Al final del año litúrgico, la Iglesia celebra la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey, Rey del Universo. Nos invita a mirarlo a Él, a mirar al Señor, principio y fin de todas las cosas (cf. Col 1,16-17), cuyo «reino no será destruido» (Dn 7,14).
Es una contemplación que eleva y entusiasma. Pero si miramos a nuestro alrededor, lo que vemos se muestra diferente, y pueden surgir en nosotros preguntas inquietantes. ¿Qué decir de las guerras, la violencia, los desastres ecológicos? ¿Y qué pensar de los problemas que también ustedes, queridos jóvenes, deben afrontar mirando hacia el futuro, como la precariedad del trabajo, la incertidumbre económica —y no sólo eso—, las divisiones y las desigualdades que polarizan la sociedad? ¿Por qué sucede todo esto? ¿Y qué podemos hacer para que no nos destruya? Es verdad, estas son interrogantes difíciles, pero son preguntas importantes.
Por eso hoy, mientras en todas las Iglesias celebramos la Jornada Mundial de la Juventud, yo quisiera proponerles especialmente a ustedes jóvenes, a la luz de la Palabra de Dios, que reflexionemos sobre tres aspectos, que pueden ayudarnos a avanzar con valentía en nuestro camino, afrontando los desafíos que encontramos. Estos son: las acusaciones, la necesidad de consensos y la verdad —las acusaciones, la necesidad de consensos y la verdad—.
El primero, las acusaciones. El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús en la posición del imputado (cf. Jn 18,33-37). Está, como se dice, “en el banquillo de los acusados”, en el tribunal. Quien lo interroga es Pilato, el representante del Imperio Romano, en quien podemos ver simbolizados todos los poderes que en la historia oprimen a los pueblos con la fuerza de las armas. Jesús no le interesa a Pilato. Pero sabe que la gente lo sigue, lo considera un guía, un maestro, el Mesías, y por eso el procurador no puede permitir que alguien cause desorden y turbación en la “paz militarizada” de su distrito. Por eso complace a los enemigos poderosos de este profeta indefenso; lo procesa y amenaza con condenarlo a muerte. Y Él, que siempre predicó la justicia, la misericordia y el perdón, no tiene miedo, no se deja atemorizar, ni tampoco se rebela; Jesús permanece fiel a la verdad que ha anunciado, fiel hasta llegar al sacrificio de su propia vida.
Queridos jóvenes, quizás a veces también a ustedes les pueda suceder de ser puestos “bajo acusación” por el hecho de seguir a Jesús. En la escuela, entre los amigos, en los ambientes que frecuentan, puede haber quien quiera hacerles sentir fracasados porque se mantienen fieles al Evangelio y a sus valores, porque no se amoldan, no se resignan a actuar como todos los demás. Ustedes, sin embargo, no tengan miedo de las “condenas”, no se preocupen; antes o después, las críticas y las acusaciones falsas caen y los valores superficiales que las sostienen se revelan por lo que son, ilusiones. Queridas jóvenes y queridos jóvenes, estén alertas a no dejarse embriagar por las ilusiones. Por favor sean concretos, la realidad es concreta, cuídense de las ilusiones.
Lo que permanece, como Cristo nos enseña, es otra cosa: son las obras del amor. Esto es lo que queda y lo que embellece la vida. Lo demás no tiene importancia —[sólo] el amor que se concretiza en las obras—. Por eso, les repito: no tengan miedo de las “condenas” del mundo. ¡Sigan amando! Pero amando a la luz del Señor, a dar la vida para ayudar a los demás.
Y llegamos al segundo punto: la necesidad de consensos. Jesús afirma: «Mi realeza no es de este mundo» (Jn 18,36). ¿Qué quiere decir Jesús con esto de “mi realeza no es de este mundo”? ¿Por qué no actúa para asegurarse el éxito, para ganarse a los poderosos, para obtener apoyo a favor de su programa? ¿Por qué no actúa así? ¿Cómo puede pensar en cambiar las cosas siendo un “derrotado”? En realidad, Jesús se comporta de ese modo porque rechaza toda lógica de poder (cf. Mc 10,42-45). ¡Jesús es libre de todo esto!
Y también a ustedes, queridos jóvenes, les hará bien seguir su ejemplo, no dejándose contagiar por el afán —hoy tan difundido—, el afán de obtener reconocimiento, aprobación y elogio. Quien se deja llevar por estas fijaciones, termina viviendo en la angustia; se reduce a “abrirse paso a codazos”, a competir, fingir, hacer concesiones, traicionar los propios ideales con tal de tener un poco de aceptación y visibilidad. Por favor tengan cuidado con esto, su dignidad no está a la venta, no es algo que se vende. Estén alertas.
Sin embargo, Dios los ama tal como son —no por lo que aparentan—; ante Él sus sueños puros valen más que el éxito y la fama —valen más—, y la sinceridad de sus intenciones vale más que los consensos. No se dejen engañar por quienes, engatusándolos con vanas promesas, en realidad quieren manipularlos, condicionarlos, usarlos para sus propios intereses. Cuídense del utilitarismo, tengan cuidado de no dejarse condicionar. Sean libres, pero con una libertad en armonía con su propia dignidad. No se conformen con ser “estrellas por un día”, estrellas en las redes sociales o en cualquier otro contexto. Recuerdo en una ocasión a una joven de mi tierra que quería hacerse notar —era bonita— y para ir a una fiesta se maquilló por completo. Yo pensaba: “Después del maquillaje, ¿qué es lo que queda?” No maquillen el alma, no maquillen el corazón. Sean así como son: sinceros, transparentes. No sean “estrellas por un día”, ni en las redes sociales, ni en cualquier otro contexto. El cielo en el que están llamados a brillar es más grande: es el cielo del amor, es el cielo de Dios, donde el amor infinito del Padre se refleja en tantas pequeñas luces: en el afecto fiel de los esposos, en la alegría inocente de los niños, en el entusiasmo de los jóvenes, en el cuidado de los ancianos, en la generosidad de los consagrados, en la caridad hacia los pobres, en la honestidad del trabajo. Piensen en estas cosas, que son las que los harán fuertes a todos ustedes, jóvenes. Estas pequeñas luces: el afecto fiel de los esposos —es algo bello—, en la alegría inocente de los niños —esta es una alegría muy bonita—, el entusiasmo de los jóvenes —sean entusiastas, todos ustedes—, el cuidado de los ancianos —una pregunta, ¿ustedes cuidan a los ancianos? Vayan a encontrar a los abuelos, sean generosos con su vida—, la caridad hacia los pobres, en la honestidad del trabajo. Este es el verdadero firmamento, en el que deben resplandecer como astros en el mundo (cf. Flp 2,15). Y por favor no escuchen a quienes, mintiendo, les dicen lo contrario. No son los consensos los que salvan al mundo, ni los que dan felicidad, lo que salva al mundo es la gratuidad del amor. El amor no se compra, no se vende: es gratuito, es donación de sí mismo.
Y llegamos así al tercer punto: la verdad. Cristo vino al mundo «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), y lo hizo enseñándonos a amar a Dios y a los hermanos (cf. Mt 22,34-40; 1 Jn 4,6-7). Sólo ahí, en el amor, es donde encuentra luz y sentido nuestra existencia (cf. 1 Jn 2,9-11). De otro modo, permanecemos prisioneros de una gran mentira. ¿Cuál es esa gran mentira? La del “yo” que se basta a sí mismo (cf. Gn 3,4-5), y es raíz de toda injusticia e infelicidad. El “yo” que se basta a sí mismo: “yo”, “mío”, “conmigo”; siempre es el “yo” sin la capacidad de ver a los demás, de conversar con los demás. Tengan cuidado de esta enfermedad del “yo” que se basta a sí mismo.
Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6), despojándose de todo y muriendo desnudo en la cruz por nuestra salvación, nos enseña que sólo en el amor podemos también nosotros vivir, crecer y florecer en nuestra plena dignidad (cf. Ef 4,15-16). De lo contrario, como escribía a un amigo el beato Pier Giorgio Frassati —un joven como ustedes— ya no se vive, sino que se “va tirando” (cf. Carta a Isidoro Bonini, 27 febrero 1925). Nosotros queremos vivir, no ir tirando, y por eso nos esforzamos por testimoniar la verdad en la caridad, amándonos como Jesús nos ha enseñado (cf. Jn 15,12).
Hermanas y hermanos, no es verdad, como algunos piensan, que los acontecimientos del mundo se “le han ido de las manos” a Dios. No es verdad que la historia la hacen los violentos, los prepotentes, los orgullosos. Muchos males que nos afligen son obra del hombre, engaño del Maligno, pero todo será sometido, al final, al juicio de Dios. Los que destruyen a la gente, que provocan las guerras, ¿con qué cara se presentarán delante del Señor? “¿Por qué has provocado esa guerra? ¿Por qué has asesinado?” Y, ¿qué responderán ellos? Pensemos en esto y también en nosotros mismos. Nosotros no provocamos la guerra, nosotros no asesinamos, pero he hecho esto, esto y esto. Cuando el Señor nos diga: ¿Por qué has hecho esto?, ¿por qué has sido injusto en esto?, ¿por qué has gastado este dinero en tu vanidad? También a nosotros, el Señor nos cuestionará sobre estas cosas. El Señor nos deja libres, pero no nos deja solos. Aun corrigiéndonos cuando caemos, nunca deja de amarnos y, si se lo permitimos, no deja de levantarnos, para que podamos continuar el camino.
Al finalizar esta Eucaristía, los jóvenes portugueses confiarán los símbolos de la Jornada Mundial de la Juventud a los jóvenes coreanos: la Cruz y el icono de María Salus Populi Romani. También este es un signo; una invitación, para todos nosotros, a vivir y llevar el Evangelio a todos los confines de la tierra, sin detenernos y sin desanimarnos, levantándonos después de cada caída y sin dejar nunca de esperar, pues como dice el Mensaje de esta Jornada: “Los que esperan en el Señor caminan sin cansarse” (cf. Is 40,31). Ustedes, jóvenes coreanos, recibirán la cruz del Señor, cruz de vida, signo de victoria. La recibirán junto con la Madre. Es María quien nos lleva siempre hacia Jesús; es María quien en los momentos difíciles está junto a nuestra Cruz para ayudarnos, porque ella es Madre, ella es mamá. Ella es nuestra Madre. Piensen en María.
Mantengamos los ojos fijos en Jesús, en su Cruz, y en María, nuestra Madre. De esa manera, aun en las dificultades, encontraremos la fuerza de seguir adelante, sin temer las acusaciones, sin necesidad de consensos, con la propia dignidad, con la propia seguridad de ser salvados y acompañados por la Madre, María, sin concesiones, sin maquillaje espiritual. Su dignidad no necesita maquillaje. Sigamos adelante, felices de ser para todos, testigos de la verdad, en el amor. Y por favor, no pierdan la alegría. Gracias.