Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, con esta catequesis, comenzamos un ciclo de reflexiones sobre el tema «El Espíritu y la Esposa – la Esposa es la Iglesia -. El Espíritu Santo guía al pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza». Haremos este recorrido a través de las tres grandes etapas de la historia de la salvación: el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el tiempo de la Iglesia. Mantendremos siempre la mirada fija en Jesús, que es nuestra esperanza.
En estas primeras catequesis sobre el Espíritu en el Antiguo Testamento, no haremos «arqueología bíblica». Al contrario, descubriremos que lo que fue dado como promesa en el Antiguo Testamento se ha realizado plenamente en Cristo. Será como seguir el camino del sol desde el amanecer hasta el mediodía.
Comencemos con los dos primeros versículos de toda la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era informe y estaba desierta, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas» (Gn 1,1-2). El Espíritu de Dios se nos aparece como el poder misterioso que hace que el mundo pase de su estado inicial informe, desierto y sombrío a su estado ordenado y armonioso. Porque el Espíritu crea la armonía, la armonía en la vida, la armonía en el mundo. En otras palabras, es Él quien hace que el mundo pase del caos al cosmos, es decir, de la confusión a algo bello y ordenado. Este es, de hecho, el significado de la palabra griega kosmos, así como de la palabra latina mundus, es decir, algo hermoso, ordenado, limpio, armonioso, porque el Espíritu es la armonía.
Este indicio aún vago de la acción del Espíritu en la creación se hace más preciso en la siguiente revelación. En un salmo leemos: «Por la Palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca todos sus ejércitos» (Sal 33,6); y de nuevo: «Envías tu Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,30).
Esta línea de desarrollo resulta muy clara en el Nuevo Testamento, que describe la intervención del Espíritu Santo en la nueva creación utilizando precisamente las imágenes que leemos en relación con el origen del mundo: la paloma que se cierne sobre las aguas del Jordán en el bautismo de Jesús (cf. Mt 3,16); Jesús que, en el Cenáculo, sopla sobre los discípulos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,22), del mismo modo que al principio Dios sopló su aliento sobre Adán (cf. Gn 2,7).
El apóstol Pablo introduce un nuevo elemento en esta relación entre el Espíritu Santo y la creación. Habla de un universo que «gime y sufre como con dolores de parto» (cf. Rm 8,22). Sufre a causa del hombre que lo ha sometido a la «esclavitud de la corrupción» (cf. vv. 20-21). Es una realidad que nos concierne de cerca y de forma dramática. El Apóstol ve la causa del sufrimiento de la creación en la corrupción y el pecado de la humanidad, que la ha arrastrado en su alejamiento de Dios. Esto sigue siendo tan cierto hoy como entonces. Vemos los estragos que la humanidad ha causado y sigue causando en la creación, especialmente por parte de quienes tienen mayor capacidad para explotar los recursos naturales.
San Francisco de Asís nos muestra una salida, hermosa, para volver a la armonía del Espíritu: el camino de la contemplación y la alabanza. El quería que desde las criaturas se elevara un cántico de alabanza al Creador. Recordemos: «Alabado seas, mi Señor...», el cántico de Francisco de Asís.
Un salmo (19, 1) dice así: «Los cielos proclaman la gloria de Dios»; pero necesitan al hombre y a la mujer para dar voz a este grito mudo. Y en el «Santo» de la Misa repetimos cada vez: «Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria». Están, por así decirlo, “grávidos” de ella, pero necesitan las manos de una buena comadrona para dar a luz esta alabanza suya. Nuestra vocación en el mundo, nos recuerda de nuevo Pablo, es ser «alabanza de su gloria» (Ef 1,12). Es anteponer la alegría de contemplar a la alegría de poseer. Y nadie se ha alegrado más de las criaturas que Francisco de Asís, que no quería poseer ninguna de ellas.
Hermanos y hermanas, el Espíritu Santo, que en el principio transformó el caos en cosmos, está trabajando para llevar a cabo esta transformación en cada persona. A través del profeta Ezequiel, Dios promete: «Les daré un corazón nuevo; pondré un Espíritu nuevo dentro de ustedes... Pondré mi Espíritu dentro de ustedes» (Ez 36:26-27). Porque nuestro corazón se parece a aquel abismo desierto y oscuro de los primeros versículos del Génesis. En él se agitan sentimientos y deseos opuestos: los de la carne y los del espíritu. Todos somos, en cierto sentido, ese «reino donde hay luchas internas» del que habla Jesús en el Evangelio (cf. Mc 3,24). Podemos decir que a nuestro alrededor existe un caos externo, un caos social, un caos político: pensemos en las guerras, pensemos en los muchos niños que no tienen nada que comer, en las muchas injusticias sociales: este es el caos exterior. Pero también existe un caos interno, dentro de cada uno de nosotros. ¡El primero no puede curarse si no empezamos a curar el segundo!
Hermanos y hermanas, hagamos un buen trabajo para que nuestra confusión interior se transforme en una claridad del Espíritu Santo: es el poder de Dios el que lo hace, y nosotros le abrimos nuestros corazones para que Él pueda hacerlo.
Que esta reflexión suscite el deseo de que venga a nosotros el Espíritu Creador. Desde hace más de un milenio, la Iglesia pone en nuestros labios el grito para pedirlo: «Veni creator Spiritus», ¡Ven, oh Espíritu Creador! Visita nuestras mentes. Llena de gracia celestial los corazones que has creado». Pidamos al Espíritu Santo que venga a nosotros y nos haga personas nuevas, con la novedad del Espíritu. Gracias.