«Epifanía» significa -todos lo sabemos- «manifestación»; el nombre de la solemnidad «de Reyes» nos indica, en realidad, que el centro no está en lo que hacen los magos de Oriente sino en algo hecho por el propio Jesús: manifestarse. Si recorremos, además detalladamente los textos litúrgicos de ese día notaremos que hay pequeñas pinceladas que aluden al bautismo de Jesús por Juan y a las Bodas de Caná. En la antigüedad (y así sigue siendo en la liturgia oriental) la celebración de la Epifanía constituía el centro de este tiempo, y no la Natividad -que comenzó a celebrarse después-, precisamente porque marcaba el inicio "epifánico" de Jesús, el inicio de su manifestación al mundo: a los gentiles (los magos de Oriente), a Israel (el bautismo), a los suyos (las bodas).
Sin embargo esta bella estructura teológica de la liturgia pudo poco frente a una sensibilidad más "historicista" como lo es la de los que formamos la Iglesia latina, y bien pronto en Occidente nos dimos a celebrar el nacimiento, y luego "los reyes"; más tarde, también el inicio de la vida pública de Jesús, el bautismo, tuvo su lugar entre las celebraciones de esta especie de "curso histórico" rememorado en apenas unos 15 días; precisamente en la actualidad la celebración del Bautismo del Señor, de uno a siete días más tarde que la Epifanía, marca el fin del «Tiempo de Navidad» y el inicio del «Tiempo durante el año» (o «Tiempo ordinario»). También nuestra liturgia de Occidente, a pesar de no partir de manera tan cercana a una sensibilidad teológico-poética, tiene a su modo una bella manera de contemplar a Jesús, porque lo contempla desplegándose, desgranándose en eso que a todos nos atañe, e incluso a todos nos condiciona: el tiempo.
Tan cotidiano es esto de "vivir inmersos en el tiempo", que poco le vemos lo poético al asunto, al contrario, nos atormentamos con la percepción de la velocidad del tiempo ("tempus fugit", el tiempo huye), y de la irremediable caducidad a la que estamos abocados ("memento mori", recuerda que morirás). La celebración del Bautismo del Señor puede mirarse como el inicio formal del breve tiempo del que dispondrá su predicación para anunciar el Reino y realizarlo, tan solo tres años, pero también podemos, por una vez, darle la vuelta y contemplar un misterio al que escasa atención le prestamos: el bautismo marca el fin de un largo tiempo de preparación, es el fin de eso que llamamos (y con ello la despachamos en seguida) la «vida oculta en Nazaret».
Aunque el bautismo de Juan no es el mismo que el de Jesús (el uno de agua, el otro la inmersión en la muerte y resurrección), tendemos (y los símbolos litúrgicos nos invitan a ello) a identificar uno y otro bautismo; sabemos que no son lo mismo, pero los celebramos como si lo fueran, como si Jesús se hubiera "hecho cristiano" ese día, y por tanto tendemos a percibir lo que señalaba antes: la dimensión de apertura a algo nuevo en la vida de Jesús, su vida pública, el inicio de su misión. Sin embargo, que Jesús haya iniciado su misión haciéndose bautizar por Juan nos pone ante una dimensión paradójica: no vemos cómo ni por qué puede ser que Jesús "necesite" ser bautizado, ¡y con un bautismo de conversión y expiación! La clave no está en lo que ese "bautismo de Juan" abre, sino en lo que cierra en la vida de Jesús: cierra su "vida oculta", el bautismo de Juan viene a sellar y a confirmar que la lenta preparación no fue un retraso ni una pérdida de tiempo, sino un amasar en el pequeño bollo que aun no ha levado, para que leve, un restregar la piel de la semilla para que se abra y suelte la pepita, y crezca y dé frutos.
Nuestra "sensibilidad historicista" huye con horror de la "vida oculta" de Jesús, estamos demasiado apurados para aceptar que se necesiten treinta años para dar con el lenguaje con el que se hablará en sólo tres. Sin embargo, este misterio del "tiempo de Dios" ha dejado su huella en nuestra liturgia, colocando en una misma semana -y obligándonos a mirar-, al inicio la manifestación a los gentiles y al final el fin de la vida oculta. Porque ahora podemos entender también que en la Epifanía no celebramos sólo la manifestación a los gentiles, sino también el inicio de la vida oculta, una vida oculta que nos obligará a la tremenda ascesis de no-saber qué hizo Jesús, pero que nos permite llegar a comprender con más hondura esos versos de Isaías que precisamente destacan en la liturgia del día de "Bautismo del Señor":
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, a quien prefiero.
Sobre él he puesto mi espíritu,
para que traiga el derecho a las naciones. »
Para en seguida agregar:
«No gritará, no clamará, no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
el pábilo vacilante no lo apagará.»
¿Cómo se puede hacer para "traer el derecho a las naciones" sin cascar a los hombres con el látigo, sin vociferar y dar vuelta todo patas para arriba? La vida pública de Jesús no es un griterío desbordado de amenazas a los fariseos, invectivas a los ricos, etc... (¡ay, lamentablemente, cuántas veces hacemos de la vida de Jesús esa ruidosa parodia!); no, su vida pública dirá lo acumulado en su vida oculta, ¡que para eso la ha vivido!; y lo acumulado en su vida oculta es, hasta lo que sabemos, una sola cosa: silencio.
«Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos.» (Lc 2,51)
Y en ese momento, en el que "vivía sujeto", se estaba "ocupando de las cosas de su Padre" (Lc 2,49). Por eso, cuando Lucas -que ha meditado tan hondamente este misterio del silencio de Jesús- nos quiere demostrar hasta qué punto hay una total comunión entre el perfecto Maestro, el Hijo, y la perfecta Discípula, la Madre, no usa otra expresión sino «Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón», callaba, y al callar, realizaba la "obra de Jesús". También de José podemos extraer la misma "lección de silencio": del custodio de la infancia de Jesús no se nos dice en realidad, nada, pero no es una nada vacía, sino la nada llena de la «vida oculta».
«Os digo que si éstos callan gritarán las piedras» (Lc 19,40) dice Jesús al final de su «vida pública». La paradoja del silencio en el que Jesús se entrena (y nos entrena) en su «vida oculta», es que que no es un silencio destinado a callar, a no decir nada, sino que por el contrario es un silencio elocuente, un silencio que contiene palabras con sentido, por eso en el Bautismo se abre el cielo, y esa vida oculta se hace proclamación: «vino del cielo una voz» (Lc 3,22). Y la voz, a diferencia del matiz catequético con el que lo cuenta Mateo, le habla, no a los que están allí reunidos, sino al propio Jesús: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto; hoy te he engendrado» (Lc 3,22). El vacío, no el vacío de una mera nada, sino el vacío gozozo de una entera «vida oculta», una vida que ha vivido ya lo suficiente -unos treinta años, nos precisa Lucas- como para decir "esto es mi vida", y que sin embargo dice "está oculta", le hace acreedor a Jesús, que por su naturaleza es Dios, a ser "engendrado en la Palabra". Incluso siendo Dios, su breve palabra -de tan sólo tres años y que nos deja, ay!, insatisfechos y deseosos- no hubiera sido "de Dios" sin esos treinta años que, como hombre, necesitaba para que la palabra pudiera hablar en él y dar su fruto.
Y por si aun nos quedan dudas de la íntima ligazón, la íntima trabazón e implicación de la palabra del Padre con el silencio del Hijo, nos aclara el evangelista:
«Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo» (Lc 3,21)
No se abrió el cielo mientras Juan lo veía venir, no se abrió el cielo mientras pedía a Juan que lo bautizase, no se abrió el cielo mientras se sumergía en las aguas del bautismo -todos momentos en donde se podría haber abierto el cielo y hubiera sido la misma clase de testimonio hacia los demás de quién era ese Jesús-; se abrió el cielo "mientras oraba", porque el cielo sólo puede abrirse si el propio Jesús está abierto al cielo, y la palabra de Jesús sólo puede ser "Palabra de Dios", venida del cielo, si el propio Jesús prepara esa palabra con un largo silencio de treinta años, tanto tiempo -comparado con tan poco- para que la profundidad de la palabra del cielo encuentre el suficiente espacio en el espacio de una vida de la tierra, en la que pueda hablar y ser escuchada por los hombres.
* * *
Quizás nos preguntamos una y otra vez, a medida que nos pasa el tiempo, que nos pasan los años, cuándo ocurrirá que veamos el sentido de nuestra vida; quizás nos pasa que nos parece -a nuestros propios ojos, o incluso a los ojos de la gente "sensata" y que "nos quiere bien"- que tenemos la sensación de que nuestra vida se está perdiendo sin que logremos eso decisivo, eso importante que la llene por completo de significado y la manifieste por fin. Es en esos momentos -que son de "balance" pero también de tentación- donde esta "divina proporción" de la vida de Jesús -treinta años de preparación por tres de manifestación- puede hablarnos con toda su silenciosa elocuencia.
a veces me desepero porque no encuentro las palabras corretas para decirselas al hemano que sufre...quizas siguiendo la linea de tu articulo Abel, sera que aun me falta mas silencio.
Tambiern me gusta cuando dices que el cielo solo se abre cuando Jesus se abre al cielo...quizas eso le pasa a mi hermano desesperado que no ve que se abre el cielo y en realidad es que nosotros no nos abrimos al cielo!
epifanía,silencio,bodas,cielo abierto.¡Como hace eco en el corazón!.
Comprender el significado del tiempo,del los años q vuelan...
El Señor no tiene prisa, pero siempre llega a tiempo.´todo está en su mano. Bonito artículo, pero eso, sólo bonito.
Dios hace lo que quiere y cuando quiere, pero respeta la libertad del hombre siempre.Nada hay oculto que, al fin, no se ponga de manifiesto. "Padre, dice Jesús, yo se que tu siempre me escuchas"......y al fin se pregunta:¿Por qué me has abandonado?...y al tercer día RESUCITÓ. Aquí, el silencio para nosotros duró sólo tres días mal contados, para la respuesta fue para siempre, para toda la ETERNIDAD.
Dios ni espera ni desespera, respeta lo que ha hecho, a su criatura, a su imagen y semejanza...pero cómo dice San Ireneo: en construcción", espera a que se haga hombre a que crezca hasta alcanzar la edad de Cristo, su plenitud en Él.