Oh Madre querida,
Virgen dulcísima de la Altagracia,
Protectora de nuestro pueblo dominicano,
Míranos aquí, postrados en tu presencia,
deseosos de ofrecerte el testimonio de nuestro amor
y darte gracias por los innumerables favores
que de tus manos hemos recibido
Tú eres nuestra Abogada,
y humildemente venimos
a encomendarte nuestras necesidades.
Tú eres nuestra Maestra,
y como discípulos venimos
a aprender los ejemplos de tu santa vida.
Eres nuestra Madre,
y como hijos venimos
a ofrendarte todo el amor de nuestro corazón.
Recibe Madre querida, nuestras alabanzas
y escucha atenta nuestras súplicas. Amen
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El lienzo del cuadro de Nuestra Señora de la Altagracia es pequeño y según la opinión de los expertos es una obra primitiva de la escuela española pintada a finales del siglo XV o muy al principio del XVI. No se conoce ningún documento que se refiera al origen del lienzo y en los testimonios de información hechos en Santo Domingo a instancias de Simón de Bolívar, en 1569, mayordomo del Santuario de Higüey, no se consigna nada al respecto. El arzobispo Francisco de Cueba y Maldonado, quien se preocupó por la conservación del cuadro, dijo que él sólo sabía lo que contaba la tradición popular.
El cuadro mide unos 42 centímetros de ancho por 54 centímetros de alto y completa la estampa de Apocalipsis 12. Muestra a la “mujer” de Apocalipsis 12:5 que acaba de dar a luz un Hijo, con San José al lado. Tiene la corona de 12 estrellas, simbolizando los doce apóstoles; muestra la “alta gracia” de María, ser Madre de Dios, reina de la iglesia y del cielo, simbolizado por las estrellitas de su manto. El lienzo, que muestra una escena de la Natividad, fue exitosamente restaurado en 1978, pudiéndose apreciar ahora toda su belleza y su colorido original, pues el tiempo, con sus inclemencias, el humo de las velas y el roce de las manos de los devotos, habían alterado notablemente la superficie del cuadro hasta hacerlo casi irreconocible.
El marco que sostiene el cuadro es posiblemente la expresión más refinada de la orfebrería dominicana. Un desconocido artista del siglo XVIII construyó esta maravilla de oro, piedras preciosas y esmaltes, probablemente empleando para ello algunas de las joyas que los devotos han ofrecido a la Virgen como testimonio de gratiud.
Según la tradición narrada por Monseñor Juan Pepén en su libro "Donde floreció el naranjo",
Cuando todavía se encontraban restos de la indígena raza en región de Hicayagua, vivía con su familia en Higüey uno de los antiguos colonizadores españoles, que difrutaba de una buena fortuna y gozaba de merecida fama y del aprecio y estima de las altas dignidades de la colonia.
Tenía la costumbre de viajar a la ciudad de Santo Domingo, en épocas señaladas, con el objeto de vender su ganado para proveerse de los menesteres de su hogar.
En una ocasión, y a principio de enero, el buen padre emprendió uno de esos viajes, trayendo el encargo de sus dos hijas, jóvenes ambas. La mayor, alegre y muy dada a los divertimientos pidió que le llevase vestidos, cintas, encajes y otros aderezos; la otra, apenas en las catorce primaveras de la vida, y a quien llamaban la Niña en el lugar, era, por el contrario, de espíritu recogido, entregada a las prácticas religiosas, encargó a su padre una imágen de la Virgen de Altagracia, que había visto en sueños.
Extraña fue para él, que nunca había oído hablar de tal Virgen, la petición de su hija; pero así y todo, ella afirmó que la encontraría en su viaje.
De regreso a sus predios, con los regalos de la hija mayor, llevaba el amoroso padre el hondo pesar de no haber conseguido la Virgen de Altagracia para la Niña. La había buscado por todas partes, y no encontrándola, la solicitó de los Canónigos del Cabildo y aún del mismo Arzobispo, quienes le contestaron que no existía tal advocación.
Al pasar por la localidad Los Dos Ríos, pernoctó en la casa de un viejo amigo. Mientras cenaba con la familia, refirió el caso de la Virgen desconocida, manifestando el sentimiento de aparecerse en su casa sin llevar el encargo que le había hecho su hija predilecta.
Entonces, un viejo de barba blanca, que había pedido le dejasen pasar allí la noche, desde el apartado rincón en que estaba sentado, se puso en pie y, adelantándose hacia la mesa de los comensales, dijo: "¿Qué no existe la Virgen de Altagracia? Yo la traigo conmigo." Y echando mano de su alforja, sacó el pergamino y desenvolvió la pintura en lienzo de una preciosa imagen que era la de María adorando a un recién nacido que estaba en sus pies en una cuna.
Luego, el afortunado padre, viendo realizado el ideal de su fervorosa hija, reiteró sus promesas al generoso peregrino, invitándole a que pasase a su casa cuando quisiera para recibir la recompensa de su donativo. Al rayar la aurora del nuevo día, se despertó la recocijada familia, y cuál fue su sorpresa al buscar y no encontrar por ninguna parte al misterioso aparecido.
Cuenta la tradición que, acompañada la piadosa doncella de varias personas, recibió a su padre en el mismo lugar donde hoy se encuentra el Santuario de Higüey, y que, lleno de alborozo en sus salutaciones, entregó aquél a su hija el tan esperado regalo.
Ella, al pie del naranjo que aún se conserva a pesar de los siglos, mostró a los concurrentes en aquél día 21 de enero, su soñada imagen y, desde ese momento, quedó establecido el venerado culto de la Virgen de Altagracia, confundida en sus principios con el nombre de la "Virgen de la Niña".