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formación, reflexión y amistad en la fe, con una mirada católica ~ en línea desde el 20 de junio de 2003 ~
Documentación: San Agustín: Confesiones
Libro II
«El año 16 de su existencia»

Partes de esta serie: Introducción · Libro I · Libro II · Libro III · Libro IV · Libro V · Libro VI · Libro VII · Libro VIII · Libro IX · Libro X · Libro XI · Libro XII · Libro XIII

Libro Segundo: El año 16 de su existencia

CONTENIDO
I. Introducción
II. Desórdenes del amor en la pubertad
III. Interrupción de los estudios. Peligros de la ociosidad. Malas compañías
IV. El robo de las peras
V. La motivación de las malas acciones
VI. El mal por el mal. El mal imitación perversa de Dios
VII. La preservación del mal es también una gracia
VIII. La compañía arrastra
IX. Incentivo de las malas compañías
X. Plegaria final
Notas al Libro II

CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN

1. Quiero traer a la memoria las fealdades de mi pasado y las carnales corrupciones de mi alma, no porque las ame sino para que te ame a ti, Dios mío.

Por amor de tu amor lo hago: repaso mis sendas de suma iniquidad en la amargura de mis recuerdos, a fin de que tú me seas dulce, oh dulzura que no engaña, oh dulzura de dicha y de seguridad, tú que me recoges de la dispersión en que anduve desparramado y repartido, cuando apartado de ti, que eres Uno, me desvanecí en multitud de cosas.

Porque hubo un tiempo en mi adolescencia, en que me abrasé por saciarme de las cosas de acá abajo y no temí convertirme en una selva de amores sombríos y diversos y se marchitó mi hermosura y me descompuse a tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres.

CAPÍTULO II

DESÓRDENES DEL AMOR EN LA PUBERTAD

2. Y ¿qué era lo que me deleitaba sino amar y ser amado? Pero yo no me contenía en los límites de un cambio de alma a alma, hasta donde se encuentra la frontera luminosa de la amistad. Por el contrario, del fango de la concupiscencia carnal y de la efervescencia de la pubertad exhalábase un vaho que cubría de nubes y ofuscaba mi corazón hasta el grado de que no se distinguía la serenidad del afecto de la niebla de la sensualidad. Una y otra fermentaban mezcladas y arrebataban mi juventud sin apoyo por los senderos abruptos de las pasiones y la sumergían en el abismo de los vicios.

Habíase desatado tu cólera sobre mí y yo ni me había enterado. Habíame vuelto sordo con el rechinar de la cadena de mi mortalidad, expiando así el orgullo de mi alma. Y me iba alejando más de ti y tú lo consentías. Y me agitaba y me desbordaba y me derretía y hervía con mis fornicaciones y tú callabas.

¡Oh gozo mío, tardo en venir! Callabas entonces y yo me iba lejos, lejos de ti, rumbo a más y más estériles semilleros de dolores, con orgullosa abyección y desasosegado cansancio.

3. ¿Quién me hubiese regulado armoniosamente mi miseria? ¿Quién hubiese devuelto a buen uso las fugaces bellezas de las criaturas más bajas y puesto límites a sus encantos, a fin de que viniera a romper en la playa conyugal el bullente oleaje de mi juventud? ¿Quién lo hubiese hecho, si no podía apaciguarse ese oleaje en su propia finalidad, la procreación de los hijos, como lo prescribe tu ley, oh Señor, que das forma hasta a nuestra estirpe de muerte y puedes posar sobre ella la suavidad de tu mano para templar la dureza de las espinas que no conoce tu paraíso? No está lejos de nosotros tu omnipotencia, ni siquiera cuando estamos nosotros lejos de ti.

Si al menos hubiera escuchado con mayor vigilancia la voz que descendía de tus nubes: 1 Padecerán la tribulación de la carne en ese estado; yo os la quisiera ahorrar. Y: Es ventajoso para el hombre no tocar a la mujer. Y: El que está sin esposa piensa en las cosas de Dios, en la manera de agradar a Dios; pero el que está casado piensa en las cosas del mundo, en la manera de agradar a su esposa. ¡Ojalá hubiese escuchado estas voces con mayor vigilancia y, haciéndome eunuco por el reino de los cielos, hubiese esperado, para mayor felicidad mía, tus abrazos!

4. Mas yo, desventurado, entré en ebullición, dejándome arrastrar por el ímpetu de mi propia corriente, después de haberte abandonado, y transgredí todas tus leyes y no escapé a tus azotes —¿qué mortal lo lograría?— Sí, estabas siempre a mi lado, misericordioso en tus rigores, rociando de amargura y sinsabor todos mis ilícitos placeres. Para que así buscase el placer que no tiene sinsabor y, cuando pudiese hallarlo, no encontrase ningún otro fuera de ti, Señor, fuera de ti, que eriges el dolor en enseñanzas y golpeas para curar y nos das muerte para que no muramos lejos de ti.

¿Dónde estaba yo? ¡Qué lejos estaba en mi destierro de las delicias de tu casa en aquel año decimosexto de la edad de mi carne, cuando tomó su cetro sobre mí y yo me entregué por completo a ella, a la locura sensual, permitida según la infamia de los hombres, pero que está prohibida por tus leyes.

No cuidaron los míos de detenerme con el matrimonio en esta caída en las pasiones; sólo se preocuparon de hacerme aprender el arte de hablar lo mejor posible y de persuadir con la palabra.

CAPÍTULO III

INTERRUPCIÓN DE LOS ESTUDIOS. PELIGROS DE LA OCIOSIDAD. MALAS COMPAÑÍAS

5. Precisamente aquel mismo año habíanse interrumpido mis estudios. Se me había trasladado de Madaura,2 la ciudad vecina, por la cual había empezado mis andanzas con el propósito de formarme en las letras y en la retórica. Mientras tanto, allegábanse recursos para un viaje más lejano, a Cartago, con más voluntad que medios de parte de mi padre, que era un ciudadano de Tagaste bien modesto.3

¿A quién cuento yo estas cosas? No te las cuento a ti, Dios mío, sino que en tu presencia las cuento a mi linaje, al linaje humano, a la pequeña porción que pueda caer sobre este escrito mío. Y ¿por qué lo hago? Evidentemente para que yo y todo el que lo leyere consideremos desde qué abismo hay que clamar a ti. Y ¿qué cosa más cercana que tus oídos para un corazón que te confiesa y que vive de la fe?

¿Quién no ponía entonces por las nubes a mi padre, un hombre que iba más allá de las posibilidades de su fortuna para gastar con su hijo todo lo que fuese necesario, incluso lo que ocasionara un lejano viaje por razón de estudios? Porque muchos de sus conciudadanos, harto más ricos que él, no se tomaban por sus hijos tal cuidado. Y, entretanto, ese mismo padre no se preocupaba de cómo iría creciendo yo ante ti, de hasta qué punto sería casto, con tal de que fuese diserto o, más bien, un desierto sin tu cultivo, oh Dios, que eres el único dueño verdadero y bueno de tu campo, que es mi corazón.

6. Pero, cuando en aquel año decimosexto un intervalo de ocio impuesto por las estrecheces familiares me dejó libre de ir a la escuela y comencé a vivir en compañía de mis padres, se elevaron por encima de mi cabeza las zarzas de la sensualidad sin que hubiera mano alguna que las arrancase. Es más, al verme aquel padre en los baños ya púber, todo estremecido de inquieta adolescencia, como transportado por la perspectiva de tener nietos, se lo comunicó todo alborozado a mi madre. Estaba alborozado por esa embriaguez, en la que este mundo se ha olvidado de ti, de ti, su creador, para amar tu creatura en lugar de ti. Estaba ebrio del vino invisible de su voluntad perversa, inclinada a las cosas de acá abajo.

Mas ya habías comenzado a edificar tu templo y el principio de tu santa morada en el pecho de mi madre, mientras que él, mi padre, no era todavía más que un catecúmeno y eso desde hacía poco. Por lo que ella se sobresaltó temblando de piadosa emoción, pues aunque yo no había ingresado aún en la fe, temía que siguiera las tortuosas sendas por las que caminan los que te presentan la espalda y no el rostro.4

7. ¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callaste tú, Dios mío, cuando me iba alejando más y más de ti? ¿Es cierto que callabas entonces para mí? Y ¿de quién eran sino tuyas aquellas palabras que, por medio de mi madre, tu fiel sierva, hiciste resonar en mis oídos? Aunque ninguna descendió al corazón para que la pusiese en práctica.

Quería ella, y guardo en secreto el recuerdo de la advertencia que con inmensa solicitud me hiciera, que no fornicase, y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie. Consejos de mujer me parecían y me hubiera sonrojado de seguirlos. Pero en realidad eran tuyos y yo no lo sabía; creía que tú callabas y que hablaba ella, por quien tú me hablabas a mí, y en ella te despreciaba yo, yo, su hijo, el hijo de tu sierva, siervo tuyo.

Mas yo no lo sabía e iba precipitándome con tan obstinada ceguera que, entre los compañeros de mi edad, me avergonzaba de ser menos desvergonzado que ellos, cuando les oía jactarse de sus bellaquerías y vanagloriarse tanto más cuanto más torpes eran. Y me complacía hacer aquello no sólo por el placer del hecho en sí sino también por el placer de la alabanza. ¿Que cosa merece vituperios si no es el vicio? Yo, para no ser vituperado, me volvía más vicioso, y cuando no había ninguna mala acción que me colocase al nivel a los más depravados, fingía haber hecho lo que no había hecho, por no parecer tanto más abyecto cuanto era más inocente, y no ser tenido por más vil cuanto más casto era.

8. Ved en qué compañía recorría yo las largas avenidas de Babilonia y me revolcaba en su cieno como en el cinamomo y entre ungüentos preciosos. Y, para que estuviese más fuertemente atado al ombligo de esta Babilonia,5 me pisoteaba el enemigo invisible y me seducía, porque era yo fácil de seducir.

Ni siquiera aquélla que ya había escapado de en medio de Babilonia, aunque caminaba despacio por sus arrabales, la madre de mi carne, que me había recomendado el pudor, ni siquiera ella misma tuvo cuidado de encauzar dentro de los límites del afecto conyugal, puesto que no era posible cortar por lo sano, lo que de mí había oído a su marido y que advertía ya virulento y peligroso para más adelante. No se cuidó de ello porque temía que con el impedimento de una esposa se frustrase la esperanza que en mí tenía cifrada; no aquella esperanza de la vida futura que en ti tenía mi madre, sino la esperanza que mis padres colocaran en las letras. Uno y otro deseaban sobremanera que las aprendiese; él porque apenas pensaba en ti y tenía sobre mi persona proyectos de vanidad, ella porque juzgaba que los estudios tradicionales no sólo no constituirían ningún estorbo sino que me servirían de ayuda para llegar a ti. Así lo conjeturo recordando, en cuanto me es posible, el modo de ser de mis padres.6

Además se me aflojaban las riendas para el juego, por un exceso de moderación en la severidad, que conduce a un desenfreno de las diversas pasiones, y en todo había una niebla que me ocultaba, Dios mío, la vista de tu verdad serena. La iniquidad brotaba como de mi propia grosura. 7

CAPÍTULO IV

EL ROBO DE LAS PERAS

9. El hurto es castigado, ciertamente, por tu ley, Señor, y también por la ley que está escrita en los corazones de los hombres, ley que ni siquiera la misma iniquidad puede borrar. 8 Porque ¿qué ladrón puede sobrellevar con ecuanimidad que otro le robe? Ni siquiera uno que nada en la abundancia toleraría eso a otro que se viera forzado por la necesidad.

Pues yo quise cometer un robo y lo cometí sin que a ello me impulsara necesidad alguna, sino únicamente por carencia y hastío de justicia y por exceso de iniquidad. Porque robé lo que tenía en abundancia y de mejor calidad; ni quería disfrutar del objeto que buscaba con el robo, sino del robo mismo y del pecado. 9

Había en las inmediaciones de nuestra viña un peral cargado de peras, que ni por su aspecto ni por su sabor eran tentadoras. A sacudirlo y despojarlo corrimos una pandilla de mozalbetes en plena noche —pues, siguiendo una deplorable costumbre, hasta esas horas habíamos prolongado en las eras nuestros juegos— y acarreamos de allí una enorme carga de frutas, no para comérnoslas sino para echárselas a los puercos; y aunque comimos algunas, lo esencial para nosotros era hacer lo que nos venía en gana precisamente porque estaba prohibido. 10

Aquí está mi corazón, oh Dios, aquí está mi corazón, del que te compadeciste cuando estaba en el fondo del abismo. Dígate ahora este corazón mío aquí presente qué es lo que allí buscaba, para que yo fuese gratuitamente malo y no hubiese otro móvil de mi malicia que la malicia misma. Era aborrecible y la amé. Amé mi perdición, amé mi degradación. No amé lo que perseguía con mi degradación, sino mi degradación misma. Alma torpe, que me evadía de tu fortaleza para lanzarme a la ruina, puesto que no apetecía algo al precio de la infamia, sino la infamia misma.

CAPÍTULO V

LA MOTIVACIÓN DE LAS MALAS ACCIONES

10. Es un hecho que existe cierto atractivo en los objetos hermosos, como el oro, la plata y todo lo demás. Si se trata del tacto cuenta más que nada la conformidad del objeto a la carne, y todos los otros sentidos encuentran cada uno una acomodación adecuada en los objetos corporales. La honra temporal y el poder de mandar y de dominar tienen también su brillo, de donde nace igualmente el ardiente deseo de la venganza. Con todo, para alcanzar todos estos bienes no hay que salir ni alejarse de ti, Señor, ni desviarse de tu ley.

También la vida que vivimos en este mundo posee su encanto, efecto de un cierto hermoso equilibrio que le es propio y de una armoniosa relación con todas las cosas hermosas de acá abajo. La amistad humana es asimismo un vínculo dulce y amable, porque hace de muchas almas una sola.

Por todas estas cosas y por otras semejantes se comete el pecado, cuando por efecto de una inclinación inmoderada hacia esos bienes, que son los más bajos, se abandonan los bienes mejores y superiores: 11 tú, Señor, Dios nuestro, y tu verdad y tu ley. Porque también esos bienes inferiores encierran, qué duda cabe, delicias, pero no como mi Dios, que los ha hecho todos; porque en él se deleita el justo y él constituye las delicias de los corazones rectos.

11. Este es el motivo por el que, cuando se inquiere la causa de un crimen, no se le suele dar crédito hasta que se averigua qué apetito de los bienes que hemos llamado inferiores o qué temor de perderlos pudo mover a cometerlo. Son, sin duda, hermosos y nobles, aunque a la vista de los bienes superiores y beatíficos, resulten abyectos y despreciables.

Comete uno un homicidio. ¿Por qué lo cometió? Deseaba la mujer o la finca de ese hombre, o le quiso robar para tener con qué vivir, o tenía miedo de que el otro le quitase algo semejante, o, agraviado, ardía en deseos de venganza. ¿Iba a matar a un hombre sin motivo, por el solo placer de matarle? ¿Quién podría creerlo?

Porque hasta de aquel hombre sin entrañas y cruel en extremo, de quien se dijo que "era malo y cruel sin motivo", se había expuesto anteriormente la causa: "para que la inacción no entumeciese su mano o su brío". 12

Pero todavía cabe preguntar: ¿Por qué esto? Pues es que quería, entrenándose así en el crimen, tomar Roma, alcanzar los honores, el poder, las riquezas, eludir el temor de las leyes y las dificultades de la existencia debidas a su escasez de fortuna y a la conciencia de sus crímenes. No, ni el mismo Catilina amó sus propios crímenes, sino más bien otra cosa, por cuya causa los cometía.

CAPÍTULO VI

EL MAL POR EL MAL. EL MAL IMITACIÓN PERVERSA DE DIOS

12. ¿Qué es lo que yo, miserable de mí, amé en ti, oh hurto mío, oh abominable hazaña nocturna mía de mis dieciséis años? Hermoso no eras, puesto que eras un robo. ¿Acaso eras algo para que yo te hable?

Eran hermosas las peras que habíamos robado, porque eran criaturas tuyas, oh el más hermoso de todos los seres, creador de todas las cosas, Dios bueno, «Dios, sumo bien y verdadero bien mío. Eran hermosas aquellas peras, mas no eran ellas lo que apetecía mi alma miserable. Poseía en abundancia otras mejores; había cogido aquéllas únicamente por robar. Y, apenas cogidas, las había tirado. No comí de ellas más que la maldad, que saboreaba con delicia. Porque si algo de aquella fruta entró en mi boca, era el delito lo que le daba sabor.

Y ahora pregunto, Señor, Dios mío, qué era lo que en el hurto me deleitaba. Y he aquí que no hallo en él seducción alguna. No digo ya una seducción como la que brilla en la equidad y en la prudencia, pero ni siquiera como la que radica en la inteligencia humana o en la memoria o en los sentidos o en la vida vegetativa. Ni como son seductores los astros, ornato de los espacios, o la tierra y el mar, llenos de seres nuevos, que nacen para suceder a los que mueren, ni siquiera como esa especie de seducción defectuosa y aparente de los vicios engañadores.

13. Pues la soberbia remeda la celsitud, siendo tú único Dios excelso sobre todas las cosas. Y la ambición, ¿qué busca sino los honores y la gloria, cuando sólo tú eres, sobre todas las cosas, digno por siempre de honor y de gloria? Y ¿la crueldad de los poderosos? Quiere inspirar temor, pero ¿quién ha de ser temido sino sólo Dios? ¿Qué cosa puede escapar o sustraerse a su poder? ¿Cuándo, dónde, cómo o por quién lo. puede?

Y ¿las caricias de los lascivos? Pretenden hacerse amar, pero ni hay nada más acariciador que tu caridad, ni nada que más saludablemente se ame que tu verdad, hermosa y resplandeciente sobre todas las cosas. Y ¿la curiosidad? Parece afectar amor a la ciencia, mas eres tú quien posee un conocimiento sumo de todas las cosas. Aún la misma ignorancia y la necedad se cohonestan con el nombre de simplicidad y de inocencia, porque nada se encuentra más simple que tú. ¿Qué hay más inocente que tú, pues que son sus propias obras los enemigos de los malos? Y ¿la pereza? Ofrécese como un deseo de reposo, mas ¿qué reposo seguro fuera del Señor?

El lujo pretende tomar el nombre de hartura y abundancia. Tú eres la plenitud y el tesoro inagotable de una suavidad que no se puede corromper.

La prodigalidad se extiende bajo la sombra de la liberalidad, pero eres tú quien dispensa todos los bienes con suma profusión. La avaricia ambiciona poseer muchas cosas, y eres tú quien las posee todas. La envidia litiga por la excelencia: ¿hay algo más excelente que tú? La ira busca la venganza; ¿quién toma venganza más justicieramente que tú? El temor se espanta de las cosas insólitas y repentinas que se oponen a lo que uno ama, mientras vela por su seguridad, y ¿qué hay de insólito para ti?, ¿qué de repentino? O ¿quién apartará de ti lo que amas? O ¿dónde sino en ti se hallará firme seguridad? La tristeza se consume por la pérdida de los bienes en que se deleitaba, porque no quisiera que le arrebatasen, como a ti nada se te puede arrebatar.

14. Así es como fornica el alma cuando de ti se aparta y busca fuera de ti lo que no encuentra puro y límpido más que cuando torna a ti. Te imitan, sólo que al revés, cuantos de ti se alejan y se levantan contra ti. Pero aun imitándote así, dan a entender que eres el creador de todo ser y que, por tanto, no hay lugar adonde pueda nadie apartarse de ti por completo.

¿Qué es, pues, lo que yo amé en aquel hurto y en qué imité, aunque defectuosamente y al revés, a mi Señor? ¿Me deleité, tal vez, en obrar contra la ley, si bien fuese con engaño, ya que no podía por la fuerza? ¿Pretendía imitar así, en mi condición de cautivo, una libertad menguada, obrando impunemente, por una tenebrosa parodia de la omnipotencia, lo que estaba prohibido?

Aquí está el siervo esclavo que huía de su dueño y consiguió una sombra.13 ¡Oh podredumbre! ¡Oh monstruo de vida y profundidad de muerte! ¿Es posible qué pudiese agradar lo que no era lícito, por el sólo hecho de que no era lícito?

CAPÍTULO VII

LA PRESERVACIÓN DEL MAL ES TAMBIÉN UNA GRACIA

15. ¿Cómo retribuiré al Señor, que permite que recuerde mi memoria todas estas cosas sin que mi alma experimente temor por ello? Te amaré, Señor, te daré gracias, y confesaré tu nombre, porque me has perdonado tantas obras mías malas y criminales. A tu gracia y a tu misericordia atribuyo el que hayas derretido mis pecados como el hielo.

A tu gracia atribuyo también todo lo que no he hecho de malo. ¿Qué no hubiera podido hacer yo, que llegué a amar un delito bien gratuito? Reconozco que todo me ha sido perdonado; tanto el mal que voluntariamente cometí como el que, guiado por ti, no llegué a cometer.

¿Qué hombre hay que, considerando su debilidad, ose atribuir a sus propias fuerzas su castidad y su inocencia para amarte menos, como si tuviera menos necesidad de tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que a ti se convierten?

Que aquél, pues, que, llamado por ti, siguió tu llamamiento y evitó los pecados que de mí está leyendo, y que yo recuerdo y confieso, no se burle de mí por haber sido curado, estando enfermo, por el mismo médico que a él le concedió que no enfermara o, más bien, que se enfermara menos. Y, por ende, que te ame tanto como yo y aún más, pues por aquél por quien me ve restablecido de tantas y tan graves dolencias de mis pecados, por ése mismo se ve él preservado de tamañas dolencias de pecados.

CAPÍTULO VIII

LA COMPAÑÍA ARRASTRA

16. ¿Qué fruto saqué nunca, miserable, de aquellas acciones de las que ahora me avergüenzo al recordarlas? Especialmente de aquel hurto en el que amé el hurto mismo y no otra cosa. Como quiera que el hurto mismo no era nada, quedé yo por ello más miserable aún.

Y, sin embargo, yo sólo no lo hubiera cometido —tal era, bien me acuerdo, mi estado de ánimo—; de ninguna manera lo hubiese cometido solo. Luego amé también en este caso la compañía de aquellos con quienes lo cometí. Luego no es verdad que no amé otra cosa que el hurto; o, más bien, sí, ninguna otra cosa, porque también eso es nada.

¿Qué es, en realidad? ¿Quién será quien me lo enseñe, sino el que ilumina mi corazón y penetra sus sombras? ¿Qué es lo que se ofrece a mi mente averiguar y discutir y considerar? Si hubiese querido entonces por sí mismas aquellas frutas que robé y hubiese deseado saborearlas, hubiera podido, si eso bastara, cometer yo solo aquella maldad, con que habría llegado a darme gusto sin tener que recurrir al roce de mis cómplices para encender el prurito de mi deseo. Pero como para mí el placer no estaba en las frutas, estaba en el delito mismo, en el hecho de que estábamos asociados para pecar juntamente.

CAPÍTULO IX

INCENTIVO DE LAS MALAS COMPAÑÍAS

17. ¿Qué era aquél sentimiento de mi alma? No cabe duda que era en extremo vergonzoso. Desgraciado de mí que lo albergaba. Pero ¿qué era, en definitiva? ¿Quién comprenderá el pecado? Era como una risa, como un cosquilleo del corazón, porque engañábamos a quienes no sospechaban que hiciésemos tales cosas y lo iban a llevar muy a mal.

Mas ¿por qué me deleitaba precisamente en el hecho de no hacerlo yo solo? ¿Será porque nadie se ríe fácilmente a solas? Sí, nadie se ríe fácilmente; con todo, hay ocasiones en que la risa asalta también a los que están solos, sin que nadie esté presente, cuando se ofrece a sus sentidos o a su espíritu algo en extremo ridículo.

Yo solo, sin embargo, no lo hubiera hecho; jamás lo hubiera hecho yo solo. Aquí está en tu presencia, Dios mío, el vivo recuerdo de mi alma. Solo no hubiera cometido aquel hurto, en el que no me complacía lo que robaba, sino el robar. Y aun el robar no me hubiera agradado hacerlo a solas y no lo hubiera hecho.

¡Oh amistad demasiado enemiga, inescrutable seducción del espíritu! ¡Ganas de perjudicar por juego y por burla! ¡Afán de hacer daño a otro sin buscar provecho propio, sin asomo alguno de deseo de venganza! Basta que se diga: "¡Vayamos! ¡Hagámoslo!", y da vergüenza no ser desvergonzado.

CAPÍTULO X

PLEGARIA FINAL

18. ¿Quién podrá soltar ese nudo tan intrincado y enredado? Feo es; no quiero fijar en él mis ojos; no quiero verlo.

A ti es a quien yo quiero, justicia e inocencia hermosa y adornada de nobles luces y de insaciable saciedad. Hállase en ti reposo cumplido y vida imperturbable.

El que en ti entra, entra en el gozo de su Señor. No temerá y se encontrará soberanamente bien en el soberano bien.

Lejos de ti anduve a la deriva y caminé errante, Dios mío, muy lejos del camino de tu estabilidad, durante la adolescencia y me convertí en "región de indigencia" para mí mismo.14

Notas al Libro II:

1 En repetidos pasajes de sus obras refiérese Agustín a las nubes aludiendo a los Apóstoles y a las Sagradas Escrituras.

2 A 24 kilómetros de Tagaste, su ciudad natal.

3 Agustín había nacido en Tagaste, hoy Seuk —Ahras, en Numidia, en los confines del África Proconsular. La población de esa villa era, en su mayor parte, bereber, con algunos funcionarios y comerciantes romanos. La lengua de las clases humildes el bereber; la de las gentes cultivadas, el latín. Patricio, el padre de Agustín, tenía rango de decurión, por lo que formaba parte del consejo municipal de la ciudad. Era un pequeño terrateniente, por lo que, si tenía sangre romana, ésta se remontaría por lo menos al siglo II, época en que cesó la colonización de África por los veteranos. Lo más probable es que fuese un númida autóctono.

La familia de Agustín no era, pues, de las más modestas. Tampoco era rica y eso por varias razones, entre otras por ésta: Una vez impuesto a un ciudadano el cargo de decurión pasaba a los hijos por herencia, a menos que éstos lo rehusaran refugiándose en determinadas profesiones, como hizo Agustín más tarde, dedicándose al magisterio de retórica. Los decuriones no solamente eran responsables de cualquier déficit en la recaudación de impuestos en su ciudad, sino que tenían que costear a sus expensas una buena parte de los servicios y diversiones públicos. En la época en que nació Agustín los decuriones veían consumirse la fortuna, que habían heredado o ganado con su esfuerzo, en sufragar esos gastos de interés público. No pocos trataban de escapar a tan agobiadoras obligaciones valiéndose de subterfugios, pero les cerraba el paso una serie de edictos.

No sabemos si Patricio amasó él mismo su fortuna y fue promovido a la poca apetecible dignidad de decurión. o, si habiéndola heredado, estaba en trance de arruinarse. Lo único que nos consta es que sus bienes consistían en "unos pequeños campos’’ y que tuvo grandes dificultades para procurarse el dinero necesario a fin de enviar a su hijo a proseguir sus estudios en Cártago.

Madaura era una ciudad de mediana importancia, situada a unos 30 Km. de Tagaste, con cierto movimiento cultural, donde estaban todavía muy arraigadas las creencias y costumbres paganas. De esa ciudad guarda nuestro autor la imagen de una estatua de Marte, toda desnuda, en el Foro, y de las excentricidades sexuales a que se abandonaban muchos ciudadanos durante las Bacanales. También le dejó recuerdos de otra índole: Madaura era la patria de uno de los más grandes escritores latinos de África, Apuleyo.

4 Mónica, la madre de Agustín, era ferviente cristiana y su padre, Patricio, pagano. Numerosas familias africanas, y aun de todo el Imperio, figuraban en el mismo caso, pero no en todas reinaba la misma armonía, porque no todas las cristianas tenían la piedad y la reserva de Mónica, ni todos los paganos eran tan indiferentes como Patricio. La educación cristiana de Agustín es obra exclusiva de Mónica, quien tuvo buen cuidado de enseñarle cuanto su tierna edad le permitía comprender de la religión cristiana. En nada se opuso a tal educación el padre, que acabó recibiendo el bautismo poco antes de morir. (IX, 10, 22.)

5 Es frecuente en el santo Doctor, lo mismo que en otros autores de espiritualidad, significar el mundo por la ciudad de Babilonia.

6 Se ha tendido siempre a ser injustos con Patricio y demasiado indulgentes con Mónica. Se subrayan los elogios que de su madre hizo Agustín y se afirma, de ordinario, que no se expresó bien de su padre. Y más de un autor se refiere a la doble herencia del Santo, en la que se habrían mezciado la sensualidad desbordada de su padre y el suave misticismo materno. Ha sido la influencia de sus padres la que ha engendrado, según ellos, en el alma de Agustín aquel dualismo que le encadenó durante nueve años a la herejía maniquea.

Demasiado simple todo ello. Es cierto que habla mejor el hijo de Mónica que de Patricio, pero en más de una ocasión ha alabado a su padre y censurado a su madre. Narra con legítimo orgullo cómo aquél se impuso sacrificios para enviarle a Cartago, a pesar de su pobreza, esfuerzo que otros más ricos no hacían por sus hijos. Por el contrario vitupera a la cristiana Mónica por no haber intentado poner freno a la sensualidad del adolescente. En realidad, entreambos albergaban ambiciones terrenas con respecto al hijo y estaban decididos a impedir que se opusieran obstáculos en su camino. Por lo demás, no era la primera vez que relegaba Mónica a un segundo término el progreso moral de su hijo: ¿no había diferido su bautismo?

Lo que no se puede ocultar es el orgullo de Agustín por la sacrificada actitud de sus progenitores en esta circunstancia. Supone que si su madre no intentó casarle entonces fue porque temía perjudicar su formación intelectual, con la que contaba, como con una ayuda, para su posterior evolución espiritual.

7 La insistencia de Agustín en acusarse de haber ofendido la moral durante su adolescencia y juventud suele dejar la impresión de que fue un gran pecador. Pero la verdad es que resulta difícil tomar en serio las necedades que hacía cuando frisaba en los quince años. Adolescente ocioso, frecuentaba los baños públicos y correteaba por las calles, bien entrada la noche, con poco recomendables camaradas. Pero no era tan vicioso como sus compañeros, lo cual es ya un índice de dignidad moral y de aspiración hacia lo mejor. Uno de sus futuros adversarios, el obispo donatista Vicente de Cartena, reporta que Agustín era conocido entre los estudiantes como un muchacho tranquilo y ejemplar. Juicio que resulta harto más verosímil que los de tantos autores que, por haber tomado demasiado al pie de la letra la retórica agustiniana, nos lo pintan como un estudiante escandaloso y bullanguero.

8 Esta frase de las Confesiones resume la concepción agustiniana de la conciencia moral y de la ley, como ha observado justamente A. Solignac. Agustín toma probablemente de Cicerón (De leg. II, 4, 8 ss.; De rep. III, 22) —quien no hace sino repetir aquí puntos de vista estoicos— la idea de una ley divina fija e inmutable. Trasmitida al hombre, esta ley se identifica con "la razón y el espíritu del sabio" y dice "lo que el hombre debe hacer y lo que debe evitar". Desde sus primeros escritos ve el de Hipona en esta ley divina, transcrita en el alma del sabio, la más alta disciplina por la que pueda el hombre ordenarse a sí mismo y ajustarse al orden universal. Es una ley grabada en la naturaleza humana por una fuerza innata y que puede ser denominada, por ende, natural. Puede ser obnubilada y hasta aparentemente borrada por el vicio; sin embargo, jamás podrá ser extinguida, y esta permanencia basta para justificar el título de prevaricadores otorgado a los pecadores todos.

Mas, por efecto del pecado original y de los pecados personales, se ha constituido en el hombre una segunda ley opuesta a la primera: es la ley del pecado, de la que habla San Pablo en el cap. VII de la Epístola a los Romanos. La ley del pecado no es, pues, más que la consecuencia de los pecados que han oscurecido el espíritu y el corazón del hombre impidiéndole percibir y seguir la ley interior. Es entonces cuando interviene la ley escrita, la ley de los diez mandamientos, ley exterior, positiva, que refuerza la ley interior natural, y se impone al hombre, obligándole, de alguna manera, desde fuera.

El progreso en la vida espiritual consiste en remontar, bajo el impulso de la gracia, la ley del pecado y en interiorizar la ley exterior para volver a encontrar, en un plano superior, la ley interior. Pásase entonces de la heteronomía a la autonomía y el hombre deja de estar sub lege para encontrarse in lege.

9 Nitimur in uetitum semper cupimusque negata, había escrito Ovidio (Amores, III, 4, 17).

10 Ha condensado en unas breves líneas el episodio del robo de las peras, a cuyo comentario va a consagrar varias páginas. No hay por qué dudar del hecho real, cuyo recuerdo asegura el autor que está muy vivo en él. Pero parece probable que, si ha concedido un tan extenso desarrollo al análisis de este pecadillo, a fin de hacer resaltar su malicia gratuita, fue por acomodarse a una tradición usual en la literatura ascética.

11 La teoría de los tres grados del bien desempeña un papel relevante en la metafísica y en la antropología agustinianas. En el grado más alto se encuentra el Summum bonum, que es Dios; en medio, la voluntad, que es media uis, un medium bonum; en el más bajo, las cosas temporales.

12 Salustio, Conjuración de Catilina, 16.

13 Cita de Job 7,2, según la antigua versión latina.

14 Nueva contaminación del tema evangélico del Hijo pródigo (Lc 15) con el tema neoplatónico de la indigencia lejos de Dios. Cfr. la nota 39 del libro primero. La regio egestatis es también la regio dissimilitudinis del VII, 10, 16.

 

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