Las lecturas de hoy pueden ayudar a reflexionar, en conjunto, sobre un tema acuciante; algo que preocupa en todas las épocas pero que -posiblemente por la simple razón de que es la nuestra- lo sentimos ahora particularmente urgente: la del aparente fracaso de Dios en la historia de los hombres. Y digo «aparente» sólo porque debemos dar por supuesto que Dios no fracasa en la historia; pero lo que en realidad vemos en la historia es que todo está patas para arriba, y que -por una vez el dicho resulta literal- «ni Dios lo arregla». «Aparente fracaso de Dios en la historia de los hombres», no nos deshagamos tan rápido del dicho adjetivo, «aparente», porque de eso habla la primera lectura de hoy, y a eso responde el Evangelio. Comienza con un fragmento del poema de Habacuc:
«¿Hasta cuándo clamaré, Señor,
sin que me escuches?
¿Te gritaré «Violencia»,
sin que me salves?
¿Por qué me haces ver desgracias,
me muestras trabajos, violencias y catástrofes,
surgen luchas, se alzan contiendas?» (Ha 1,1-2)
Este primer fragmento de la primera lectura de hoy es apenas una síntesis del capítulo 1 de Habacuc: el profeta se queja de lo que seguimos, 2500 años después, quejándonos nosotros: ¿por qué, si Dios ya juzgó al mundo, si ya lo salvó, incluso si lo que debía perderse ya está claro, por qué debemos seguir viendo cómo la verdad es pisoteada, cómo la santidad de la vida es profanada, cómo la densidad profunda y divina del amor humano es bastardeada y prostituida?
La liturgia se encamina directamente a trazar las líneas maestras de la reflexión escriturística que va a proponer, y no lee todo ese poema, tremendo, del capítulo 1 de Habacuc, apenas lo sintetiza en al pregunta de los dos primeros versículos, pero ese capítulo continúa con una visión, donde Dios, a su manera, «responde»:
«-Mirad a las naciones, contemplad, espantaos:
en vuestros días haré una obra tal,
que si os la contasen no la creeríais.
Yo movilizaré a un pueblo cruel y resuelto
que recorrerá la anchura de la tierra
conquistando poblaciones ajenas.
Es temible y terrible: él con su sentencia
impondrá su voluntad y su derecho.
Sus caballos son más veloces que panteras,
más afilados que lobos esteparios.
Sus jinetes brincan, sus jinetes vienen de lejos
volando como rauda águila sobre la presa.
Todos acuden a la violencia,
en masa, adelantando el rostro,
y juntan prisioneros como arena.
Se mofa de los reyes, se burla de los jefes;
se ríe de todas las plazas fuertes,
apisona tierra y las conquista.
Después toma aliento y continúa.
Su fuerza es su dios.» (Hb 1,5-11, trad. A. Schökel)
Ésta es la primera respuesta de Dios, que en síntesis viene a decir: ¿así que lo que ocurre te parece mal? pues verás cosas mucho peores... Y lo que es peor, el propio Dios se atribuye esa obra: «Yo movilizaré a un pueblo cruel y resuelto...» Esa es, posiblemente, la más difícil paradoja que la realidad que nos rodea ofrece al creyente: no sólo «parece» que Dios estuviera ausente, sino que debemos confesar (¡la Escritura nos obliga a ello!) que esa ausencia es obra de Dios mismo. Allí donde nosotros lloramos en la historia porque todo está patas arriba, porque el mal triunfa y la impiedad toma alas, allí mismo, mientras lloramos, Dios está obrando, está él mismo destruyendo la historia, quizás está él mismo sentando los pilares de alguna otra historia.
No digo que sea sencillo ver eso, ni mucho menos que sea fácil aceptarlo, y que a la vista de leyes inicuas nos vayan a brotar espontáneamente unas loas al Dios que conduce la historia, alabando su mal genio. Sólo señalo que eso enseña la Escritura, y que está lo suficientemente claro como para que no podamos pasarlo por alto, bajo pena de estar inventándonos una fe que no proviene ni de la Escritura, ni de la predicación de Jesús, profundamente coherente -en sus dichos y sobre todo en sus obras, en su cruz- con esta manera de considerar las cosas.
La lectura de Habacuc en la liturgia continúa directamente con el segundo capítulo, con una frase que se ha vuelto central en la historia del pensamiento cristiano:
«El Señor me respondió así:
Escribe la visión, grábala en tablillas,
de modo que se lea de corrido.
La visión espera su momento,
se acerca su término y no fallará;
si tarda, espera,
porque ha de llegar sin retrasarse.
El injusto tiene el alma hinchada,
pero el justo vivirá por su fe.» (Ha 2,2-4)
«El justo vivirá por su fe»; san Pablo acude a esta frase en Romanos 1,17, abriendo su «megaargumentación» contra el poder salvador de las obras de la Ley. Cada vez que hubo en la Iglesia la tentación de ponerse del lado del poder autosalvador del hombre, por ejemplo en la crisis pelagiana de la época de san Agustín, esta misma frase vino a recordarnos que la salvación, en definitiva, es un acto de gracia, y por tanto las obras que hagamos nunca pueden «comprar» a Dios ni a sus dones. Quizás por eso, por la tremenda densidad teológica de ese versículo -que solo él es capaz de atravesar 2000 años de teología cristiana-, por esa dimensión de «respuesta» que tiene este versículo, se nos puede escapar aquello que en él constituye en realidad no una respuesta sino una pregunta, que la primera lectura de la liturgia le dirige al evangelio, y que podemos reformular con estas palabras: ¿qué es un «justo»?, ¿qué clase de justicia es la que «vive de la fe»?
Quizás nos parece que ya sabemos lo que es un «justo», y que no hay aquí ninguna clase de pregunta, sino sólo ganas de complicar la lectura. Sin embargo, fácilmente se nos cuelan en nuestras lecturas nociones que traemos quién sabe de dónde; la palabra «justo» se presta, por ejemplo, a la moralización: justo es el que «hace» esto o aquello, y «cumple» lo de más allá. De Noé se dice en la Escritura que es justo, es más, comienza diciendo que es «el más justo» de su generación (Gn 6,9), pero dos versículos más abajo Dios se corrige y explicita: «eres el único justo que he visto en esta generación». De Abraham podemos decir que es «justo», quizás le cabría el adjetivo a David... pero la Biblia no es muy dada a aplicar ese apelativo a personajes concretos. El Nuevo Testamento lo dirá de José, el padre putativo de Jesús, de uno de los candidatos a suceder a Judas el traidor (José el justo, Hech 1,23), ¡y del propio Jesús! (St 5,6). Para ser la justicia y el ideal de «hombre justo» uno de los ideales religiosos más importantes de la Biblia, hay que reconocer que es bastante avara en otorgar tan apetecible título.
«El justo vivirá por la fe», pero ¿qué es un justo? La pregunta se dirige desde la primera lectura al Evangelio; así es, como sabemos, la estructura de las lecturas dominicales. Así que vayamos a preguntarle al Nuevo Testamento de qué habla hoy:
«En aquel tiempo, los Apóstoles dijeron al Señor:
-Auméntanos la fe.
El Señor contestó:
-Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería.
Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «En seguida, ven y ponte a la mesa?»
¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú?» ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer.»» (Lc 17,5-10)
¡Una de esas humoradas de Jesús! un pasaje de lo más irónico (ver mi «Ironía bíblica»). recordemos que el grano de mostaza es, en el propio contexto del Evangelio, no algo pequeño sino lo más pequeño (Lc 13,19), así que cuando los discípulos van a pedirle que les aumente la fe, dando por supuesto -sin duda creyéndose muy humildes- que tienen poca fe, Jesús les dice, posiblemente esbozando una sonrisa, que en realidad no tienen ninguna fe, la que tienen no alacanza el tamaño ni de lo más pequeño, ni del grano de mostaza. Pero el evangelio no se detiene allí, sino que liga la fe a la auténtica humildad; no a la medida puramente humana que habían usado los apóstoles, de humildad afectada, sino a la enseñanza sobre los siervos inútiles, la humildad que brota de la honesta consideración de lo que verdaderamente somos.
Nosotros nos preguntábamos por la justicia que proviene de la fe, y el evangelio nos lleva hacia el lado de otra cuestión, la de la humildad. Seguramente cualquiera puede tener una fe abstracta, puede creer en cosas difíciles de creer, e incluso haciendo un poco de esfuerzo, cualquiera puede creer en algo que sea del todo imposible de creer. La pregunta por la fe tienta a perderse en el embrollo de lo creíble e increíble, en lo más fácil o más difícil que sea enunciar las verdades divinas. De la misma manera que la pregunta por lo justo tienta a perderse en consideraciones puramente moralistas, en si tal comportamiento está más o menos de acuerdo con tales mandatos de valor general.
El evangelio evita esos embrollos, y nos pone de frente a la cuestión vivida de la fe: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería». Nos puede parecer ridículo el ejemplo que da Jesús, ¡precisamente de algo tan absurdo e inútil como mandar a un arbol que se desplante de la tierra y plante en el agua! Pero allí, en ese ejemplo tan irónico como todo el conjunto, está el meollo de la justicia que proviene de la fe: no consiste en creer banalidades, sino en contemplar la realidad de una manera nueva. La creación entera, ese árbol bien plantado frente a mi ventana, la morera que señala Jesús, cada cosa que nos rodea, cada cosa que ocurre en lo que nos rodea, incluyendo los hechos de la historia que tanto nos afligen, forma parte de un «sistema», pero no es el «sistema de la naturaleza«, ni el «sistema de la historia», ni el «sistema capitalista», ni el «sistema establecido», sino el sistema de la fe. La realidad que nos rodea, incluso la materia más compacta, es plástica, incluso los espíritus más endurecidos y refractarios a Dios, son «arcilla», para usar una palabra que tanto gusta a la Biblia. Dios amasa la naturaleza, amasa la historia, está creando con ella, incluso con las manos sucias de la que nos parece fea historia que nos tocó vivir, Dios está amasando y haciendo historia, como planta, con sólo una orden, la morera en el mar.
Y esa es la justicia de la fe que pide la lectura de Habacuc: no hacer cosas determinadas, sino ver de una manera nueva. Por eso la contraposición del justo que vive de la fe es, en el mismo texto de Habacuc, el que tiene el alma hinchada, pagada de sí. El que no es capaz de calibrarse a sí mismo y comprender que no sabe, aun, ver. Sólo quien se da cuenta de que su mirada no penetra aun en lo profundo de la realidad que nos rodea, que no ve aun lo que Dios está obrando en una realidad que nos parece tan compacta e inamovible, sólo quien acepta humildemente su condición de ciego y de espíritu embotado, de siervo inútil, puede disponerse a ver que la verdadera realidad que nos rodea no está compuesta ni de materia compacta ni de decisiones puramente humanas, sino de una arcilla con la que Dios está, en este mismo momento, recreando un mundo, para lo cual, por fuerza, éste tiene que morir.