Resumiré en este trabajo algunas aspectos de la cuestión de la historia en relación al conocimiento de Jesús, en particular algunas sistematizaciones que son ya casi clásicas y como tácitamente aceptadas en el lenguaje “de especialistas”, y que sin embargo no han llegado al gran público, o han llegado de manera tan fragmentaria, que no cumplen su función de “estado de la cuestión”, que evita discutir una y otra vez lo que el consenso de conocimiento bíblico en nuestra época considera ya indiscutible.
Y lo primero que puede darse como indiscutible es que hay un problema en la percepción de la historicidad de los evangelios. El problema, en realidad, se extiende a toda la Biblia, pero se vuelve más acuciante en relación a Jesús, a quien proclamamos nuestro Salvador... siempre que cumpla la condición fundamental de haber históricamente nacido, crecido, muerto en cruz y resucitado.
Sea como sea que se resuelva el problema de la historicidad de los evangelios, quien quiere acercarse al estudio de la Biblia no puede ya evitar preguntarse por el valor histórico de los textos, y de alguna manera rehacer el camino que ha seguido el conocimiento bíblico en los últimos siglos.
¿Pero acaso no son los evangelios una fuente suficientemente confiable como para que las cuestiones de la existencia de Jesús, su muerte redentora, su resurrección, las podamos afirmar como hechos incontestables más allá de toda duda?
Es muy importante aprender a distinguir lo que puede ser una confiabilidad subjetiva, no en el sentido de un relativismo subjetivista, sino en aquello que individualmente me puede conformar a mí, y aquello que la cultura que me rodea, exige como objetiva a toda realidad para aceptar su valor histórico.
Yo, Abel, puedo perfectamente aceptar los evangelios –y de hecho lo hago- como fuente histórica; no necesito más para quedar persuadido de la existencia de Jesús, de su poder taumatúrgico, de su muerte en cruz redentora, de su resurrección gloriosa. Pero esa convicción que a mí me resulta clara a partir del texto de los evangelios y por la enseñanza de la Iglesia a la que pertenezco, no surge en realidad, aunque pueda ingenuamente parecerlo, del texto de los evangelios; surge de un abordaje específico de los evangelios, de un modo de leerlos, del modo que llamamos, precisamente, “lectura creyente”.
Nada más habitual que afirmar (y esto desde la antigüedad cristiana) que “si no se tiene fe los evangelios no se comprenden”. ¿Qué quiere decir este “si no se tiene fe”? quiere decir, precisamente, que los evangelios no se entienden como texto puro, sino como texto metido en un contexto de lectura que proviene de la fe, de la Iglesia, de la tradición...
Ahora bien, mientras sólo nos dediquemos a leer el texto de los evangelios entre nosotros, los creyentes, ¡desde luego que no percibiremos la ruptura entre el texto y nuestro horizonte de lectura! Pero ¿acaso nuestra fe no es esencialmente misional? ¿no reclama nuestra fe, desde adentro y como plenitud de su realización, que el dialogo de la fe no ocurra sólo -¡ni principalmente!- entre creyentes sino entre estos y un mundo necesitado siempre de redención?
Cuando salimos del horizonte del lectura en la fe –y no podemos no salir porque la misma fe nos pide que vayamos “al mundo”- el Evangelio deja de tener esa inmediatez de la percepción histórica de Jesús, comienzan a aparecer preguntas tales como “¿pero de verdad nació en Belén? ¿hubo una estrella? ¿acaso es posible que caminara sobre las aguas, curara ciegos, etc.? ¿murió en la cruz? y la más radical de todas: ¿existió un personaje histórico Jesús al que podamos adscribir todo eso que dicen los evangelios?
Para el que mira desde la fe, todas estas preguntas son tonterías y son jugar peligrosamente con ese don débil, que no nos pertenece sino que nos es dado, de la fe.
¿Para el que mira desde la fe? ¡No! para el que mira desde la fe como el que esconde el talento de la parábola, que por miedo a perderlo no lo hace producir. La fe que busca producir al ciento por uno, precisamente porque sabe que Jesús existió, que nació, murió de muerte redentora, resucitó en gloria y para la gloria, no teme aprender a leer los evangelios como los lee el mundo, pues para producir al ciento por uno deberá hablar con el mundo, manejar su lenguaje, entrar en sus contradicciones, y desde allí encender la luz de Cristo.
Precisamente en ese punto, en sacarse cierto “corsé dogmático” (ya explicaré más esta expresión), comienza la primera cuestión acerca de la historicidad de Jesús, hacia fines del siglo XVIII.[1].
A esta primera etapa de la pregunta histórica a los evangelios se la denomina “First quest” –primera cuestión- u “Old quest” –vieja cuestión-. Los autores más destacados de esta etapa son Reimarus, Lessing, Renán; casi todos del protestantismo, o católicos que se apartaron de la fe.
Esta etapa, larga y dolorosa, comienza con el advenimiento del racionalismo, y avanza hasta la primera parte del siglo XX.
Se caracteriza por remarcar la oposición entre un Jesús predicador ético, hombre sencillo y a-dogmático, por un lado, y por el otro la predicación apostólica y las iglesias, que más que transmitir a Jesús, han encorsetado su mensaje en un conjunto de leyes y dogmas. Para esta postura, naturalmente, la divinidad de Jesús, y todo lo que ella conlleva, es un sobreañadido dogmático, o, dicho de otro modo más crudo, un invento de los apóstoles.
A los creyentes, desde luego, todo este planteamiento nos parece grotesco y muy fuera de lo que percibimos, y no como un corsé dogmático, en Jesús; sin embargo, quisiera hacer notar que a pesar de que ya hace 100 años que ningún intelectual se tomaría este planteo en serio, en muchas posturas que pueden verse reflejadas en los periódicos o en la tele aun subsiste, sobre todo cuando se opone un Jesús “dogmático” y un Jesús “maestro ético”.
Es propio de esta etapa la profusión de “vidas de Jesús”, cada una de las cuales buscaba reconstruir ese mensaje ético que estaría oculto y velado por los evangelios. En la práctica, en vez de reconstruir la “ética de Jesús”, lo que estos autores hacían era plantear sus propios ideales éticos, los de su grupo, los de su sociedad..
Este modo de plantear la historia de Jesús en relación a los evangelios y lo que ellos nos muestran va de la mano con uno de los movimientos teológicos protestantes mas influyentes del fin del siglo XIX y comienzos del XX: la llamada «teología liberal», que aunque nace en el protestantismo, tiene una decisiva influencia en todo el desarrollo de la teología, incluyendo la nuestra.
Esta teología intenta mostrar que el cristianismo no es más que un caso particular de una “ética natural” que estaría presente en el hombre civilizado de toda época, y que las religiones no hacen más que, por un lado expresar y por el otro particularizarse de tal modo que terminan ahogando esa misma ética que ellas representan. Esta teología liberal, entonces, lo que busca es expresar esa “ética natural”, y ve en Jesús un modelo y un maestro, no menos, pero tampoco más que eso, dejando arrumbadas las cuestiones dogmáticas como fuente de división entre los seres humanos, y escollos en el camino hacia la consecución de una sociedad racionalmente organizada.
Ya a mediados del siglo XIX, y cuando aún esta teología está en efervescencia, había surgido una solitaria voz (“vox clamans in deserto”) que trataba de que no se ahogara la voz de Cristo a cada creyente en la generalidad de estas éticas racionalistas; se trata de Kierkegaard, filósofo, teólogo, predicador maniatado por su iglesia, escritor casi inclasificable, pero cuyo mensaje se puede resumir en una frase: no es la ética –representante de Lo General- la que salva, sino Jesús.
Kierkegaard reivindica el papel del “salto de la fe”: hay un corte, un hiato entre el hombre natural y el creyente; ese corte me deja de un lado o del otro, y por mucha ética que me prediquen no puedo dejar de darlo yo por mí mismo, en la soledad de mi acto de fe.
Desde luego pido que nadie considere estas dos líneas como una aproximación siquiera imprecisa a la grandeza y profundidad de este pensador; sólo arrimar un concepto para que se comprenda cómo, hacia fines del siglo XIX, pero sobre todo en el XX van a surgir, de la mano de nuevas posturas filosóficas, teologías que, desde dentro mismo den la teología liberal, romperán con ella.
Me refiero en especial a Karl Barth, y a uno de sus más relevantes discípulos, e importante sobre todo para nuestra cuestión, Rudolf Bultmann.
Karl Barth funda la llamada “teología dialéctica”, una nueva forma de enfocar la fe, en respuesta a la teología liberal, y que busca sobre todo volver a la fe bíblica, volver a escuchar la particularidad del Evangelio, como quería Kierkegaard, y volver –este movimiento nace en el seno del protestantismo- al primer Lutero.
No me detendré en Karl Barth, que sería muy interesante pero abriría demasiado el abanico de nuestro tema, sino sólo señalar que este movimiento de vuelta a la Biblia, junto con las herramientas filosóficas que aporta Heidegger en Friburgo, el ingreso del individuo en el panorama de las categorías filosóficas, la recusación existencialista de toda moral, permiten el surgimiento de una de las figuras decisivas en los estudios bíblicos del siglo XX: Rudolf Bultmann (1884-1976, murió en el mismo año que Heidegger alguien que estuvo tan ligado a la filosofía heideggeriana y a la amistad personal con él). Sea para alabarlo, para denostarlo, para recomendarlo o contradecirlo, a treinta años de su muerte y más de sesenta de sus obras fundamentales, la referencia a Bultmann sigue siendo necesaria; precisamente porque planteó cuestiones radicales, y las planteó radicalmente, sin temer a lo que pudiera surgir de su pensamiento.
Eso que planteó es hoy imposible de sostener: nuevas herramientas interpretativas han mostrado que sus cuestiones radicales resultaban ser cuestiones que no se habían profundizado por completo; me atrevería a decir que si hoy Bultmann estuviera y conservara su honestidad intelectual, no podría ser bultmaniano; sin embargo, esas nuevas herramientas hermenéuticas (interpretativas) han surgido precisamente en relación a capacitarse para contestar sus radicales preguntas; y así Bultmann sigue siendo, de alguna manera, actual.
En la clasificación de Pie i Ninot que estamos siguiendo, Bultmann ocupa la segunda etapa, denominada paradójicamente “No quest” (no-cuestión). ¿Por qué “no quest”? Porque con Bultmann se llega al punto de ruptura total entre la historia y el Evangelio.
Si en la anterior etapa veíamos que el “Jesús de la fe” encorsetaba al “Jesús histórico-ético”, a quien había que liberar, con Bultmann será el Jesús histórico el que es utilizado como excusa para no aceptar el juicio que el Evangelio hace de mí, de cada uno.
El Jesús histórico no sólo es inhallable, sino que además se opone al Evangelio: el que va a la pesca del Jesús histórico se enreda en el pecado que la Escritura condena.
No sólo el Evangelio no provee de herramientas históricas de ninguna clase, sino que perderse en el camino de la pregunta histórica es perder la fe y su reclamo interior e incondicional.
Bultmann no dudará en calificar de “mitológico” todo lo que creemos saber sobre Jesús, y no sólo los acontecimientos anecdóticos y de alguna manera secundarios (el lugar de nacimiento, el lugar de su muerte, etc.) sino acontecimientos tan enormemente centrales como la última cena o la cruz .
La disputa que surgió en torno al uso de este chocante término -“mito”- permitió que se avanzara en el conocimiento del mito y su función y presencia cultural, de tal modo que hoy sin ninguna duda que ya tiene otros contenidos que los que tenía con y en la época de Bultmann. No obstante, a pesar de que no está ni en el mito ni en la desmitologización el centro del pensamiento bultmaniano. sino en encontrar el modo de acceder a ese reclamo incondicional de Dios en la Escritura, este otro aspecto más escandaloso es el que ha quedado más grabado en los oídos. Correspondería a un trabajo que tratara exclusivamente sobre Bultmann el intentar comprender un poco más los aspectos positivos y negativos de su pensamiento y del “programa de desmitologización”.
La “No quest” coloca del lado del mito todo lo que podamos decir históricamente sobre Jesús, e incluso es necesario desmitologizar, esto es: deshistorizar, para llegar al conocimiento auténtico de Jesús, el conocimiento interior de la fe.
Muchos cristianos aún hoy, cuando afirman que el único acceso a la verdad de la Biblia lo da la fe, creen estar diciendo algo muy piadoso, cuando en realidad están repitiendo el punto de partida bultmaniano. Es verdad: la fe nos provee de una mirada especial hacia los evangelios, los comprendemos distinto a partir de la fe... pero pueden –¡y deben!- poder ser leídos desde otros ángulos, con otras miradas, precisamente para que sea posible que se suscite el diálogo de la fe.
Es hacia 1953, y precisamente en relación a encontrar respuestas a la brecha abierta por Bultmann, que Kässemann –discípulo de Bultmann, e incómodo, junto con otros discípulos, de los planteamientos cada vez más radicales del maestro- anuncia la posibilidad de encontrarnos en medio de los evangelios con fidedignos datos históricos, y enuncia así un criterio que se volverá fundamental en los estudios bíblicos: “el criterio de desemejanza”.
A esta nueva etapa, signada por la búsqueda de criterios objetivos en la determinación del valor histórico de los evangelios, que durará hasta 1985 aproximadamente, se la denomina, en la misma clasificación que venimos siguiendo, “New quest” (nueva cuestión): la cuestión vuelve a aparecer, y vuelve a encontrarse la posibilidad de un sustrato histórico accesible en los evangelios.
Lo que a mí me parece fundamental en todo esto, y quizás me este adelantando un poco a la conclusión general, es ver la seriedad con que debe ser enfocada la cuestión de la historicidad de los evangelios: no se trata de que los evangelios son históricos por puro voluntarismo; esa mirada ingenua debe ser desterrada lejos: los evangelios no son históricos porque la fe lo necesita: son históricos si contienen referencias históricas, y no lo son si no las contienen. Si yo pienso que deberían ser históricos, lo que tengo que hacer es arremangarme y buscar criterios que me permitan establecer esa historicidad, no afirmarla por puro voluntarismo, apoyarla en la fe, y encima pretender que los no creyentes (es decir, aquellos a los que tengo que hablar) la acepten.
La New Quest, entonces, incómoda con el a-historicismo de Bultmann, se preocupará por encontrar criterios de historicidad, el de desemejanza ante todo, pero no sólo él.
Detengámonos en ese criterio: una vez hallado parece tan obvio, que uno se pregunta cómo pudo estar oculto tanto tiempo, y sin embargo lo estuvo, ¡siglos! El criterio de desemejanza afirma que aquello de Jesús que no puede establecerse en continuidad (en semejanza) con el judaísmo, ni tampoco con la Iglesia apostólica, es, con toda probabilidad, histórico.
Así, para poner un ejemplo, la exigencia escatológica de anular las prácticas divorcistas es discontinua con el judaísmo (que lo aceptaba) y es molesta a la predicación apostólica, que encuentra en ese punto un escollo tanto para hacer aceptable la nueva religión a los judíos como a los gentiles; puesto, entonces, que esas palabras de Jesús son desemejantes a las expectativas de los dos extremos, tanto de los judíos como de los apóstoles, son, con total probabilidad, “ipssisima verba”, palabras propiamente dichas por Jesús.
Otro ejemplo: Jesús se dirige a Dios llamándolo “Abba”, que en arameo significa “papá”; sin embargo, es un familiarismo con Dios inconcebible para los judíos, así como no practicado por la primitiva Iglesia, que enseguida tradujo la palabra al griego como “Pater” (mucho menos familiar). Nuevamente: desemejante a los dos extremos, ipssisimum verbum con toda probabilidad.
Los ejemplos podrían multiplicarse, sin embargo, no es el único criterio, junto a él se formulan otros, como el criterio de múltiple atestación (cuando un dato está presente en fuentes independientes), conformidad (cuando un aspecto de los hechos presentados sobre Jesús es congruente con otros aspectos establecidos con certeza histórica).
Como vemos, la New quest nos presenta una historia construida con mínimos ladrillos, y muy lentamente; aún se percibe una ruptura muy grande entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, pero el salto que esa ruptura exige ya no es un salto al vacío, no estamos en el límite del gnosticismo como con Bultmann, sino apoyados en un suelo que, aunque mínimo, permite seguir construyendo en él.
Sin embargo, la New quest deja abierta una pregunta que se va haciendo cada vez más acuciante en el panorama de los estudios bíblicos y para la cual no sólo no tiene respuesta, sino que su método hace imposible abordarla: ¿cuál es la relación entre Jesús y su época, entre Jesús y el judaísmo? Notemos que el criterio histórico fundamental de la New quest, la desemejanza, cierra todo camino hacia esa pregunta.
Es así como surge, ya en los últimos años del siglo XX (y estamos en esa etapa), la llamada “Third quest” (tercera cuestión, recordemos que Bultmann es “no quest”: no hay cuestión histórica), Particularmente surge de la mano de Senders y del Jesus Seminaire; lo que significa no sólo un cambio de pregunta sino un cambio en el idioma en que está planteada esta teología.
La Third quest busca entender a Jesús en el contexto del judaísmo y de la cultura mediterránea, tratando de llegar a las necesidades histórico-político-culturales de la predicación de Jesús y, sobre todo, de la cruz.
Es el intento más radical de una cristología “desde abajo”, es decir, partiendo, no del reconocimiento de la divinidad sino de la humanidad concreta, y por lo tanto situada históricamente, de Jesús. Por tanto, y aunque esto varía según los autores, los evangelios canónicos no son ya la fuente principal o privilegiada del conocimeinto de Jesús, sino que todo fragmento que nos entregue algo del Jesús histórico, con independencia de su valor eclesial, sirve al intento de acrecarse a la historia de Jesús
Sus resultados, aunque ya muy extensos en cuanto a la bibliografía que esta etapa produce, son sin embargo no del todo evaluables, puesto que aún se está en ello.
Un gran producto de este planteo, que puede leerse con mucho fruto, es “Un judío marginal” de Meyer, que no sólo enfoca la historia y la historicidad de Jesús sino que pone a punto los criterios de historicidad y el modo de evaluar las diversas fuentes con las que podemos acercarnos a Jesús.
Por mi parte, me inclino –ya puede percatarse el lector a lo largo del trabajo- hacia respuestas del tipo de la “New quest” más que de la “Third quest”; tal vez se trate simplemente de la permanencia de aquellos filósofos y teólogos que más han influido en mi formación, pero creo que la Third quest, aunque suena muy atractiva como programa de acercamiento histórico a Jesús, comienza tan “desde abajo”, que no creo que llegue nunca a poder ponerse ante Jesús y su pregunta “Y tú, ¿quién dices que soy yo?” y responder lo que ninguna historia de la cultura mediterránea nos puede enseñar: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
La New quest me resulta de un equilibrio aceptable entre el fideísmo y casi gnosticismo de Bultmann y el culturalismo horizontalista de la Third quest. Sea de todos modos cual sea la postura que le atraiga al lector, está claro que los tiempos de un acercamiento incuestionado a la historicidad de los evangelios quedaron enterrados en los siglos; no podemos hoy, como creyentes, como misioneros, como apóstoles de Jesús, permanecer ajenos a las preguntas sobre la historicidad de los evangelios que los mismos evangelios suscitan a creyentes y no creyentes.
La respuesta, más que elegir rígidamente entre posturas, debe, si quiere hacer justicia a la grandeza de los evangelios, permanecer siempre a la búsqueda de lo mejor que nos puedan dar las ciencias humanas para el conocimiento de aquel que, al salvarnos, liberó en nosotros todo el potencial que el pecado tenía maniatado, incluido el potencial que nos permite estudiar, aprender, y conocer humanamente mejor a nuestro Salvador.
No se trata de desacuerdos, si no más bien de cómo lo veo yo, desde mi condición de creyente. Me refiero a que para mí, los Evangelios son libros históricos( no desde luego, en el sentido de la historia de la Guerra Civil, y Bendito sea Dios por ello). Y, lo son porque lo son, mi Fe no puede hacer historia lo que no ha sido, si Jesús pongamos por caso, no hubiera nacido de Madre Virgen, mi Fe, no haría que fuera así. Sé que me entiendes
Estoy de acuerdo, son escritos por creyentes y para creyentes
De acuerdo en que nuestra Fe es misional, pero no lo estoy en que tengamos que brindar el Evangelio, bueno los Evangelios a los no creyentes, si a la lectura de la Biblia, y lógicamente esto incluye los Evangelios como parte de la literatura universal, un ateo nunca va encontrar salvo un milagro la Fe en los Evangelios, allí hay que ir con Fe, o se pierde uno, si tengo que acercar a Dios al no creyente, pero es desde mi vida( es mi opinión)
Exacto, para el que mira desde la Fe, todo eso son tonterías, yo diría más “ memeces, cuando no herejías”, prefiero ser hereje a memo, es por eso, que para mí no tiene sentido, ni acercar la Biblia al no creyente, ni meter la en los diálogos con ellos, pues es como un damero, al que le falta la clave, y la clave es Dios, el Dios que no han querido, o no han sabido encontrar. Sin Dios, nada de lo que dice la Biblia es posible, pero es que para mí, no sería posible ni nuestra amistad.
Estoy de acuerdo, en que tenemos que poner a producir los talentos, que no debemos tener miedo a dar razón de nuestra esperanza, a arriesgar el talento de la Fe, o mejor los 3 talentos, con lo que no estoy de acuerdo, es con dar lo que es para los “santos a los no santos” y uso aquí santo, como lo usaba San Pablo.
Pues estoy de acuerdo con el Kierkergaad, y para mí, si Jesús sólo hubiese sido un chico bueno, se podría ir a paseo, puestos a elegir, me quedaría con Gandhi, o Luther Küng, que me son más cercanos en el tiempo, el Jesús que me vale, es el de Verdad el que siendo Verbo eterno, se hace paisano, y si los teólogos liberales protestantes o no protestantes no están de acuerdo. Me importa un pimiento, “Yo sé a quien he creído y estoy cierta, como Pablo”
No, estoy de acuerdo, cómo va ser inhallable el Jesús histórico, a no ser que se refiera por poner un ejemplo torpe, “ el niño Jesús no existe, existe Jesucristo resucitado”, o sea a que por decirlo de un modo la “unción de Betania es un hecho que paso, que no se va volver a dar, es irrepetible, y con el Jesús con el que yo, tengo que relacionarme, es el que esta a la Derecha del Padre, en los hermanos etc, si es asi, estoy de acuerdo, pero sin olvidar que antes se dio lo anterior.
Oye me gusta eso, de la historicidad, cuando no “ es conveniente ni a fuentes judías ni católicas”( es mi traducción)
Me ha parecido estupendo. Y no sé porque te han llamado “Bultmaniano, si tú eres bultmaniano, yo soy San Pedro