Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, con esta catequesis, comenzamos un ciclo de reflexiones sobre el tema «El Espíritu y la Esposa – la Esposa es la Iglesia -. El Espíritu Santo guía al pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza». Haremos este recorrido a través de las tres grandes etapas de la historia de la salvación: el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el tiempo de la Iglesia. Mantendremos siempre la mirada fija en Jesús, que es nuestra esperanza.
En estas primeras catequesis sobre el Espíritu en el Antiguo Testamento, no haremos «arqueología bíblica». Al contrario, descubriremos que lo que fue dado como promesa en el Antiguo Testamento se ha realizado plenamente en Cristo. Será como seguir el camino del sol desde el amanecer hasta el mediodía.
Comencemos con los dos primeros versículos de toda la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era informe y estaba desierta, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas» (Gn 1,1-2). El Espíritu de Dios se nos aparece como el poder misterioso que hace que el mundo pase de su estado inicial informe, desierto y sombrío a su estado ordenado y armonioso. Porque el Espíritu crea la armonía, la armonía en la vida, la armonía en el mundo. En otras palabras, es Él quien hace que el mundo pase del caos al cosmos, es decir, de la confusión a algo bello y ordenado. Este es, de hecho, el significado de la palabra griega kosmos, así como de la palabra latina mundus, es decir, algo hermoso, ordenado, limpio, armonioso, porque el Espíritu es la armonía.
Este indicio aún vago de la acción del Espíritu en la creación se hace más preciso en la siguiente revelación. En un salmo leemos: «Por la Palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca todos sus ejércitos» (Sal 33,6); y de nuevo: «Envías tu Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,30).
Esta línea de desarrollo resulta muy clara en el Nuevo Testamento, que describe la intervención del Espíritu Santo en la nueva creación utilizando precisamente las imágenes que leemos en relación con el origen del mundo: la paloma que se cierne sobre las aguas del Jordán en el bautismo de Jesús (cf. Mt 3,16); Jesús que, en el Cenáculo, sopla sobre los discípulos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,22), del mismo modo que al principio Dios sopló su aliento sobre Adán (cf. Gn 2,7).
El apóstol Pablo introduce un nuevo elemento en esta relación entre el Espíritu Santo y la creación. Habla de un universo que «gime y sufre como con dolores de parto» (cf. Rm 8,22). Sufre a causa del hombre que lo ha sometido a la «esclavitud de la corrupción» (cf. vv. 20-21). Es una realidad que nos concierne de cerca y de forma dramática. El Apóstol ve la causa del sufrimiento de la creación en la corrupción y el pecado de la humanidad, que la ha arrastrado en su alejamiento de Dios. Esto sigue siendo tan cierto hoy como entonces. Vemos los estragos que la humanidad ha causado y sigue causando en la creación, especialmente por parte de quienes tienen mayor capacidad para explotar los recursos naturales.
San Francisco de Asís nos muestra una salida, hermosa, para volver a la armonía del Espíritu: el camino de la contemplación y la alabanza. El quería que desde las criaturas se elevara un cántico de alabanza al Creador. Recordemos: «Alabado seas, mi Señor...», el cántico de Francisco de Asís.
Un salmo (19, 1) dice así: «Los cielos proclaman la gloria de Dios»; pero necesitan al hombre y a la mujer para dar voz a este grito mudo. Y en el «Santo» de la Misa repetimos cada vez: «Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria». Están, por así decirlo, “grávidos” de ella, pero necesitan las manos de una buena comadrona para dar a luz esta alabanza suya. Nuestra vocación en el mundo, nos recuerda de nuevo Pablo, es ser «alabanza de su gloria» (Ef 1,12). Es anteponer la alegría de contemplar a la alegría de poseer. Y nadie se ha alegrado más de las criaturas que Francisco de Asís, que no quería poseer ninguna de ellas.
Hermanos y hermanas, el Espíritu Santo, que en el principio transformó el caos en cosmos, está trabajando para llevar a cabo esta transformación en cada persona. A través del profeta Ezequiel, Dios promete: «Les daré un corazón nuevo; pondré un Espíritu nuevo dentro de ustedes... Pondré mi Espíritu dentro de ustedes» (Ez 36:26-27). Porque nuestro corazón se parece a aquel abismo desierto y oscuro de los primeros versículos del Génesis. En él se agitan sentimientos y deseos opuestos: los de la carne y los del espíritu. Todos somos, en cierto sentido, ese «reino donde hay luchas internas» del que habla Jesús en el Evangelio (cf. Mc 3,24). Podemos decir que a nuestro alrededor existe un caos externo, un caos social, un caos político: pensemos en las guerras, pensemos en los muchos niños que no tienen nada que comer, en las muchas injusticias sociales: este es el caos exterior. Pero también existe un caos interno, dentro de cada uno de nosotros. ¡El primero no puede curarse si no empezamos a curar el segundo!
Hermanos y hermanas, hagamos un buen trabajo para que nuestra confusión interior se transforme en una claridad del Espíritu Santo: es el poder de Dios el que lo hace, y nosotros le abrimos nuestros corazones para que Él pueda hacerlo.
Que esta reflexión suscite el deseo de que venga a nosotros el Espíritu Creador. Desde hace más de un milenio, la Iglesia pone en nuestros labios el grito para pedirlo: «Veni creator Spiritus», ¡Ven, oh Espíritu Creador! Visita nuestras mentes. Llena de gracia celestial los corazones que has creado». Pidamos al Espíritu Santo que venga a nosotros y nos haga personas nuevas, con la novedad del Espíritu. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis de hoy, me gustaría reflexionar con ustedes sobre el nombre con el que se llama al Espíritu Santo en la Biblia.
Lo primero que conocemos de una persona es su nombre. Por él la llamamos, la distinguimos, y la recordamos. La tercera persona de la Trinidad también tiene un nombre: se llama Espíritu Santo. Pero “Espíritu” es la versión latinizada. El nombre del Espíritu, aquel por el que lo conocieron los primeros destinatarios de la revelación, con el que lo invocaron los profetas, los salmistas, María, Jesús y los Apóstoles, es Ruah, que significa soplo, viento, aliento.
En la Biblia, el nombre es tan importante que casi se identifica con la persona misma. Santificar el nombre de Dios es santificar y honrar a Dios mismo. Nunca es un apelativo meramente convencional: siempre dice algo sobre la persona, su origen, su misión. Lo mismo ocurre con el nombre Ruah. Contiene la primera revelación fundamental sobre la persona y la función del Espíritu Santo.
Precisamente mediante la observación del viento y sus manifestaciones, los escritores bíblicos fueron conducidos por Dios a descubrir un “viento” de naturaleza diferente. No es casualidad que en Pentecostés el Espíritu Santo descendiera sobre los Apóstoles acompañado por el “ruido de un viento impetuoso”. (cf. Hch 2,2). Fue como si el Espíritu Santo quisiera poner su firma a lo que estaba sucediendo.
¿Qué nos dice, pues, su nombre, Ruah, sobre el Espíritu Santo? La imagen del viento sirve ante todo para expresar el poder del Espíritu Santo. “Espíritu y poder”, o “poder del Espíritu” es una combinación recurrente en toda la Biblia. De hecho, el viento es una fuerza arrolladora, una fuerza indomable, es capaz incluso de mover los océanos.
Pero también en este caso, para descubrir el pleno significado de las realidades de la Biblia, no hay que detenerse en el Antiguo Testamento, sino llegar a Jesús. Junto al poder, Jesús destacará otra característica del viento, la de su libertad. A Nicodemo, que le visita por la noche, Jesús le dice solemnemente: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va: así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3,8).
El viento es la única cosa que no se puede embridar, no se puede “embotellar” ni encerrar. Intentamos “embotellar” o encajonar el viento: no es posible, es libre. Pretender encerrar al Espíritu Santo en conceptos, definiciones, tesis o tratados, como a veces ha intentado hacer el racionalismo moderno, significa perderlo, anularlo, reducirlo al espíritu puramente humano, un espíritu simple. Existe, sin embargo, una tentación similar en el ámbito eclesiástico, y es la de querer encerrar al Espíritu Santo en cánones, instituciones, definiciones. El Espíritu crea y anima las instituciones, pero Él mismo no puede ser “institucionalizado”, “cosificado”. El viento sopla “donde quiere”; del mismo modo, el Espíritu distribuye sus dones “como quiere” (1 Cor 12, 11)
San Pablo hará de todo esto la ley fundamental del obrar cristiano cristiana: “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2Co 3,17), dice él. Una persona libre, un cristiano libre, es aquel que tiene el Espíritu del Señor. Esta es una libertad totalmente especial, muy distinta de la que se entiende comúnmente. No es libertad para hacer lo que uno quiera, ¡sino libertad para hacer libremente lo que Dios quiera! No libertad para hacer el bien o el mal, sino libertad para hacer el bien y hacerlo libremente, es decir, por atracción, no por constricción. En otras palabras, libertad de hijos, no de esclavos.
San Pablo es muy consciente de los abusos o malentendidos que se pueden hacer de esta libertad; escribe a los gálatas: «…ustedes, hermanos, a libertad fueron llamados; solo que no usen la libertad como pretexto para la carne, sino sírvanse por amor los unos a los otros» (Gal 5,13). Se trata de una libertad que se expresa en lo que parece ser su opuesto, se expresa en el servicio, y en el servicio está la verdadera libertad.
Sabemos bien cuándo esta libertad se convierte en un “pretexto para la carne”. Pablo hace una lista siempre actual: «Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, brujería, enemistades, discordias, celos, disensiones, divisiones, facciones, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes» (Gal 5,19-21). Pero también lo es la libertad que permite a los ricos explotar a los pobres, es una fea libertad la que permite a los fuertes explotar a los débiles y a todos explotar impunemente el medio ambiente. Esta es una libertad fea, no es la libertad del Espíritu.
Hermanos y hermanas, ¿de dónde sacamos esta libertad del Espíritu, tan contraria a la libertad del egoísmo? La respuesta está en las palabras que Jesús dirigió un día a sus oyentes: «Si el Hijo los hace libres, serán realmente libres» (Jn 8,36). La libertad que nos da Jesús. Pidamos a Jesús que nos haga, a través de su Espíritu Santo, hombres y mujeres auténticamente libres. Libres para servir, en el amor y la alegría. ¡Gracias!
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días, bienvenidos!
Continuamos nuestra catequesis sobre el Espíritu Santo, que guía la Iglesia hacia Cristo, nuestra esperanza. Él es el guía. La vez pasada contemplamos la obra del Espíritu en la creación; hoy lo vemos en la revelación, de la que la Sagrada Escritura es un testimonio autorizado e inspirado por Dios.
En la Segunda Carta de san Pablo a Timoteo figura esta afirmación: “Toda la Escritura está inspirada por Dios” (3:16). Y otro pasaje del Nuevo Testamento dice: «Hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios» (2 Pe 1:21). Esta es la doctrina de la inspiración divina de la Escritura, la que proclamamos como artículo de fe en el “Credo”, cuando decimos que el Espíritu Santo «habló por medio de los profetas». La inspiración divina de la Biblia.
El Espíritu Santo, que inspiró las Escrituras, es también el que las explica y las hace perennemente vivas y activas. De inspiradas, las vuelve inspiradoras. “Las Sagradas Escrituras…inspiradas por Dios - dice el Concilio Vaticano II - y redactadas una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles” (n. 21). De este modo, el Espíritu Santo continúa, en la Iglesia, la acción de Jesús Resucitado que, tras la Pascua, “abrió la mente de los discípulos para que comprendieran las Escrituras” (cfr. Lc 24,45).
Puede suceder, en efecto, que un determinado pasaje de la Escritura, que hemos leído muchas veces sin ninguna emoción particular, un día lo leamos en un clima de fe y de oración y, de repente, ese texto se ilumine, nos hable, arroje luz sobre un problema que vivimos, aclare la voluntad de Dios para nosotros en una situación determinada. ¿A qué se debe este cambio, sino a una iluminación del Espíritu Santo? Las palabras de la Escritura, bajo la acción del Espíritu, se vuelven luminosas; y en esos casos tocamos con nuestras propias manos lo cierta que es la afirmación de la Carta a los Hebreos: «… la palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de doble filo; […]» (4,12).
Hermanos y hermanas, la Iglesia se nutre de la lectura espiritual de la Sagrada Escritura, es decir, de la lectura realizada bajo la guía del Espíritu Santo que la inspiró. En su centro, como un faro que lo ilumina todo, está el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, que cumple el plan de salvación, realiza todas las figuras y profecías, desvela todos los misterios ocultos y ofrece la verdadera clave de lectura de toda la Biblia. La muerte y resurrección de Cristo es el faro que ilumina toda la Biblia, y también ilumina nuestras vidas. El Apocalipsis describe todo esto con la imagen del Cordero que rompe los sellos del libro “… escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos” (cfr. 5,1-9), la Escritura del Antiguo Testamento. La Iglesia, Esposa de Cristo, es intérprete autorizada del texto inspirado de la Escritura, la Iglesia es la mediadora de su proclamación auténtica. Dado que la Iglesia está dotada del Espíritu Santo, – por eso es intérprete - es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3,15). ¿Por qué? Porque está inspirada, sostenida por el Espíritu Santo. Y la misión de la Iglesia es ayudar a los fieles y a quienes buscan la verdad a interpretar correctamente los textos bíblicos.
Una forma de realizar la lectura espiritual de la Palabra de Dios es lo que se llama la lectio divina, una palabra cuyo significado quizá no entendemos. Consiste en dedicar un tiempo del día a la lectura personal y meditada de un pasaje de las Escrituras. Y esto es muy importante: cada día tómense un tiempo para escuchar, para meditar, leyendo un pasaje de la Escritura. Y para ello les recomiendo: tengan siempre un Evangelio de bolsillo y llévenlo en la bolsa, en los bolsillos… Así, cuando estén de viaje o cuando tengan un poco de tiempo libre lo toman y leen… Esto es muy importante para la vida. Tomen un Evangelio de bolsillo y durante el día léanlo una vez, dos veces, cuando puedan. Pero la lectura espiritual de las Escrituras por excelencia es la lectura comunitaria que se realiza en la Liturgia, en la Santa Misa. Allí vemos cómo un acontecimiento o una enseñanza, dado en el Antiguo Testamento, encuentra su plena realización en el Evangelio de Cristo. Y la homilía, ese comentario que hace el celebrante, debe ayudar a transferir la Palabra de Dios del libro a la vida. Pero para ello, la homilía debe ser breve: una imagen, un pensamiento, un sentimiento. La homilía no debe durar más de ocho minutos, porque después de ese tiempo se pierde la atención y la gente se duerme, y tiene razón. Una homilía debe ser así. Y esto es lo que quiero decir a los sacerdotes que hablan mucho, a menudo, y no se entiende de qué hablan. Una homilía corta: un pensamiento, un sentimiento y una indicación para la acción, cómo hacer. No más de ocho minutos. Porque la homilía debe ayudar a transferir la Palabra de Dios del libro a la vida. Y, entre las muchas palabras de Dios que escuchamos cada día en la Misa o en la Liturgia de las Horas, siempre hay una que está destinada especialmente a nosotros. Algo que nos llega al corazón. Si la acogemos en nuestro corazón, puede iluminar nuestra jornada, animar nuestra oración. ¡Se trata de no dejar que caiga en saco roto!
Concluyamos con un pensamiento que puede ayudarnos a enamorarnos de la Palabra de Dios. Como algunas piezas musicales, la Sagrada Escritura tiene una nota subyacente que la acompaña de principio a fin, y esta nota es el amor de Dios. «Toda la Biblia - observa San Agustín- no hace más que narrar el amor de Dios»[1]. Y San Gregorio Magno define la Escritura como 'una carta de Dios Todopoderoso a su criatura', como una carta del Esposo a la esposa, y exhorta a «aprender a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios'»[2]. «…por esta revelación – dice el Vaticano II – Dios invisible, …habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor, y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (Dei Verbum, 2).
Queridos hermanos y hermanas, ¡adelante con la lectura de la Biblia! Pero no olviden el Evangelio de bolsillo: llévenlo en la bolsa, en el bolsillo, y en algún momento del día lean un pasaje. Esto los acercará mucho al Espíritu Santo que está en la Palabra de Dios. Que el Espíritu Santo, que inspiró las Escrituras y ahora sopla desde ellas, nos ayude a captar este amor de Dios en las situaciones concretas de la vida. Gracias.
[1] De catechizandis rudibus, I, 8, 4: PL 40, 319.
[2] Registrum Epistolarum, V, 46 (ed. Ewald-Hartmann, pp. 345-346).
«Los Salmos, una sinfonía de oración en la Biblia.»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En preparación del próximo Jubileo, les he invitado a dedicar el año 2024 «a una gran “sinfonía” de oración» [1]. Con la catequesis de hoy, quisiera recordarles que la Iglesia ya tiene una sinfonía de oración cuyo compositor es el Espíritu Santo, y es el Libro de los Salmos.
Como en toda sinfonía, en ella hay varios “movimientos”, es decir, varios tipos de oración: alabanza, acción de gracias, súplica, lamento, narración, reflexión sapiencial y otros, tanto en forma personal como en forma coral de todo el pueblo. Estos son los cantos que el Espíritu mismo ha puesto en labios de la Esposa, su Iglesia. Todos los libros de la Biblia, como recordé la vez pasada, están inspirados por el Espíritu Santo, pero el Libro de los Salmos también lo está en el sentido de que está lleno de inspiración poética.
Los salmos han ocupado un lugar privilegiado en el Nuevo Testamento. De hecho, ha habido y sigue habiendo ediciones que contienen el Nuevo Testamento y los Salmos juntos. Tengo sobre mi mesa una edición ucraniana, que me enviaron, de este Nuevo Testamento con los Salmos; era de un soldado que murió en la guerra. Y él rezaba en el frente con este libro.
No todos los salmos – y no todo de cada salmo - puede ser repetido y hecho propio por los cristianos y menos aún por el ser humano moderno. Reflejan, a veces, una situación histórica y una mentalidad religiosa que ya no son las nuestras. Esto no significa que no sean inspirados, sino que en ciertos aspectos están ligados a una época y a una etapa provisional de la revelación, como ocurre también con gran parte de la legislación antigua.
Lo que más recomienda los salmos a nuestra acogida es que fueron la oración de Jesús, de María, de los Apóstoles y de todas las generaciones cristianas que nos precedieron. Cuando los recitamos, Dios los escucha con esa gran “orquestación” que es la comunión de los santos. Jesús, según la Carta a los Hebreos, entra en el mundo con un versículo de un salmo en el corazón: “He aquí que vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad” (cf. Hb 10,7; Sal 40,9); y deja el mundo, según el Evangelio de Lucas, con otro verso en los labios: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46; cf. Sal 31,6).
El uso de los salmos en el Nuevo Testamento es seguido por el de los Padres y de toda la Iglesia, que hace de ellos un elemento fijo en la celebración de la Misa y la Liturgia de las Horas. «Toda la Sagrada Escritura divina exhala la bondad de Dios– escribe San Ambrosio –, pero sobre todo lo hace el dulce libro de los salmos» [2]. El dulce libro de los salmos. Me pregunto: ¿rezan a veces con salmos? Tomen la Biblia o el Nuevo Testamento y recen un salmo. Por ejemplo, cuando están un poco tristes porque han pecado, ¿rezan el salmo 51? Hay muchos salmos que nos ayudan a seguir adelante. Tomen la costumbre de rezar los salmos. Les aseguro que al final serán felices.
Pero no podemos únicamente vivir del legado del pasado: es necesario que hagamos de los salmos nuestra oración. Se ha escrito que, en cierto sentido, debemos convertirnos nosotros mismos en ‘autores’ de los salmos, haciéndolos nuestros y rezando con ellos [3]. Si hay algunos salmos, o simplemente versículos, que hablan a nuestro corazón, es bueno repetirlos y rezarlos durante el día. Los salmos son oraciones "para todas las estaciones": no hay estado de ánimo o necesidad que no encuentre en ellos las mejores palabras para convertirlos en oración. A diferencia de todas las demás oraciones, los salmos no pierden su eficacia a fuerza de repetirlos; al contrario, la aumentan. ¿Por qué? Porque están inspirados por Dios y "espiran" Dios, cada vez que se leen con fe.
Si nos sentimos oprimidos por el remordimiento y la culpa, porque somos pecadores, podemos repetir con David: «Ten piedad de mí, oh Dios, en tu amor; / en tu gran misericordia» (Sal 51,3), el salmo 51. Si queremos expresar un fuerte vínculo personal con Dios, decimos: «Oh Dios, tú eres mi Dios, / desde el alba te busco, / mi alma tiene sed de ti, / mi carne te anhela / en una tierra seca, sedienta y sin agua», salmo 63 (Sal 63,2). No es por casualidad que la liturgia ha incluido este salmo en las laudes de los domingos y de las solemnidades. Y si nos asaltan el miedo y la angustia, esas maravillosas palabras del salmo 23 vienen en nuestro socorro: «El Señor es mi pastor [...]. Aunque pase por valle tenebroso, / no temo ningún mal» (Sal 23,1.4).
Los salmos nos permiten no empobrecer nuestra oración reduciéndola sólo a peticiones, a un continuo “dame, danos…”. Aprendemos del Padre Nuestro, que antes de pedir “el pan de cada día” dice: “Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad”. Los salmos nos ayudan a abrirnos a una oración menos egocéntrica: una oración de alabanza, de bendición, de acción de gracias; y también nos ayudan a convertirnos en la voz de toda la creación, haciéndola partícipe de nuestra alabanza.
Hermanos y hermanas, que el Espíritu Santo, que dio a la Iglesia Esposa las palabras para rezar a su divino Esposo, nos ayude a hacerlas resonar hoy en la Iglesia y a hacer de este año preparatorio del Jubileo una verdadera sinfonía de oración. ¡Gracias!
[1] Carta a S.E. Mons. Fisichella para el Jubileo 2025 (11 de febrero de 2022).
[2] Comentarios sobre los Salmos I, 4, 7: CSEL 64,4-7.
[3] Giovanni Cassiano, Colationes, X,11: SCh 54, 92-93.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con la catequesis de hoy entramos en la segunda fase de la historia de la salvación. Después de haber contemplado al Espíritu Santo en la obra de la Creación, lo contemplaremos durante algunas semanas en la obra de la Redención, es decir, de Jesucristo. Pasemos, pues, al Nuevo Testamento y veamos al Espíritu Santo en el Nuevo Testamento.
El tema de hoy es el Espíritu Santo en la encarnación del Verbo. En el Evangelio de Lucas leemos: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti" -o María- "el poder del Altísimo extenderá su sombra sobre ti" (1,35). El evangelista Mateo confirma este dato fundamental sobre María y el Espíritu Santo, diciendo que María "quedó encinta por obra del Espíritu Santo" (1,18).
La Iglesia recogió este hecho revelado y lo colocó muy pronto en el corazón de su Símbolo de Fe. En el Concilio Ecuménico de Constantinopla de 381 -el que definió la divinidad del Espíritu Santo- este artículo entró en la fórmula del "Credo".
Es, por tanto, un hecho ecuménico de fe, porque todos los cristianos profesan juntos ese mismo Símbolo de fe. La piedad católica, desde tiempos inmemoriales, ha tomado de él una de sus oraciones diarias, el Ángelus.
Este artículo de fe es el fundamento que nos permite hablar de María como la Esposa por excelencia, que es figura de la Iglesia. En efecto, Jesús -escribe san León Magno-, así como nació de una madre virgen por obra del Espíritu Santo, así fecunda a la Iglesia, su Esposa inmaculada, con el soplo vital del mismo Espíritu" [1]. Este paralelismo se recoge en la Constitución dogmática Lumen gentium, que dice: "Por su fe y obediencia, María dio a luz en la tierra al mismo Hijo de Dios, sin contacto con el hombre, pero bajo la sombra del Espíritu Santo. [...] Ahora bien, la Iglesia, contemplando la misteriosa santidad de la Virgen, imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, por medio de la Palabra fielmente recibida, se convierte también en madre, ya que por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a sus hijos, concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios" (nn.63,64).
Concluimos con una reflexión práctica para nuestra vida, sugerida por la insistencia de la Escritura en los verbos "concebir" y "dar a luz". En la profecía de Isaías oímos: "He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo" (7,14); y el Ángel dice a María: "Concebirás un hijo, lo darás a luz" (Lc 1,31). María primero concibió y luego dio a luz a Jesús: primero lo recibió en sí misma, en su corazón y en su carne, y luego lo dio a luz.
Así sucede con la Iglesia: primero acoge la Palabra de Dios, la deja "hablar a su corazón" (cf. Os 2,16) y "llenar sus entrañas" (cf. Ez 3,3), según dos expresiones bíblicas, y luego la da a luz con su vida y su predicación. La segunda operación es estéril sin la primera.
También la Iglesia, ante tareas que superan sus fuerzas, se plantea espontáneamente la misma pregunta: "¿Cómo es posible?". ¿Cómo es posible anunciar a Jesucristo y su salvación a un mundo que parece buscar sólo el bienestar? La respuesta es también la misma de entonces: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo [...]. Sin el Espíritu Santo la Iglesia no puede avanzar, la Iglesia no crece, la Iglesia no puede predicar.
Lo que se dice de la Iglesia en general se aplica también a nosotros, a cada bautizado. Cada uno de nosotros se encuentra a veces, en la vida, en situaciones que superan sus fuerzas y se pregunta: "¿Cómo puedo hacer frente a esta situación?". Ayuda, en tales casos, repetirse a sí mismo lo que el ángel dijo a la Virgen: "Nada hay imposible para Dios" (Lc 1, 37).
Hermanos y hermanas, emprendamos también nosotros cada vez nuestro camino con esta certeza consoladora en el corazón: "Nada es imposible para Dios". Y si creemos esto, obraremos milagros. Nada es imposible para Dios.
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[1] Discurso XII sobre la Pasión, 3, 6: PL 54, 356.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy reflexionamos sobre el Espíritu Santo que viene sobre Jesús en el bautismo en el Jordán y se difunde desde él en su cuerpo, que es la Iglesia. En el Evangelio de Marcos se describe así la escena del bautismo de Jesús: «En aquellos días, Jesús vino de Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y en seguida, al salir del agua, vio los cielos abiertos y al Espíritu que descendía hacia él como una paloma. Y se oyó una voz del cielo: 'Tú eres mi Hijo, el amado: en ti he puesto mi complacencia'» (Mc 1,9-11).
Toda la Trinidad se reunió en aquel momento a orillas del Jordán. Está el Padre que se hace presente con su voz; está el Espíritu Santo que desciende sobre Jesús en forma de paloma; y está aquel a quien el Padre proclama como su Hijo amado, Jesús. Es un momento muy importante de la revelación, es un momento importante de la historia de la salvación. Nos hará bien releer este pasaje del Evangelio.
¿Qué sucedió en el bautismo de Jesús que fue tan importante para que todos los evangelistas lo relataran? Encontramos la respuesta en las palabras que Jesús pronuncia, poco tiempo después, en la sinagoga de Nazaret, con clara referencia al acontecimiento del Jordán: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por eso me ha ungido» (Lc 4,18).
En el Jordán, Dios Padre «ungió con el Espíritu Santo», es decir, consagró a Jesús como Rey, Profeta y Sacerdote. De hecho, reyes, profetas y sacerdotes eran ungidos con aceite perfumado en el Antiguo Testamento. En el caso de Cristo, en lugar del óleo físico, está el óleo espiritual que es el Espíritu Santo, en lugar del símbolo está la realidad: está el Espíritu mismo descendiendo sobre Jesús.
Jesús estuvo lleno del Espíritu Santo desde el primer momento de su Encarnación. Aquella, sin embargo, era una «gracia personal», incomunicable; ahora, en cambio, con esta unción, recibe la plenitud del don del Espíritu, pero para su misión que, como cabeza, comunicará a su cuerpo que es la Iglesia, y a cada uno de nosotros. Por eso la Iglesia es el nuevo «pueblo real, pueblo profético, pueblo sacerdotal». El término hebreo «Mesías» y el correspondiente en griego «Cristo» - Christós -, ambos referidos a Jesús, significan «ungido»: fue ungido con el óleo de la alegría, ungido con el Espíritu Santo. Nuestro mismo nombre 'cristianos' será explicado por los Padres en sentido literal: cristianos significa 'ungidos a imitación de Cristo'. [1]
Hay un Salmo en la Biblia que habla de un aceite perfumado derramado sobre la cabeza del sumo sacerdote Aarón y que descendía hasta el borde de su manto (cf. Sal 133,2). Esta imagen poética del aceite que desciende, utilizada para describir la felicidad de vivir juntos como hermanos, se ha convertido en una realidad espiritual y mística en Cristo y en la Iglesia. Cristo es la cabeza, nuestro Sumo Sacerdote, el Espíritu Santo es el óleo perfumado, y la Iglesia es el cuerpo de Cristo en el que se difunde.
Hemos visto por qué el Espíritu Santo, en la Biblia, está simbolizado por el viento y, de hecho, toma su propio nombre de él, Ruah - viento. Cabe preguntarse también por qué se le simboliza con el aceite, y qué lección práctica podemos extraer de este símbolo. En la Misa del Jueves Santo, al consagrar el óleo llamado «Crisma», el obispo, refiriéndose a los que van a recibir la unción en el Bautismo y la Confirmación, dice: «Que esta unción los penetre y santifique, para que, liberados de su corrupción nativa y consagrados como templo de su gloria, difundan la fragancia de una vida santa». Es una aplicación que se remonta a San Pablo, que escribe a los Corintios: «Porque somos ante Dios la fragancia de Cristo» (2 Co 2,15). La unción nos hace perfume, y una persona que vive con alegría su unción perfuma también a la Iglesia, perfuma a la comunidad, perfuma a la familia con este perfume espiritual.
Sabemos que, por desgracia, a veces los cristianos no difunden la fragancia de Cristo, sino el mal olor de su propio pecado. Y no lo olvidemos nunca: el pecado nos aleja de Jesús, el pecado nos convierte en mal aceite. Y el diablo -no lo olvidemos- suele entrar por nuestros bolsillos -tened cuidado-. Y esto, sin embargo, no debe distraernos de nuestro compromiso de realizar, en la medida de nuestras posibilidades y cada uno en su ambiente, esta sublime vocación de ser el buen olor de Cristo en el mundo. La fragancia de Cristo emana de los «frutos del Espíritu», que son «amor, alegría, paz, magnanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5,22). Pablo dijo esto, y qué bueno es encontrar a una persona que tenga estas virtudes: una persona con amor, una persona alegre, una persona que crea paz, una persona magnánima, no tacaña, una persona benevolente que acoge a todos, una buena persona. Es bueno encontrar una persona buena, una persona que sea fiel, una persona que sea mansa, que no sea orgullosa... Si nos esforzamos por cultivar estos frutos y cuando encontramos a estas personas, entonces, sin que nos demos cuenta, alguien sentirá algo de la fragancia del Espíritu de Cristo a nuestro alrededor. Pidamos al Espíritu Santo que nos haga más conscientes, ungidos por Él.
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[1] Cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógica, III, 1.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Inmediatamente después de su bautismo en el Jordán, Jesús, «fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1) – así dice el Evangelio de Mateo. La iniciativa no es de Satanás, sino de Dios. Al ir al desierto, Jesús obedece a una inspiración del Espíritu Santo, no cae en una trampa del enemigo, ¡no! Una vez superada la prueba, Él – está escrito – regresó a Galilea «lleno del poder del Espíritu Santo» (Lc 4,14).
Jesús, en el desierto, se libró de Satanás, y ahora puede liberar de Satanás. Esto es lo que destacan los evangelistas con los numerosos relatos de liberación de endemoniados. Dice Jesús a sus oponentes: «Si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, entonces el reino de Dios ha llegado a ustedes» (Mt 12,27).
Hoy asistimos a un extraño fenómeno relacionado con el diablo. En un cierto nivel cultural, se cree que sencillamente no existe. Sería un símbolo del inconsciente colectivo, o de la alienación; en definitiva, una metáfora. Pero «el mayor ardid del diablo es hacer creer que no existe», como escribió alguien (Charles Baudelaire). Es astuto: nos hace creer que no existe y así lo domina todo. Es astuto. Sin embargo, nuestro mundo tecnológico y secularizado está repleto de magos, ocultismo, espiritismo, astrólogos, vendedores de amuletos y hechizos y, por desgracia, de verdaderas sectas satánicas. Expulsado por la puerta, el diablo ha vuelto a entrar, podría decirse, por la ventana. Expulsado con la fe, vuelve a entrar con la superstición. Y si eres supersticioso, inconscientemente estás dialogando con el diablo. Con el diablo no se dialoga.
La prueba más fuerte de la existencia de Satanás no se encuentra en los pecadores ni en los posesos, sino en los santos. «¿Y cómo es esto, Padre?» Sí, es cierto que el diablo está presente y activo en ciertas formas extremas e «inhumanas» de mal y de maldad que vemos a nuestro alrededor. Sin embargo, por esta vía es prácticamente imposible llegar, en cada caso particular, a la certeza de que se trata efectivamente de él, ya que no podemos saber con precisión dónde termina su acción y dónde comienza nuestra propia maldad. Por eso, la Iglesia es muy prudente y rigurosa en el ejercicio del exorcismo, ¡a diferencia de lo que ocurre, lamentablemente, en ciertas películas!
Es en la vida de los santos, precisamente ahí, donde el demonio se ve obligado a salir al descubierto, a ponerse «a contraluz». Unos más, otros menos, todos los santos y todos los grandes creyentes dan testimonio de su lucha contra esta oscura realidad, y no se puede suponer honestamente que todos ellos fueran unos ilusos o meras víctimas de los prejuicios de su época.
La batalla contra el espíritu del mal se gana como la ganó Jesús en el desierto: a golpes de la palabra de Dios: Ya ven que Jesús no dialoga con el diablo, nunca lo hizo. Lo expulsa o lo condena, pero nunca dialoga. Y en el desierto no responde con sus palabras, sino con la Palabra de Dios. Hermanos, hermanas, ¡nunca dialoguen con el diablo! Cuando venga con tentaciones: “pero estaría bien esto, estaría bien lo otro…”, ¡detente! Eleva tu corazón al Señor, reza a la Virgen y expúlsalo como Jesús nos enseñó a expulsarlo. San Pedro sugiere también otro medio, que Jesús no necesitaba, pero nosotros sí, la vigilancia: «Sean sobrios, vigilen. Su enemigo, el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 Pe 5,8). Y San Pablo nos dice: «No den ocasión al diablo» (Ef 4,27).
Después de que Cristo, en la cruz, derrotara para siempre el poder del «príncipe de este mundo» (Jn 12,31), el diablo -decía un Padre de la Iglesia- «está atado, como un perro a una cadena; no puede morder a nadie, salvo a los que, desafiando el peligro, se acercan a él... Puede ladrar, puede apremiar, pero no puede morder, salvo quien lo desee»[1]. Si eres tonto y vas donde el diablo y le dices: «¿Qué tal?», él te arruinará. ¿El diablo? ¡A distancia! Con el diablo no se dialoga. Se le expulsa. A distancia. Y nosotros, todos nosotros, tenemos experiencia de cómo el diablo se acerca con alguna tentación, sobre los Diez Mandamientos. Cuando oigamos esto, ¡alto, distancia! No se acerquen al perro encadenado.
La tecnología moderna, por ejemplo, además de muchos recursos positivos que hay que apreciar, también ofrece innumerables medios para «dar oportunidades al diablo», y muchos caen en su trampa. Pensemos en la pornografía en Internet, detrás de la cual hay un mercado muy floreciente, todos lo sabemos. Ahí trabaja el diablo. Se trata de un fenómeno fuertemente extendido del que los cristianos deben precaverse y que deben rechazar enérgicamente. Porque cualquier teléfono móvil tiene acceso a esta brutalidad, a este lenguaje del diablo: la pornografía en línea.
El ser conscientes de la acción del diablo en la historia no debe desanimarnos. El pensamiento final debe ser, también aquí, de confianza y seguridad: “Estoy con el Señor, vete”. Cristo ha vencido al diablo y nos ha dado el Espíritu Santo para hacer nuestra su victoria. La misma acción del enemigo puede volverse a nuestro favor si, con la ayuda de Dios, la ponemos al servicio de nuestra purificación. Pidamos, pues, al Espíritu Santo, con las palabras del himno Veni Creator:
«Aleja de nosotros al enemigo
danos pronto la paz.
Se nuestro guía
para que evitemos todo mal».
Tengan cuidado, porque el diablo es astuto. Pero nosotros los cristianos, con la gracia de Dios, somos más astutos que él. Gracias.
[1] San César de Arlés, Discursos 121, 6: CC 103, p. 507.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia, hoy nos referimos al libro de los Hechos de los Apóstoles.
El relato del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés empieza con la descripción de algunos signos preparatorios - el viento impetuoso y las lenguas de fuego –, y encuentra su conclusión en la afirmación: «Y todos quedaron llenos de Espíritu Santo» (Hch 2,4). San Lucas – que escribió los Hechos de los Apóstoles – subraya que el Espíritu Santo es quien asegura la universalidad y la unidad de la Iglesia. El efecto inmediato del estar “llenos de Espíritu Santo” fue que los Apóstoles «empezaron a hablar en otras lenguas» y salieron del Cenáculo para anunciar a Jesucristo a la multitud (cf. Hch 2,4ss).
De este modo, Lucas quiso destacar la misión universal de la Iglesia como signo de una nueva unidad entre todos los pueblos. De dos maneras vemos que el Espíritu trabaja por la unidad: por un lado, empuja la Iglesia hacia el exterior, para que pueda acoger a cada vez más personas y pueblos; por otro, la reúne en su interior para consolidar la unidad alcanzada. Le enseña a extenderse en la universalidad y a recogerse en la unidad. Universal y una: este es el misterio de la Iglesia.
El primero de los dos movimientos -la universalidad- lo vemos en acto en el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles, en el episodio de la conversión de Cornelio. El día de Pentecostés, los Apóstoles habían anunciado a Cristo a todos los judíos y a los observantes de la ley mosaica, cualquiera que fuera el pueblo al que pertenecieran. Fue necesario otro «Pentecostés», muy similar al primero, el de la casa del centurión Cornelio, para inducir a los Apóstoles a ampliar el horizonte y derribar la última barrera, la que separaba a judíos y paganos (cfr. Hch 10-11).
A esta expansión étnica se añade la geográfica. Pablo -leemos de nuevo en los Hechos de los Apóstoles (cfr. 16,6-10)- quiso proclamar el Evangelio en una nueva región de Asia Menor; pero, está escrito, «el Espíritu Santo se lo impidió»; quiso pasar a Bitinia «pero el Espíritu Santo no se lo permitió». Se descubre a continuación la razón de estas sorprendentes prohibiciones del Espíritu: la noche siguiente, el Apóstol recibe en sueños la orden de ir a Macedonia. El Evangelio salía así de su región natal, Asia, y entraba en Europa.
El segundo movimiento del Espíritu Santo -el que crea la unidad- lo vemos en acto en el capítulo 15 de los Hechos, en el desarrollo del llamado Concilio de Jerusalén. El problema planteado es cómo conseguir que la universalidad alcanzada no comprometa la unidad de la Iglesia. El Espíritu Santo no siempre obra la unidad de repente, con intervenciones milagrosas y decisivas, como en Pentecostés. También lo hace -en la mayoría de los casos- con un trabajo discreto, que respeta los tiempos y las diferencias humanas, pasando a través de las personas y las instituciones, la oración y la confrontación. De una forma, diríamos hoy, sinodal. Esto es lo que ocurrió, de hecho, en el Concilio de Jerusalén, para la cuestión de las obligaciones de la ley mosaica que debían imponerse a los conversos del paganismo. Su solución fue anunciada a toda la Iglesia con las palabras que conocen bien: «Fue el parecer del Espíritu Santo y el nuestro...» (Hch 15,28).
San Agustín explica la unidad realizada por el Espíritu Santo con una imagen que se ha convertido en clásica: «Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al cuerpo de Cristo que es la Iglesia»[1].
Esta imagen nos ayuda a comprender una cosa importante. El Espíritu Santo no obra la unidad de la Iglesia desde el exterior, no se limita a ordenarnos que estemos unidos. Él mismo es el «vínculo de la unidad». Él es quien realiza la unidad en la Iglesia.
Como siempre, concluimos con una idea que nos ayuda a pasar de la Iglesia en su conjunto a cada uno de nosotros. La unidad de la Iglesia es la unidad entre las personas, y no se consigue estableciendo un plan, sino en la vida. Se realiza en la vida. Todos queremos la unidad, todos la deseamos desde lo más profundo de nuestro corazón; sin embargo, es tan difícil de conseguir que, incluso dentro del matrimonio y de la familia, la unidad y la concordia son de las cosas más difíciles de alcanzar y aún más de mantener.
La razón es que cada uno quiere, sí, que se realice la unidad, pero en torno a su propio punto de vista, sin pensar que la otra persona que tiene enfrente piensa exactamente lo mismo sobre «su» punto de vista. Por este camino, la unidad no hace más que alejarse. La unidad de Pentecostés, según el Espíritu, se consigue nos esforzamos por poner a Dios, y no a nosotros mismos, en el centro. La unidad de los cristianos también se construye así: no esperando que los demás se unan a nosotros allí donde estamos, sino avanzando juntos hacia Cristo.
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a ser instrumentos de unidad y de paz.
[1] Discursos, 267, 4.