La semana de la Pasión de nuestro Señor comienza con este día paradójico: el pueblo que unos días más tarde lo condenará, lo aclama como su rey. Es la voluble condición humana, que ensalza y abate a sus ídolos obedeciendo a razones casi nunca claras, casi nunca meditadas, y casi nunca acertadas...
Este mensaje es claro en las lecturas de hoy, tanto que quizás no haga falta insistir en él. Pero hay también otro aspecto en ellas que me gustaría pensar, un aspecto que quizás tenemos menos en cuenta.
Jerusalén era, en tiempos de Jesús, una ciudad que para la Pascua se llenaba, literalmente, de peregrinos venidos de todo el mundo judío; no sólo del interior del país, sino también gente piadosa de la diáspora. Según se calcula, la fiesta reunía en torno al templo más de 100.000 personas en apenas unos días. Era ruido, ruido, ruido, gente, gente, gente, hablando con distintos acentos, siguiendo distintas costumbres, pagando tributos a Yahveh y comprando recuerdos de la ciudad. Eran días de fiebre.
En medio de ello un profeta "como los de antes", aparece montado en un asno, como se había hecho muy antiguamente en Israel para exhibir al heredero y legitimarlo. Algunos de los que lo vieron comprendieron el código: ante esa febril modernidad de una Jerusalén que era a la vez esplendorosa y mercachifle, Jesús reivindicaba esos reyes "de antes":
«Bendito el reino que viene, de nuestro padre David!», dice en Marcos 11,10, que leímos hoy. Es todo un programa de vuelta a lo esencial, a los humildes orígenes.
"La gente" tendía sus mantos, arrancaba ramas de olivo y las agitaba... "La gente" es una especie de comodín, algo universal: se anuncian determinadas leyes porque "la gente" las pide, y luego "la gente" reclama que no se hagan, que se cumplan, que se incumplan, que el gobierno tome tales medidas, que no las tome... "La gente" es un genérico, que sirvee para avalar cualquier cosa, todas las posturas y ninguna. "La gente aclamabaa a Jesús", y una semana después "la gente gritaba que lo crucifiquen".
Marcos no dice "la gente", dice "Muchos extendieron sus mantos...". Muchos, no todos. La ciudad populosa tiene muchos conjuntos de gente, unos piensan de un modo, otros de otro, unos tal vez quieren el regreso de los humildes orígenes, otros tal vez esperan para el futuro mayor prosperidad y modernidad, si cabe; otros tal vez pasan por al lado del grupo que aclama a Jesús y ni se enteran, ocupados en la compra de souvenires...
Es verdad que compartimos todos una misma naturaleza humana ("de una misma madre obtenemos el aliento", dice el poeta), que somos volubles, y que somos por completo capaces de aclamar hoy lo que derribaremos sin piedad mañana, la historia está llena de ejemplos. Pero también es verdad que el mundo ha sido siempre plural, siempre hubo muchos, y siempre esos muchos han pensado cosas diversas, muchas veces contrarias: unos aclaman hoy a Jesús con ramos, otros mañana pedirán su muerte, unos llorarán y otros se felicitarán de haberlo logrado.
Junto a la cruz están quienes vienen a verificar que la sentencia se cumpla y el reo de blasfemia muera, están la Madre y el discípulo amado, hay también curiosos y despistados.
Nuestra fe, la fe que reconoce en Jesús al Ungido, la fe que es capaz de reconocer en el árbol de la cruz el renacimiento del auténtico árbol de la vida, es una fe pequeña en un mundo plural, atravesado de ruido y opiniones diversas que compiten y se contradicen unas con otras.
«Los sacerdotes incitaban a la gente...» dice Mc 15,11. No hubiera habido crucifixión si los del partido de la crucifixión no se hubieran ocupado de conseguir testigos -así sea comprados- mover a la gente, hacerla gritar «¡Barrabás!».
Las buenas artes de la predicación cristiana no tienen que ver con comprar testigos ni con hacer gritar a nadie, pero sí tienen que ver con tomar conciencia de esto: somos unos entre muchos, y que eso siempre ha sido así. Si no encontramos las palabras para decir al mundo que nos rodea que ése que viene allí montado en el asno es el rey, y no otro.... simplemente no creerán.
La voluble condición humana es cierta, la sentimos dentro nuestro y la verificamos cada día alrededor nuestro. Pero puede ser también una excusa para dejar de hacer lo que a cada uno toca, que es intentar que los que somos pocos entre muchísimos lleguemos a ser -no por decreto de ningún superior gobierno sino por la fuerza de la convicción- todas las lenguas reunidas que proclaman "Jesucristo es Señor".