Lecturas de este domingo:
Is 56,1.6-7
Sal 66 (antífona: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.")
Rm 11,13-15.29-32
Mt 15,21-28
El "tiempo ordinario" o "tiempo durante el año", tiene, al igual que los demás tiempos litúrgicos, sus momentos más fuertes, sus puntos de inflexión, no es todo homogéneo. El domingo XX en los ciclos A y C (y XXII en el B, por el modo de organizar las lecturas), es uno de esos puntos fuertes, de inflexión y giro del ritmo litúrgico; podríamos decir que en este punto se toma decididamente el rumbo hacia esa fiesta que corona todo el año litúrgico y reúne en un mismo punto el misterio de la salvación personal y el de la salvación de toda la historia: la fiesta de Cristo rey, en la XXXIV semana.
Notamos que las lecturas de hoy son "especiales" por varias cosas. Sin duda que cualquiera puede ver que Jesús está especialmente "antipático": en el ciclo A no quiere curar a la siro-fenicia porque sólo fue enviado "para las ovejas de la casa de Israel" y en el ciclo C declara que no ha venido a traer paz sino espada... esos textos del Evangelio que desearíamos que no se hubieran escrito, ¡tan poco casan con nuestro Jesús de bucles dorados repartiendo besos y estampitas! Pero no es el único aspecto especial de estas lecturas: la conexión habitual entre la primera y el evangelio es especialmente clara; a veces tenemos que meditar un buen rato antes de dar con esa conexión, hoy no, se ve a simple vista; y además, también las segunda lectura, la Epístola, concuerda en tema con el Evangelio, no va "a lo suyo" como en casi todos los demás domingos.
¿Qué es lo que hace tan especial este momento del año? A lo largo de todo el ciclo litúrgico vamos acercándonos a muchísimos aspectos del misterio de Jesús, del misterio de Dios, del hombre, de la Iglesia y de la salvación. En todos esos momentos podemos reconocernos a nosotros mismos: el hombre que sale de la mano amorosa de Dios, que desobedece a Dios, que busca la plenitud por sí mismo y para sí mismo, que ignora a sus semejantes, que es llamado por Dios, que responde, que cae, se levanta, se pierde y es ganado nuevamente; en todos esos hechos, a la vez interiores y exteriores, a la vez completamente míos y de todos, aún los protagonistas somos Dios y yo. Pero en este domingo se nos lleva a abrir los ojos a un misterio que no podemos racionalizar, que no podemos sino, precisamente, mirar y contemplar: el misterio de las naciones y los pueblos, esas mediaciones que en nuestra época, marcada por el exacerbamiento de los criterios individuales, tendemos a creer que son sólo el fruto de un reparto político del mapa mundial. Sin embargo el misterio de Dios siempre incluyó y habló desde los primeros versículos de la Biblia de ese misterio grande: Dios no se da al hombre directamente, sino en el seno de un pueblo determinado.
Arropados de acuerdos y tratados entre naciones "libres y soberanas", adornados de misiles como de perlas, las naciones creen ser -y quieren creerlo- el lugar donde se decide en último término, en completo y último término, el destino del mundo. Isaías proclama algo distinto:
Mirad, las naciones son gotas de un cubo y valen lo que el polvillo de balanza. Mirad, las islas pesan lo que un grano, el Líbano no basta para leña, sus fieras no bastan para el holocausto.
(Is 40,15-16)
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Este domingo asomamos la mirada a ese misterio que se resiste a una verbalización: la historia, no sólo nuestra vida individual, la historia entera, con su berenjenal de guerras, luchas fratricidas, pueblos y naciones que aparecen, dominan, caen y se olvidan... todo eso que parece "cosa de políticos" también es cosa de Dios, también tiene un sentido.
No sabemos exactamente cuál es ese sentido, pero las lecturas nos hacen meditar en algo de ello. San Pablo, por ejemplo, dirá, con una suerte de razonamiento imposible, que los gentiles obtuvieron la misericordia gracias a que los judíos se rebelaron -y así Dios decidió "darle celos a ellos", y así también, por esa misericordia que como gentiles hemos obtenido, les alcanzará de alguna manera, la misericordia a ellos.
Claro, quien lea detenidamente esa lectura no le encontrará fácilmente la lógica: no tiene la lógica de un tratado de relaciones políticas, pero enuncia el significado profundo y último del misterio de la historia humana: los pueblos y naciones son mediaciones queridas por Dios, Dios nos salva no sólo como Pedro, Juan o Marta, sino como Pedro de Francia, Juan de Zimbabwe, Marta de Guyana; nos salva en pueblos y comunidades concretas.
Estos pueblos y naciones son lugar de la misericordia de Dios, son puntos donde Dios ejerce su salvación y su misericordia. Pero precisamente -y eso no habían entendido los judíos de la época de Jesús- no son puntos para la exclusividad sino para llamar desde allí a los demás. La misericordia que Dios ejerció sobre los gentiles es también -por un misterio de vicariedad difícil de enunciar pero muy concreto- un apelación a una misericordia total con el pueblo judío, que -estamos seguros- terminará siendo diadema del pueblo de Dios.
Dios nos habla y salva a cada uno, pero no sólo en el silencio y la soledad, también en el seno de nuestras familias, en el horizonte de nuestras comunidades y grupos de pertenencia, en nuestras naciones y pueblos, en nuestras iglesias. Como en una matrioshka, la salvación de Dios se derrama de una a otra mediación, para que el brazo poderoso de Dios llegue, por el llamado al alma o por la acción caritativa de los creyentes, a cada uno de los hombres, a todos.
En este horizonte se comprende con mayor facilidad el "evangelio antipático" de la sirofenicia: Jesús se apropia por un momento del discurso orgulloso y exclusivista de los judíos, para mostrar, por vía de ironía y ejemplaridad, que cuando convertimos a nuestros pueblos, iglesias, comunidades, en trincheras que consideran a Dios como propio y exclusivo, como su posesión que no se debe compartir, lo que realmente hacemos es negar una misericordia y una salvación que Dios está siempre dispuesto a dar, pero a través nuestro, a través de nuestras iglesias, pueblos, comunidades e instituciones.
Oh Dios que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben Dios nos salva en pueblos y comunidades concretas . Abel este escrito del XX Domingo Ordinario Ciclo A Mt 15, 21-28 que escribiste el 17 de Agosto de 2008 no había centrado toda mi atención y agradecerte porque es hermoso precioso lo que escribes.
Los pueblos y naciones son mediaciones queridas por Dios, Dios nos salva. Dios nos habla y salva a cada uno no solo en el silencio y la soledad, tambien en el seno de nuestra familia en el horizonte de nuestras comunidades. Gracias Abel Dios Te Bendiga