, también en A los gentiles 11 2,11.

[375] PLATÓN, Timeo 28c; JUSTINO, Apol. II10,6, cita también este pasaje.

[376] Cf. JENOFONTE·, Apol. 10.

[377] Vid. supra 13, 9, donde el nombre de Friné se une al de Lais; la tradición (Luciano, Hist. verdaderas II, ed. Harmon, pág. 321; Ateneo, Banquete de los eruditos XIII 588d-e) habla de la relación de Diógenes el cínico con Lais, pero no con Friné; quizá Tertuliano las ha confundido.

[378] También aquí hay un error: Espeusipo (ca. 407-339 a.C.), discípulo de Platón, a quien sucedió en la dirección de la Academia, se suicidó siendo ya anciano (cf. Dióg. Laercio, IV 1, 3).

[379] Demócrito de Abdera vivió entre los años 460 y 350 a. C.; desarrolló y vulgarizó la doctrina atomista. La tradición dice que se privó de la vista para no distraerse de su meditación filosófica: Cicerón Sobre el supremo... V 29, 87, Tuse. V 39, 114) duda de la veracidad de la tradición, y Aulo Gnr.io (Noches áticas X 17, 1) añade que Laberio, en uno de sus mimos, atribuyó la ceguera voluntaria a otra causa; los versos de Laberio dicen que no quería ver cómo les iba bien a los malos ciudadanos; por su parte, Plutarco desmiente la anécdota (Obras morales VI, Sobre la curiosidad 521d) y Tertuliano la altera.

[380] La anécdota procede de Diógenes Laercio, V12,26.

[381] Pitágoras había nacido en Samos a comienzos del s. vi a. C.; más tarde se había establecido en Crotona, ciudad de la Magna Grecia. Tertuliano confunde aquí Crotona con Thuñi, otra colonia de la Magna Grecia, en la que, según Dióoenes Laercio (VIII 1; X 3), dio leyes a sus habitantes y se hizo famoso.

[382] Ninguno de los tres filósofos que llevan este nombre —Zenón de Elea, Zenón de Citio, Zenón de Sidon— fue tirano en Priene.

[383] El edil es un magistrado municipal, de dignidad inferior a la de los duoviri,

[384] Sobre esta leyenda, vid, supra 4,6.

[385] Anaxágoras de Clazómenas vivió a comienzos del s. v a. C.; fue el último gran filósofo de la escuela jónica.

[386] Aristóteles, discípulo de Platón y fundador de la escuela peripatética, nació en Macedonia, a. 384 a. C. El relato de Dióoenes Laercio dice que se casó con la mujer de Hernias, permitiéndolo éste (V 1, 3-4).

[387] Filipo de Macedonia había confiado a Aristóteles la educación de su hijo Alejandro; la acusación parece tomada de Taciano, Discurso a los griegos 2.

[388] Tertuliano se hace eco de una habladuría que recoge Taciano, l. c.

[389] Aristipo es el fundador de la escuela hedonista; nació en Cirene hacia 435 a. C. Tertuliano sigue aquí también a Taciano, l. c.

[390] Parece que Tertuliano atribuye a Hipias, el sofista contemporáneo de Sócrates, el intento que corresponde a su homónimo, hijo y sucesor del tirano Pisístrato, que —expulsado de Atenas en a. C.— 510 se refugió en la corte de Darío, rey de Persia. No se tiene noticia de que fuera asesinado; sí lo fue en cambio su hermano Hiparco. Pero la fuldense da Ycthyas y el parisino icthydias, lo que ha llevado a A. R. Barrite a proponer la identificación del personaje aquí mencionado con el filósofo lefias, discípulo de Euclides, a quien Diógenes el cínico dedicó un Diálogo (Dióg. Laercio, II 10,112).

[47] Aquí, incluso me favorece la antigüedad, ya establecida, de la Sagrada Escritura [391]: de modo que fácilmente se admita que ha sido un tesoro para toda la sabiduría posterior. Y si no me atemperara la amplitud que ya tiene este volumen, me hubiera extendido también en esta argumentación.

¿Qué poeta, qué sofista, qué profeta no ha bebido en esta fuente? De ahí regaron también los filósofos la sequedad de su talento; de manera que lo que han tomado de nosotros es lo que nos asemeja a ellos. Seguramente por eso, algunos han borrado también la filosofía de sus leyes: me refiero a los tebanos, a los espartanos y a los de Argos [392]. Al acercarse a nuestros escritos unos hombres sólo deseosos, como dijimos, de gloria y de elocuencia, todo lo que —gracias a su curiosidad— encontraron en nuestros libros lo han plagiado en sus propias obras; y al no creer que fueran palabras divinas, no se cohibieron de interpolarlas, ni tampoco las comprendieron totalmente —ya que por entonces estaban aún veladas y como cubiertas de sombra aun para los mismos judíos—, aunque las daban como cosa propia. Y, por otra parte, cuanto mayor era la simplicidad de la verdad, tanto más la rehusaba la susceptibilidad humana, negándole la fe; con lo que convirtieron en incierto incluso lo que habían encontrado como cierto.

Pues, habiendo encontrado a Dios, sin más, no lo transmitieron como lo habían encontrado, sino que discuten acerca de su modo de ser, de su naturaleza y de su morada. Unos aseguran que es incorporal; otros, que es corporal: así, los platónicos y los estoicos [393]; otros que está compuesto de átomos, otros de números: así, Epicuro [394] y Pitágoras [395]; otros, que es de fuego: así le pareció a Heráclito [396]; y mientras por un lado los platónicos dicen que se cuida de las cosas, por otro los epicúreos lo tienen por ocioso y despreocupado y —por así decir— ausente en los asuntos humanos. Los estoicos por su parte lo situaron fuera del mundo y haciendo girar esta mole desde fuera, al modo del alfarero; dentro del mundo lo pusieron los platónicos, entendiendo que, como un timonel, permanece dentro del barco que dirige. Así difieren también en lo que respecta al mundo: acerca de si ha sido creado o no, de si tendrá fin o permanecerá [397]; así también acerca de la naturaleza del alma, a la que unos consideran divina y eterna y otros disoluble: cada cual añade o cambia según le parece [398].

Y no es extraño que las mentes de los filósofos hayan desfigurado un documento antiguo: algunos hombres de esta ralea han adulterado incluso la literatura nuestra más reciente, adaptándola según sus propias opiniones a las doctrinas filosóficas, y de un único camino han salido una multitud de senderos desviados e inextricables. Hacemos constar esto para que nadie piense que la conocida variedad de los seguidores de nuestra doctrina nos iguala también a los filósofos, y extraiga de esta variedad una falsa conclusión. Claramente indicamos a los que falsean nuestra doctrina que la regla de la verdad es la que procede de Cristo y ha sido transmitida por quienes le acompañaron: se puede demostrar que estas innovaciones son ciertamente posteriores a ellos [399]. Todo lo que se opone a la verdad ha sido construido a partir de la propia verdad, y son los espíritus del error quienes han operado esta transformación. Ellos han construido semejantes falsificaciones sobre la doctrina de salvación; ellos han introducido incluso fábulas para debilitar la fe en la verdad por su parecido con ella, o incluso para atribuirse ellas mismas la fe. Consiguen con ello que se piense que no debe creerse a los cristianos, como tampoco a los poetas ni a los filósofos, o incluso que se llegue a pensar que son más dignos de crédito los poetas y los filósofos porque no son cristianos. Así pues, somos objeto de burla porque anunciamos que Dios va a juzgar [400]. También los filósofos y los poetas sitúan un tribunal en los infiernos. Y si amenazamos con la gehenna, que es un depósito subterráneo de fuego misterioso puesto para castigo, por esta razón se carcajean de nosotros; pues también el Piriflegetonte es un rio en la morada de los muertos. Y si hablamos del paraíso, lugar de gozo divino destinado a recibir los espíritus de los santos, separado del contacto con el orbe común por una especie de muralla de fuego, los Campos Elíseos han ocupado su lugar en la creencia generalizada [401].

¿De dónde —os pregunto— estas semejanzas con los filósofos y los poetas? Exclusivamente de nuestras creencías: pues, si provienen de nuestras creencias como de su fuente, son por tanto más verídicas y dignas de crédito estas creencias nuestras, cuya copia ha conseguido también credibilidad [402]. Y, si se piensa que provienen de su imaginación, resultará que nuestras creencias [403] serán tenidas por copia de lo posterior, cosa que no se atiene a la realidad porque jamás la sombra ha precedido al cuerpo ni la copia al original.



[391] El término /literatura, usado ya por Varrón y Cicerón, tiene aquí un significado nuevo (cf. Braun, Deus Christianorum, pág. 460). Sobre la antigüedad de la Escritura, vid. supra, cap. 19.

[392] Para este párrafo y el siguiente, Tertuliano se ha inspirado probablemente en Taciano, Discurso a los griegos 40.

[393] Platón afirma que es incorpóreo (Timeo 51a), como recoge Ctcerón: «(Platón) dice que Dios carece de cuerpo, que es —como dicen los griegos— asomaton» (Sobre la naturaleza... 112, 30). Los estoicos, en cambio, lo creen material (cf. Tert., Sobre la defensa contra los herejes 7, 4: «y cuando la materia se equipara con Dios, es doctrina de Zenón»), La referencia a la variedad de las doctrinas filosóficas coincide con Varrón, Antigüedades..., ftag. 8, ed. Cardauns.

[394] Epicuro (cf. suprd 45, 6) adopta la teoría materialista del atomismo, inventada por Leucipo y desarrollada por Demócrito.

[395] Para Pitágoras (cf. supra 46,13) el número es el principio de todo.

[396] Sobre Heráclito, vid. supra 46, 8.

[397] Para Platón, el mundo creado por Dios es eterno (Timeo 32c y 41b); según Epicuro, perecerá al desunirse los átomos.

[398] La doctrina platónica de la inmortalidad del alma está expuesta en el Fedón. Según Epicuro, se disuelve al deshacerse el cuerpo. En el tratado Sobre el alma, escrito entre los años 210 y 213, expone Tertuliano sus ideas acerca del origen y naturaleza del alma. Para referirse a la naturaleza del alma, ha usado aquí Tertuliano el término status, lo que constituye un neologismo semántico (cf. Braun, Deus Christianomm, pág. 207, n. 1).

[399] Puede verse aquí ya el anuncio de las ideas que Tertuliano desarrollará en el tratado Sobre la defensa contra los herejes.

[400] Aquí, como en otros lugares del Apologético, Tertuliano emplea el verbo praedico o el sustantivo praedictio para referirse al anuncio del juicio final; es cristiano el significado de ‘profecía’, aunque la palabra es muy antigua. Tertuliano evita en esta obra recurrir al préstamo prophetia; vid. al respecto, Braun, Deus Christianorum, pág. 431, n. 3.

[401] Sobre el Piriflegetonte, cuyas aguas en llamas rodean al Tártaro y lo separan de los Campos Elíseos, morada de los justos, vid, la descripción de Virgilio, Eneida VI 548-552.

[402] A lo largo de este capítulo, Tertuliano se muestra partidario de la antigua teoría del judaismo alejandrino, según la cual los grandes escritores paganos habrían conocido el Antiguo Testamento. Sobre el tema, puede verse J. Fontaine, Naissance de la poésie dans l’Occident Chrétien, París, 1981, pág. 34.

[403] Insistentemente emplea Tertuliano en este pasaje la expresión nostra sacramenta, que traduzco por ‘nuestras creencias’ siguiendo la pauta de Braun, que advierte que la expresión designa aquí las verdades de fe que se refieren a la escatología, cf. Deus Christianorum, pág. 441.

[48] Pero vamos adelante. Si algún filósofo afirmara —como dice Laberio que pensaba Pitágoras— que un mulo se convierte en hombre y una serpiente en mujer [404], y si distorsionara a favor de esta opinión todos los argumentos, con toda la fuerza de su elocuencia, ¿acaso no conseguiría vuestro asentimiento y no se ganaría vuestra confianza? Alguno llegaría a persuadirse de la necesidad de abstenerse de comer carne animal, no fuera a ser que comprara una carne de buey procedente de algún antepasado suyo. Pero en cambio, si es un cristiano el que asegura que un hombre se vuelve hombre y que Gayo volverá a ser Gayo mismo, entonces se busca una vejiga [405] y el pueblo no sólo le abucheará a gritos sino que le apedreará.

Como si cualquier razón que se asuma a favor de la reencarnación de las almas humanas no exigiera que éstas volvieran a sus propios cuerpos: porque volver es ser lo que habían sido; pues si no son lo que habían sido —es decir, revestidas de un cuerpo humano que sea el mismo que tenían— ya no serán lo que habían sido. Y si no son los mismos, ¿cómo se podrá hablar de retomo? O al convertirse en otra cosa han perdido la identidad, o, si permanecen siendo los mismos, no serán de otro cuerpo. Mucho tiempo libre necesitaríamos para repasar muchos pasajes, si quisiéramos pasarlo bien averiguando quién parecía haberse encamado en qué animal. Pero se trata más bien de nuestra defensa, y proponemos que es mucho más digno de crédito el que de un hombre renazca otro hombre: uno cualquiera en lugar de otro cualquiera, con tal de que sea hombre; de manera que la cualidad del alma se restablezca, si no ya con la misma figura, al menos con la misma condición.

Pero, puesto que el motivo de la resurrección apunta hacia un juicio, necesariamente se presentará ante el juez la misma persona que había existido, para recibir de Dios el juicio sobre sus méritos o sus deméritos. Y por tanto se harán presentes también los cuerpos, porque no puede sufrir nada el alma sola sin materia estable —es decir, la carne—; y porque lo que —según el juicio de Dios— deben sufrir las almas, lo merecieron no sin la carne, en la que lo han hecho todo. Pero «¿De qué forma» —dices— «puede la materia disgregada presentarse a juicio?». Reflexiona sobre ti mismo, hombre, y encontrarás motivo para creerlo: piensa qué has sido antes de existir; ciertamente, nada: te acordarías, si hubieras sido algo. Por tanto, tú que no habías sido nada antes de existir, que volverás a la nada al dejar de existir, ¿por qué no podrías existir de nuevo a partir de la nada, por voluntad del mismo Creador, que quiso hacerte de la nada? ¿Qué novedad te acontecerá? Tú, que no existías, has sido hecho; así una segunda vez, cuando no seas, serás hecho de nuevo. Explica, si puedes, cómo has sido creado, y entonces pregunta cómo serás hecho de nuevo. Y sin embargo, más fácilmente te convertirás en lo que fuiste alguna vez, puesto que con la misma facilidad te has convertido en lo que nunca fuiste.

¿Puede dudarse, acaso, de las fuerzas de Dios, que hizo esta mole del mundo a partir de lo que no era, del mismo modo que si lo sacara de la muerte del vacío y de la nada; que le ha dado vida por medio del soplo con el que ha dado vida a todo; y que lo ha marcado por sí mismo, como ejemplo de la resurrección del hombre, para que nos sirva de testimonio? Cada día la luz se extingue y vuelve a resplandecer y las tinieblas se retiran y avanzan alternativamente; los astros que declinan, renacen; las estaciones recomienzan cuando se acaban; los frutos se marchitan y vuelven a brotar; y lo que es más: las semillas no renacen con toda fecundidad más que después de corrompidas y descompuestas [406]. Todo se conserva pereciendo; todo renace de la muerte [407].

Y tú, hombre, un nombre tan importante, si te conocieras a ti mismo —aunque sea aprendiendo de la inscripción pítica [408]— como señor de todo lo que muere y renace, ¿vas a ser el único que mueras irremisiblemente? Renacerás dondequiera que te hayas descompuesto; cualquiera que sea la materia que te haya destruido, tragado, absorbido, reducido a la nada, te devolverá. La nada misma pertenece a Aquel a quien pertenece todo.

«Entonces», —preguntáis— «¿habrá que estar siempre muriendo y siempre resucitando?» Si así lo hubiera decidido el Señor de todo, a pesar tuyo sabrías por experiencia la ley de tu condición [409]. Pero de hecho no ha decidido nada distinto de lo que ha predicho. La inteligencia que ha compuesto una unidad formada a partir de la diversidad, de forma que todo constara de sustancias contrarias formando una unidad -—de lo vacío y lo lleno, de lo animado y lo inanimado, de lo comprensible y lo incomprensible, de la luz y las tinieblas, de la vida misma y de la muerte [410]-—, esa misma inteligencia combinó también la duración total, sometiéndola a condiciones distintas; de manera que esta primera parte, la que vivimos desde el comienzo del mundo, fluye hacia su fin con una duración temporal; en cambio la siguiente, la que esperamos, se prolongará en una eternidad sin fin.

Por tanto, cuando llegue el fin y el límite que separa los dos períodos, de forma que incluso se cambiará la apariencia de este mundo temporal que se ha extendido como una cortina que oculta el designio de eternidad, entonces resucitará todo el género humano para dar cuenta de lo bueno o lo malo que hizo en este mundo, y a partir de entonces se le retribuirá por una eternidad perpetua y sin medida. Y, por tanto, no habrá ya muerte de nuevo, ni resurrección de nuevo, sino que seremos los mismos que ahora, y no otros después: los adoradores de Dios, siempre ante Dios, revestidos de la naturaleza propia de la eternidad; en cambio los impíos y los que no fueron honrados ante Dios, sufrirán el castigo de un fuego igualmente perenne, con una incorruptibilidad proporcionada por la naturaleza misma de ese fuego, que es divina. También los filósofos conocieron la diferencia entre el fuego arcano y el común. Así pues, es muy distinto el que se enciende para uso del hombre del que aparece por juicio de Dios, ya sea desatando rayos desde el cielo, ya lo vomite la tierra por los vértices de los montes; pues no consume lo que quema, sino que renueva lo que toca [411].

Lo cierto es que hay montes que permanecen ardiendo siempre, y que quien es tocado por el rayo queda intacto y ningún fuego lo convertirá ya en ceniza [412]. Sirva esto de testimonio del fuego eterno, sirva como ejemplo del juicio eterno que alimenta el castigo. Los montes se queman y sin embargo permanecen. ¿Qué ocurrirá a los culpables y a los enemigos de Dios?



[404] Frag. 2, pág. 336, ed. Bücheler; pág. 366, ed. Ribbeck, Fragm. de Teatro Rom. Se refiere a la doctrina pitagórica de la metempsycosis, seguida por Platón. Sobre Laberio, vid. supra, 15,1.

[405] La vejiga, instrumento de azote, sigue usándose hoy en los festejos populares.

[406] El pasaje recuerda la frase evangélica: nisi granum frumenti mortuum fuerit... ipsum solum manet (Jn 12, 24). Emplea aquí Tertuliano el verbo surgere en lugar del término técnico consagrado: resurgere.

[407] Cf. Platón, Fedón 71d.

[408] Se refiere a la famosa inscripción del templo de Delfos: gnóthi seautón («conócete a ti mismo»).

[409] Contra la opinión de recientes editores e intérpretes, debe leerse aquí condicio (no conditio); el contexto deja claro que se trata aquí de la condición humana; vid. R. Braun, Rev. Ét. Aug. 30 (1984), 311.

[410] Esta terminología de la unión de los contrarios es la propia de la filosofía atomista de Demócrito y Epicuro, (vid. supra 47, 6).

[411] Los apologistas llaman a este fuego phrónimon pyr, sophronoün pyr (sapiens ignis); Tertuliano lo llama arcanus ignis.

[412] Esta afirmación procede quizá de una interpretación de la ley dada por Numa, que prohibía quemar los cuerpos heridos por el rayo (cf. Plin., Hist. Nat. II 34; 54,145).

[49] Estas son las cosas que sólo en nuestro caso se llaman «prejuicios»; en los filósofos y en los poetas son señal de la más alta ciencia y de destacado talento. Ellos son «sabios»; nosotros «necios»; ellos, dignos de honor; nosotros, de irrisión; y aún más: dignos de castigo.

Concedamos que las ideas que defendemos sean falsas y que se las llame con razón prejuicios. Son, sin embargo, necesarias; necedades, pero sin embargo útiles, ya que obligan a ser mejores a aquellos que las creen por miedo al castigo eterno y por esperanza del consuelo eterno. Así pues, no conviene llamar falsas ni tener por necedades cosas que es útil tomar por verdaderas. Lo mismo que bajo ninguna excusa es lícito condenar lo que es bueno. En vosotros, por tanto, está el prejuicio: precisamente el de condenar cosas que son útiles. En todo caso, aunque fueran falsas y necias, la verdad es que a nadie dañan; son semejantes a muchas otras que no castigáis; cosas vanas e imaginarias, que no son ni acusadas ni castigadas porque son inocuas. Pero si, al fin y al cabo, hay que considerar que las cosas de este tipo son merecedoras de burla, no lo son de espada, de fuego, de cruz y de fieras.

No sólo el populacho se goza y regocija de vuestra injusta crueldad, sino que también algunos de vosotros consiguen el favor popular con esta injusticia, y se glorían, como si no estuviera en nuestra mano todo el poder que tenéis sobre nosotros. Ciertamente, si quiero, soy cristiano. Por tanto, me castigarás si quiero que me castigues. Como el poder que tienes sobre mí no lo tendrías si yo no quisiera, quiere decir que tu poder está en mi voluntad, no en tu potestad. Lo mismo que también el populacho se alegra en vano de nuestra vejación; pues nuestro es el gozo que él se arroga, porque preferimos ser castigados a renegar de Dios. Por el contrario, los que nos odian deberían entristecerse, no alegrarse, porque nosotros conseguimos lo que hemos elegido.

[50] Entonces, preguntaréis, «¿por qué os quejáis de que os persigamos?». Si queréis sufrir, deberíais amar a aquellos por los que sufrís como queréis». Cierto que queremos, pero como se quiere una guerra en la que nadie sufre con gusto, donde es preciso pasar miedo y correr peligro, y no obstante, se pelea con todas las fuerzas; y el que vence, se alegra del combate: el mismo que antes se quejaba del combate, porque en él ha conseguido gloria y botín. Nuestro combate es ser llevados a los tribunales, para que allí luchemos por la verdad con riesgo de nuestra vida; la victoria es conseguir aquello por lo que se ha luchado. Esta victoria lleva consigo la gloria de agradar a Dios y el botín de vivir eternamente.

Pero sucumbimos, se dirá. Sí, pero después de haber ganado. Por tanto, vencemos cuando morimos y, en fin, escapamos cuando se nos arresta. Llamadnos ahora, si os parece, «sarmentarios» y «semiejes» porque se nos quema atados a una media rueda, rodeados de sarmientos. Este es el modo de muestra victoria; ésta nuestra túnica con palmas; en este carro triunfamos. Así pues, con razón desagradamos a los vencidos; con razón se nos considera «desesperados y locos». Pero la desesperación y la locura levantan entre vosotros el estandarte del valor cuando están enjuego la gloria y la fama [413]. Mudo dejó gustoso su mano diestra en el ara [414]: ¡qué grandeza de espíritu! Empédocles se entregó totalmente a las llamas del Etna [415]: ¡qué vigor el de su mente! Una cierta fundadora de Cartago evitó un segundo matrimonio por medio de la pira: ¡qué modelo de castidad y de pudor! [416]. Régulo, para no salvar con su vida a una multitud de enemigos, soportó en todo su cuerpo los suplicios de la cruz [417]: ¡qué fortaleza de héroe, vencedor incluso en la cautividad! Anaxarco, cuando como si fuera grano era golpeado con una mano de mortero, decía: «pega, pega al envase de Anaxarco, porque a Anaxarco no le pegas» [418]; ¡qué magnanimidad la del filósofo, que incluso tomaba a broma tal muerte! Paso por alto a los que con su propia espada o con otro género de muerte más apacible alcanzaron la gloria. ¡Mirad cómo hasta la emulación en los tormentos la premiáis con coronas! Cierta meretriz ateniense, cuando ya su torturador estaba extenuado, se cortó la lengua con los dientes y la escupió a la cara del cruel tirano, para quedarse sin voz, de modo que no pudiera denunciar a los conjurados aun cuando, rendida ya, quisiera hacerlo [419].

Zenón de Elea, preguntado por Dionisio acerca de qué puede proporcionar la filosofía, le respondió: «hacerse impasible»; y sometido a azotes por orden del tirano, selló su sentencia con la muerte [420]. Es cosa cierta que la flagelación de los lacedemonios, más cruel aún al hacerse a la vista de sus parientes que les animaban, confiere tanta mayor fama de aguante a su casa cuanta más sangre ha derramado [421].

¡Oh gloria, lícita por humana: para ella no existen prejuicios malditos ni fanatismo desesperado, aunque desprecien la muerte y toda clase de atrocidades; para ella sólo está permitido sufrir por la patria, por el territorio, por el poder, por la amistad; y en cambio por Dios, no está permitido! En honor de todos aquellos fundís estatuas, hacéis retratos, grabáis inscripciones, para inmortalizarlos. En la medida en que podéis, es decir, por medio de monumentos, procuráis también vosotros una resurrección a los muertos. Pero el que espera de Dios la verdadera, si sufre por Dios, está loco.

Pero ¡ánimo, buenos gobernadores!, mejores ante el pueblo si les sacrificáis cristianos: atormentad, torturad, condenad, hacednos trizas; pues prueba de nuestra inocencia es vuestra injusticia. Por eso Dios permite que nosotros padezcamos esto. Pues hace poco, al condenar a una cristiana al lenón en vez de al león, habéis reconocido que manchar el pudor se considera entre nosotros cosa peor que todo castigo y que toda muerte. Y no sirve de nada vuestra más refinada Crueldad: es más bien un acicate para la comunidad. Es más: crecemos en número cada vez que nos segáis: ¡semilla es la sangre de los cristianos!

Muchos entre vosotros exhortan a soportar el dolor y la muerte, como Cicerón en las Tusculanas, Séneca en las Fortuitas [422], como Diógenes [423], como Pirrón [424], como Calinico [425]; pero no encuentran sus palabras tantos discípulos como los cristianos enseñando con los hechos. Esa misma obstinación que nos reprocháis se convierte en maestra. Porque, al contemplarla, ¿quién no se mueve a preguntarse qué hay en el fondo de la cuestión? ¿Quién no se acerca, cuando la ha averiguado? ¿Quién no desea ardientemente sufrir, cuando se ha acercado, para conseguir la plenitud de la gracia de Dios, para obtener de Él un perdón total a cambio de su sangre? Porque todos los delitos se perdonan en razón de este acto: de ahí que allí mismo os demos las gracias por vuestras sentencias. Así es el contraste entre las cosas divinas y las humanas: cuando vosotros nos condenáis, Dios nos absuelve.



[413] Se inicia aquí una serie de exempla de heroísmo pagano; es la misma que Tertuliano introduce en A los gentiles I 18, 3-4 y A los mártires 4, 4-8. R. Braun, Rev. Ét. Aug.,.24 (1978), 221-242, ha comparado estos tres pasajes paralelos, deduciendo consecuencias de orden cronológico: A los mártires es posterior a A los gentiles y anterior al Apologético y fue escrito seguramente durante el verano del año 197.

[414] Cf. Tito Liv., II 17.

[415] Sobre las diferentes versiones acerca de la muerte de Empédocles, vid. Dióg. Laercio, VIH 67-69: el relato al que aquí alude Tertuliano es el que proviene de Hipóboto.

[416] Según tradición recogida por Timeo y por Pompeyo Trogó, Dido se suicidó para evitar el matrimonio con Yarbas, rey de los Mauri.

[417] Régulo fue enviado a Roma por los cartagineses para negociar la libertad de sus prisioneros a cambio de la suya propia; aconsejó al Senado Romano que no aceptara la oferta y regresó a Cartago, donde fue condenado a suplicio.

[418] Anaxarco de Abdera (ca. 340 a. C.) fue atormentado por orden de Nicocreonte, tirano de Chipre (cf. Dióg. Laercio, IX 11, 59).

[419] Se refiere a Leena, amante de Aristogitón, torturada por Hipias (cf. Plin., Hist. Nat. VII 23; XXXIV 19, 12). El detalle de la lengua arrojada a la faz del tirano es atribuida por otros autores a otros personajes: cf. Dióg. Laercio, IX 5, 27 (Zenón de Elea); Valer. Máx., III 3, ext. 4 (Anaxarco).

[420] Tertuliano atribuye equivocadamente la anécdota a Dionisio, tirano de Siracusa; la tradición es muy poco segura en este punto; según Diógenes Laercio (IX 5, 25) el tirano era Nearco o Diomedonte; Valerio Máximo (III 3, ext. 2) lo llama Fálaris, y Plutarco (Contra Colotes 1126d) Demilo. En Sobre la charlatanería 505d-e, Plutarco une las anécdotas de Zenón y de Leena pero respecto a esta última, no diée que se cortara la lengua, sino que resistió hasta el fin sin revelar su secreto, y que por ello los atenienses esculpieron en su honor una leona sin lengua para significar la fuerza de su carácter y su capacidad de guardar secreto.

[421] Sobre esta costumbre espartana, vid. Cíe., Tuse. II14, 34 y 20, 36; V 27,77; Sén., Sobre la Prov. 4,11.

[422] El primer libro de las Tusculanas trata del desprecio a la muerte; el segundo de cómo soportar el dolor. De la obra de Séneca, Sobre los remedios de la casualidad, se han conservado sólo fragmentos.

[423] Diógenes el cínico había escrito un libro Sobre la muerte que se ha perdido.

[424] Pirrón de Élide, fundador de la escuela escéptica, no dejó nada escrito, según dice Diógenes Laercio (IX 11,102).

[425] De Calinico, maestro de retórica que vivió probablemente en el s.II a. C„ no ha quedado nada.

 

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