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El Testigo Fiel
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Documentación: San Agustín
San Agustín es, sin duda, el más grande de los Padres y uno de los genios más eminentes de la humanidad. Su influencia sobre la posteridad ha sido continua y profunda Es importante conocer con exactitud los datos de la vida de Agustín, sobre todo los relativos a su vuelta a la fe católica. Agustín mismo se ha «confesado» a menudo y además de él nos ha dejado una biografía de gran valor su discípulo y amigo Posidio. (Agostino Trape)
ver este padre en el Santoral
Grupo: p. latinos
Año de referencia: 430
Introducción:

Vida de San Agustín

Desde el nacimiento a la conversión (354-386)

San Agustín nació el 13 de noviembre del 354, hijo, quizá primogénito, de un consejero municipal y modesto propietario de Tagaste, en Numidia. Africano, al parecer, de raza y de nacimiento, fue ciertamente romano por lengua, cultura y corazón Estudió en Tagaste, en Madaura y, gracias a la ayuda de su conciudadano Romaniano, en Cartago.

Enseñó gramática en Tagaste (374), y retórica en Cartago (375-383), Roma (384) y Milán (otoño del 384 - verano del 386), donde ejerció como profesor oficial. Conocía a fondo la lengua y la cultura latinas, no le fue familiar el griego e ignoró la lengua púnica.

Recibió educación cristiana de su piadosísima madre Mónica y permaneció siempre, en su espíritu, cristiano, aun cuando abandonó a los diecinueve años la fe católica.

Su larga y atormentada evolución interior (373-386) comenzó con la lectura del Hortensius, de Cicerón, que le inspiró un ardiente amor por la sabiduría, mas destiló, asimismo, en sus pensamientos tendencias racionalistas y naturalistas. Poco después, leída sin provecho la Escritura, encontró, prestó oídos y siguió a los maniqueos Las razones principales fueron tres: el racionalismo de que alardeaban, que excluía la fe, la abierta profesión de un cristianismo espiritual y puro que no admitía el Antiguo Testamento, y la solución radical del problema del mal que los maniqueos ofrecían.

No fue un maniqueo convencido, sino solamente un maniqueo, confiado en que le sería mostrada la sabiduría prometida (De beata vita, 4), fue, en cambio, un anticatólico convencido. Aceptó del maniqueísmo los presupuestos metodológicos y metafísicos: el racionalismo, el materialismo y el dualismo. Cuando poco a poco se convenció, gracias al estudio de las artes liberales, y en especial de la filosofía, de la inconsistencia de la religión de Mani -y la prueba decisiva se la supeditó el obispo maniqueo Fausto-, no pensó en volver a la Iglesia católica ni abrazó una corriente de filósofos, «porque ignoraban el nombre de Cristo» (Conf. 5,14,25), sino que cedió a la tentación escéptica «los académicos gobernaron por mucho tiempo el timón de mi nave» (De b. v. 4). El camino de vuelta lo emprendió en Milán. Comenzó con la predicación de san Ambrosio, que disipaba las dificultades maniqueas y le ofrecía la clave para interpretar el Antiguo Testamento, continuó con la reflexión personal sobre la necesidad de la fe para alcanzar la sabiduría, y llegó a la convicción de que la autoridad en la que se apoya la fe es la Escritura, avalada y leída por la Iglesia. Había opuesto Cristo a la Iglesia, y ahora descubría que la senda para ir a Cristo era precisamente la Iglesia.

Mucho se ha discutido y mucho se discute acerca del momento de la conversión de san Agustín y del influjo que en ella ejerció la lectura de los platónicos. Para hacer justicia a los textos agustinianos es preciso distinguir entre el motivo de la fe y el contenido de la misma, el primero lo había conquistado antes de la lectura de los platónicos, el segundo lo percibió claramente, en parte, sólo después. A pesar de que muchas cuestiones no le eran aún claras, se adhería, como siempre había hecho, a la autoridad de Cristo, y ahora de nuevo a la autoridad de la Iglesia: «En mi corazón estaba firmemente enraizada la fe en la Iglesia católica, fe en muchos puntos amorfa todavía y vagorosa, fuera de toda norma doctrinal. Mas, con todo eso, no la abandonaba mi espíritu, antes de día en día íbala absorbiendo e impregnándose de ella» (Conf. 7,5,7).

Los platónicos le ayudaron a resolver dos problemas filosóficos fundamentales: el problema del materialismo y el problema del mal, el primero logró superarlo al descubrir en su mundo interior, obedeciendo al consejo de los platónicos (Conf. 7,10,16), la luz inteligible de la verdad, el segundo al intuir que el mal no era más que defecto o privación del bien. Le quedaba aún el problema teológico de la mediación y de la gracia. Para resolverlo recurrió a san Pablo, y de su lectura aprendió que Cristo es no sólo Maestro, sino Redentor. Superado de este modo el último error, el naturalismo, el itinerario de su vuelta a la fe católica tocaba a su fin. Mas llegado aquí surgía o volvía a surgir otro problema: la elección del modo de vivir el ideal cristiano de la sabiduría, es decir, si debía renunciar o no en su favor a toda esperanza terrena, y, por tanto, también a la carrera y al matrimonio. La primera renuncia, a pesar del brillante porvenir que se anunciaba (no había de tardar la presidencia de un tribunal o de una provincia), no le costaba mucho, mucho, en cambio, le costaba la segunda; a los diecisiete años, para poner freno al ímpetu de la pubertad y no desdecir en la buena sociedad (Solil. 1,11,19), se había unido a una mujer, que le había dado un hijo (muerto entre el 389 y el 391) y a la que había sido siempre fiel (Conf. 4,2,2). Tras largas vacilaciones (Conf. 6,11,- 18-16.26) y dramáticos enfrentamientos interiores, no sin una poderosa ayuda de la gracia (Conf. 8,6,13-12,30), decidió seguir el consejo del Apóstol y obedecer a sus más profundas aspiraciones: «Me habías convertido a ti tan plenamente, que ya no buscaba esposa ni perseguía esperanza alguna del siglo» (Conf. 8,12,30). Era el año 386, a principios del mes de agosto.

De la conversión a su elección episcopal (386-396)

Diez años escasos, pero riquísimos en el orden espiritual y teológico. Tomada la decisión de renunciar a la enseñanza y al matrimonio, se retiró, a fines de octubre, a Casiciaco (probablemente, la actual Cassago, en Brianza) para prepararse al bautismo; volvió a Milán en los primeros días de marzo, se inscribió entre los catecúmenos, siguió la catequesis de san Ambrosio y fue por él bautizado, con Alipio y su hijo Adeodato, en la noche del 24 al 25 de abril, vigilia de Pascua: «y huyó de nosotros toda ansiedad de la vida pasada» (Conf. 9,6,14). Recibido el bautismo, la pequeña comunidad resolvió volver a África para poner por obra allí «el santo propósito» de vivir juntos al servicio de Dios. Antes de finalizar agosto dejó Milán y llegó a Ostia, donde su madre Mónica enfermó repentinamente y murió. Agustín decidió entonces volver a Roma, donde permaneció hasta después de la muerte del usurpador Máximo (julio o agosto del 388), interesándose por la vida monástica y ocupado en la composición de sus escritos; luego marchó a África y se retiró a Tagaste, donde puso por obra con sus amigos su programa de vida ascética (cf. Posidio, Vita 3,1-2).

El 391 viajó a Hipona para «buscar un lugar donde abrir un monasterio y vivir con mis hermanos», y allí lo sorprendió la ordenación sacerdotal, que aceptó reluctante (Serm. 355,2; Ep. 21; Posidio, Vita 4,2). Ordenado sacerdote, obtuvo del obispo autorización para fundar, según su plan, un monasterio, «donde empezó a vivir según la manera y regla establecida en tiempos de los santos apóstoles» (Posidio, Vita 5,1), intensificando el ejercicio ascético, profundizando en el estudio de la teología e iniciando el ministerio de la predicación.

Fue consagrado obispo el 395 o, según otra opinión, el 396, sirviendo primero como coadjutor de Hipona y luego -al menos desde agosto del 397- como titular de la sede. Dejó entonces el monasterio de laicos, donde había vivido al frente de la comunidad, y, para poder más libremente ofrecer hospitalidad a todos, se instaló en la «casa del obispo», que transformó en monasterio de clérigos (Serm. 355,2).

Desde su elección episcopal hasta la muerte (396-430)

La actividad episcopal de Agustín fue en verdad prodigiosa tanto en el gobierno ordinario de su diócesis como en su labor extraordinaria al servicio de la iglesia de África y de la Iglesia universal. Sus actividades ordinarias comprendían el ministerio de la palabra (predicó sin interrupción dos veces a la semana, sábado y domingo; a menudo, varios días seguidos, y aun dos veces al día); la «audientia episcopi», en la que atendía y juzgaba las causas, y le ocupaba, a veces, toda la jornada; el cuidado de los pobres y huérfanos; la formación del clero, con el que se mostró, a la vez, paternal y severo; la organización de monasterios masculinos y femeninos, la visita a los enfermos, la intervención en favor de los fieles ante la autoridad civil («apud saeculi potestates»); ocupación no de su gusto, que no esquivaba cuando lo creía oportuno; la administración de los bienes eclesiásticos, de la que hubiera prescindido si hubiera encontrado un seglar que de ella se encargara. 

Aún más intensa fue su labor extraordinaria: los numerosos y largos viajes para presenciar los frecuentes concilios africanos o para atender las peticiones de sus colegas; el dictado de las cartas en respuesta a cuantos a él recurrían de las regiones y clases más diversas; la ilustración y defensa de la fe. Esta última exigencia lo llevó a intervenir sin pausa contra maniqueos, donatistas, pelagianos, arrianos y paganos. Fue el alma de la conferencia del 411 entre obispos católicos y donatistas y el artífice principal de la solución del cisma donatista y de la controversia pelagiana. Al morir, el 28 de agosto del 430, durante el tercer mes del asedio de Hipona por los vándalos, dejó sin acabar tres importantes obras; entre ellas, la segunda respuesta a Juliano, el arquitecto del pelagianismo. Su último escrito fue una carta (ep. 228), dictada quizá en su lecho de muerte, sobre los deberes de los sacerdotes durante la invasión de los bárbaros. Fue sepultado, probablemente, en la Basilica Pacis, la catedral; luego, sus restos, en fecha incierta, fueron llevados a Cerdeña, y de aquí, hacia el 725, pasaron a la basílica de San Pietro in Ciel d'Oro, de Pavía, donde hoy reposan.

Fuentes principales para el estudio de su vida

Obras de san Agustín:

Los Diálogos de Casiciaco, que podemos considerar sus primeras Confesiones, compuestos entre noviembre del 386 y marzo del 387.

Las Confesiones, son obra autobiográfica, pero también obra de filosofía, de teología, de mística y de poesía.

Las Retractaciones, obra fundamental para el estudio de los escritos de San Agustín e importante, asimismo, para conocer su disposición interior y los motivos que inspiraron su composición, son un minucioso examen de conciencia del anciano escritor sobre su actividad literaria y la última de sus Confesiones.

Los sermones 355 y 356, pronunciados el 18 de diciembre del 425 y poco después de la fiesta de Epifanía del año siguiente, suplen, en parte, el silencio de las Confesiones acerca del período desde la vuelta a África hasta su elección episcopal y nos informan acerca de la fundación de los monasterios de Hipona, ofreciendo un cuadro de la vida que en ellos se conducía.

Fuentes no agustinianas

La Vida de San Agustín, obra de Posidio, escrita entre el 431 y el 439 a base de los recuerdos personales y de las fuentes escritas existentes en la biblioteca de Hipona, es obra de excepcional valor histórico y guía insustituible para conocer la vida y la actividad de san Agustín desde su ordenación sacerdotal hasta su muerte.

 

(Agostino Trape, en «Patrología III», Di Berardino (coord), BAC, 1981, págs. 406-415)

Obras:
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