Está en el fondo de nuestra naturaleza buscar la bondad, tender al bien. Incluso cuando elegimos lo malo, las pocas veces en que con total conciencia y disposición decidimos hacer algo malo, primero lo revestimos de bien y verdad, «el fin justifica los medios», «bien está lo que bien acaba», etc... Como efecto colateral de este principio metafísico de que todo hombre tiende al bien está el que cada uno de nosotros piensa estar siempre y de antemano ya entre los buenos, en el bando de los buenos. Y como no podía ser menos, los de la acera de enfrente son los malos. Todo esto es muy natural, se desenvelve en nuestra vida como por sí mismo, sin que lo meditemos ni lo propiciemos.
Así que apenas comenzada la predicación cristiana, los apóstoles cosecharon buenos frutos de conversión apelando a la división del auditorio en dos bandos: unos que habían matado a Jesús y no se arrepentían, y otros que lo habían matado y se arrepentían: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado.» (Hechos 2,26)
«Te pedimos por los pérfidos judíos», orábamos los Viernes Santo en la Iglesia hasta hace relativamente poco; y en realidad era verdad: habían rechazado la fe, eran por tanto, en correcto latín, pérfidos. No era falso: el de la acera de enfrente es siempre, por principio, malo. Y si a esto le sumamos que los apóstoles habían predicado y cosechado miles de almas de esa misma manera, ¿a qué cambiarlo?
Sin embargo, esta división en una acera y la de enfrente, en A y No-A, en el eterno partido de fútbol de los buenos y los malos, con ser una estrategia de predicación que puede ser eficaz, y hasta necesaria, omite algo: omite que el mensaje de la Cruz se ubica un paso antes de la división en una acera y la de enfrente, de la división entre los que lo mataron y los que no: «nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18)
De eso habla, creo yo, el evangelio de este domingo, apoyado en la primera lectura, que le hace, como siempre, de clave interpretativa, de catalejo para ayudar a centrar la mirada.
un espíritu de gracia
Derramaré sobre la dinastía de David
y sobre los habitantes de Jerusalén
un espíritu de gracia y de clemencia.
Me mirarán a mí, a quien traspasaron,
harán llanto como llanto por el hijo único,
y llorarán como se llora al primogénito.
Aquel día será grande el luto de Jerusalén,
como el luto de Hadad-Rimón en el valle de Meguido. (Za 12,10ss)
Las palabras «llanto», «dolor», «luto», no nos evocan espontáneamente gracia sino más bien desgracia. Si hay llanto es porque las cosas no van bien, porque no está presente y viva la ansiada felicidad que pregonan las adormecedoras filosofías de la vieja y de la nueva Era. El profeta de Yahvé -quien verdaderamente habla en su nombre- enseña una nueva manera de enfrentarse a esa des-gracia: como ocasión y como lugar de la gracia: lo hemos traspasado, es verdad, pero ser convocados a mirarlo se convierte en «espíritu de gracia y de clemencia».
¿Podría haber sido que Adán no cayera? ¿podría haber sido una realidad sin el pecado del hombre? ¿podría haberse desenvuelto la historia humana sin que Dios fuera el gran perdedor, el Traspasado? Aunque en nuestra condición y situación no podamos imaginar cómo, no hay nada que haga teóricamente imposible eso: el hombre está preparado para el bien, creado para el bien, lo lleva inscripto en su ser. Sin embargo la historia del hombre, desde Adán, ha sido la que ha sido, y eso es ineluctable, no podemos evitar que se haya torcido; el pasado no es libre sino necesario, es lo único completamente necesario. Podemos no querer verlo, podemos pretender olvidarlo, pero lo que no podemos es modificarlo.
Así que Dios, el gran perdedor en la historia de pecado del hombre, el primer expulsado del paraíso («te oí andar por allí, por eso me escondí»), o como se autoproclamó en Zacarías: el Traspasado, inventa una nueva historia, una nueva posibilidad de historia: una historia de gracia y clemencia que consiste en reunirse en torno al Traspasado y poder de nuevo contemplarlo. No como si nada hubiera ocurrido, sino precisamente porque ha ocurrido.
¿Quién dice la gente que soy yo?
El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día.
No es casual que la liturgia haya puesto el texto de Zacarías como clave del de Lucas. El evangelio de este domingo es, como siempre, muy rico, muy polifacético, y podría uno dispersarse en sus múltiples sentidos. Pero de todas esas direcciones de lectura que el texto de Lucas abre hoy, una en particular queda señalada por el texto de Zacarías que leímos antes: las preguntas ¿quién dice la gente, quién decís vosotros, que soy yo? quedan contrapuestas a la palabra que Dios dice sobre sí mismo: soy el Traspasado.
En ese lugar se inscribe la «necesidad» de la que habla Jesús: el Hijo del hombre «tiene que» padecer mucho, «tiene que» ser desechado... en estricta lógica, si «tiene que», deberíamos preguntarnos ¿dónde está entonces la libertad del hombre? Sin embargo la «necesidad» de la que habla Jesús es de otra especie, es la necesidad del plan divino: el Hijo del hombre tiene que realizar en carne lo que Dios «inventó» en espíritu: tiene que llegar a ser el Traspasado, para ser verdaderamente y del todo «Dios con nosotros».
Por épocas surge en la teología la pregunta de si no hubiera sido igual de salvador sólo la encarnación, sin necesidad de la muerte. Posiblemente si lo planteamos con las frías herramientas de la dialéctica teológica, la muerte de Jesús no sea necesaria a la salvación. Sin embargo el Dios del que habla Jesús, el Dios que él mismo es, no es un dios abstracto, fruto de una operación dialéctica; es el Dios de la historia de unos hombres concretos, unos hombres de cuyo paraíso fue expulsado primero que nada Dios, y tras él, el hombre mismo. El Dios de Jesús, el Dios que es Jesús, es el Traspasado, el unico Dios verdadero. Unido desde la historia del hombre al llanto y al luto que se hace «como por un primogénito».
No un Dios donde llanto y luto están asociados al dolor de la pérdida de Dios, sino a la alegría por la que llanto y luto se convirtieron en lugar de la gracia: «Me mirarán a mí, a quien traspasaron». La fuerza está puesta en «mirarán». Si dentro de las imágenes plásticas con las que describimos el mal que rodea al hombre y el mal que produce el hombre (la mancha, la parálisis, la enfermedad...) está la ceguera, la proclama «me mirarán a mí» encierra una gran promesa: «me mirarán» equivale a «se hace posible de nuevo mirar».
A la pregunta de Jesús «¿quién decís que soy yo?» los discípulos dan una respuesta acertada, sin embargo Jesús los manda a callar. Porque eso que él ya es, no nacerá del todo hasta que en su carne no iguale a lo que ya es como Dios: el Traspasado. En la carne del hombre debe morir el viejo dios, el ídolo, el dios que no se podía mirar, y debe elevarse, resucitar, el auténtico Dios, aquel a quien todos, sin excepción, pueden mirar. Cada uno de donde está, darse la vuelta y mirar, sólo eso.
El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo
En la «lógica el Traspasado» también estas palabras adquieren un nuevo significado, y resultan un verdadero plan de acción, un verdadero camino de vida: está en el fondo de nuestra naturaleza dividir al mundo en buenos y malos, en los míos y los de enfrente; pero la lógica del Traspasado enseña a negarse a sí mismo, a negar eso que parece tan lógico y natural: porque el centro de la mirada no es cada uno y sus criterios, sino el Traspasado y todos a su alrededor, mirando.
La «lógica del Traspasado» significa que es posible una comunidad que viva según un nuevo modelo de convivencia, no el modelo humanísimo de la «lógica futbolera», sino según el modelo de la comunión en el Traspasado, donde la verdad del otro no está dictada por lo que pensó, lo que hizo, lo que dijo, sino por el lugar a donde dirije su mirada.