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El Testigo Fiel
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Señor del Tiempo

Domingo V Cuaresma, Ciclo A: Ez 37,12-14; Sal 129; Rm 8,8-11; Jn 11,1-45

por Lic. Abel Della Costa
Nació en Buenos Aires en 1963. Realizó la licenciatura en teología en Buenos Aires, y completó la especialización en Biblia en Valencia.
Desde 1988 hasta 2003 fue profesor de Antropología Teológica y Antropología Filosófica en en la Universidad Católica Argentina, Facultad de Ciencias Sociales.
En esos mismos años dictó cursos de Biblia en seminarios de teología para laicos, especialmente en el de Nuestra Señora de Guadalupe, de Buenos Aires.
En 2003 fundó el portal El Testigo Fiel.
10 de abril de 2000
Futuro, espera y presente, en el entramado de unas lecturas que nos envuelven en una meditación que apenas si podemos balbucir: en torno a la resurrección de Lázaro, la resurrección en promesa, la resurrección en cumplimiento.

 

Leemos en este quinto domingo de Cuaresma el relato de la resurrección de Lázaro. Y no sólo ese texto, sino todo un ramillete de lecturas que tienen que ver explícitamente con la resurrección, entendida en su sentido más inmediato y físico: «volver a la vida». De más está decir que este domingo está ya muy cerca del acontecimiento pascual de Jesús, el que celebraremos en apenas 14 días, y que tiene como una de sus dimensiones la vuelta real de Jesús desde el reino de la muerte al de la vida; así que se comprende perfectamente que la liturgia quiera ir «virando el timón» hacia ese tema.

A pesar de que es una escena que sólo narra el Evangelio de San Juan, no es suficiente para negar el hecho de que la escena recoge -sea como sea que se haya transformado narrativamente- alguna experiencia real de la que los discípulos fueron testigos, incluso de manera independiente de si los nombres y lugares (Lázaro, Betania, etc.) deben entenderse simbólicamente, o históricamente. A decir verdad, no hay en los evangelios una oposición entre lo que es simbólico y lo que es histórico, sino que más bien, de lo que los seguidores de Jesús vieron y experimentaron, y una vez ocurrida la Pascua de Jesús, es decir, una vez que tuvieron la fundamental experiencia de penetrar la historia de Jesús desde el punto de vista de su significado último, pudieron descubrir en todo aquello que habían vivido, significados que volcaron en forma de catequesis, transformando aquí y allí -según las necesidades de esa catequesis- los nombres, lugares, y situaciones, pero sin perder de vista lo fundamental que es que Jesús realmente, además de su muerte y su resurrección, realizó en su ministerio las palabras de Isaías resumidas en los Evangelios: «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,5).

No viene mal revisar en bibliografía seria y actualizada 1 cuál fue esa reelaboración catequética que los cristianos, ya desde la primera generación, fueron haciendo de las anécdotas que se contaban sobre Jesús, para no perdernos detalles, y no tomar por meras anécdotas históricas aspectos que encierran simbolismos y enseñanzas permanentes, ni arrumbar en el cajón de los «meros símbolos» aspectos que representan supervivencias de hechos históricos que provienen genuinamente de la época de Jesús, y que son, por lo tanto, testigos privilegiados y contemporáneos de su vida y obra. Por poner sólo un ejemplo marginal, la secuencia de tiempos del relato: Jesús es anoticiado de la enfermedad terminal de su amigo Lázaro; espera aun dos días (v. 6), y recién allí se pone en movimiento hacia Betania, a la que llega cuando el muerto llevaba ya cuatro días como tal (v. 17). La mención de los cuatro días no es ni meramente histórica, ni meramente simbólica, sino las dos cosas: por un lado hay una alusión a la creencia judía, atestiguada en el Talmud, de que pasados los tres días de muerto ya el alma se había retirado por completo de este mundo, y era imposible cualquier resurrección, y por otra parte hay también un simbolismo del inmenso poder de Jesús de desafiar esa «última frontera» concebible por un ser humano.

A pesar, de todos modos, de la tremenda fuerza que tiene este texto de la resurrección de Lázaro, como para convocarnos y mantener la reflexión exclusivamente en ese hecho y en los vericuetos de la narración, prefiero yo en este artículo ceñirme a un hilo conductor que recorre todas las lecturas de la liturgia de hoy -incluido el salmo-, y que creo que debe ser destacado precisamente porque la fuerza del prodigio narrado (¡nada menos que la resurrección de un muerto!) puede ocultar todo lo demás. Ese hilo conductor al que me refiero es el tiempo.

 

¿Hasta cuándo, Señor?

Esta pregunta se repite, una y otra vez, y no sólo en el Antiguo Testamento, sino también en el Nuevo. El tiempo parece ser la gran esperanza del hombre, pero también la gran prisión: no habría nada mejor a lo que aspirar si no hubiera un tiempo en el que eso que hoy es dolor y aflicción pueda dar lugar al nacimiento de algo nuevo, pero sin el tiempo no sentiríamos el terrible vacío de la lejanía de Dios:

«El tiempo, el tiempo nos tenía

criaturas de sí,

su criatura...»2

Podríamos entretejer la cuatro lecturas de hoy en clave de tiempo, y nada más que de él:

Ezequiel, que anuncia una resurrección que ocurrirá en un tiempo que apenas se avizora en el horizonte: «cuando abra vuestros sepulcros... sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago.»

El salmo 129, el bellísimo «De profundis»: «mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora.»

Romanos, que responde ya desde el Nuevo Testamento, apoyada firmemente en la fe pascual: «si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida»

Y finalmente, el Evangelio de Juan, que desarrolla este curioso diálogo:

-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»

Jesús le dijo:

-«Tu hermano resucitará.»

Marta respondió:

-«Sé que resucitará en la resurrección del último día.»

Jesús le dice:

-«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siem­pre. ¿Crees esto?»

Ella le contestó:

-«Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»

Y digo que este diálogo es «curioso», porque desde el punto de vista de la temporalidad, desde el particular enfoque al que nos ceñimos en este escrito, lo que allí se desarrolla es difícil de apresar en palabras y fórmulas:

Por un lado está la historicidad concreta, al de los hechos ocurridos: si hubieras estado, esto no habría ocurrido. Expresado en una condicional de imposibilidad: ya no tiene remedio, no has estado, así que lo que ocurrió, ocurrió, pertenece al pasado.

En ese momento irrumpe la esperanza que todo hombre, incluso el hombre natural, lleva dentro suyo, la esperanza de que el mañana siempre puede ser distinto, puede ser mejor:  Sé, seguramente ocurrirá, que en el último día va a resucitar.

Para los cristianos del siglo XX, que hemos hecho de la esperanza una mera continuación de las expectativas humanas, y de los ritos funerarios una mera preparación al «descanso eterno», esta frase de Marta prácticamente concluye la cuestión: ya con esperar una resurrección futura, e incluso nomás un «descanso eterno» en un cielo poblado de almas nos parece el summum de la religiosidad.

Sin embargo, Jesús deriva la cuestión hacia otro género de temporalidad, una temporalidad que no es la del presente, pero tampoco la del futuro cronológico. El teólogo H. von Balthasar llamaba a esto una temporalidad «vertical»:

«Yo soy [presente] la resurrección y la vida: el que cree [presente] en mí, aunque haya muerto [hasta ahora], vivirá [desde ahora]; y el que está vivo [ahora] y cree en mí [ahora], no morirá [desde ahora] para siem­pre.»

He marcado la implicancia temporal de los distintos verbos. No tanto su «tiempo verbal» -ya que la gramática siempre resulta insuficiente en el anuncio de Jesús-, cuanto aquello que hace a la «lógica temporal» de lo que dice Jesús. Y como para corroborar y verificar este aserto, que es la gran apuesta de la fe, efectivamente resucita a Lázaro: La vida de la que habla es ya un don dado al creyente, como señala, casi con candidez, la carta a los Romanos: «el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales».

Pero claro, nada más natural que la pregunta: ¿y por qué entonces los creyentes no percibimos ya desde ahora esa resurrección?

En realidad sí la percibimos. Vivimos enredados, enmarañados, en una dialéctica donde tan pronto la percibimos, como se nos ausenta, tan pronto nos sentimos morir, como nos «sabemos» (sabemos con el corazón) resucitados. Como Lázaro sale del sepulcro atado de pies y manos, y la vista cegada por el sudario que recuerda su muerte, nosotros nos encontramos en medio de la vida con atuendo de muerte, y en medio de la muerte con una vida que ya ha comenzado, pero que sólo es manifiesta en tanto la reconocemos.

 

Y sin embargo Jesús llora

Si consideráramos los evangelios sólo como el aséptico obrar mecánico de un dios-superman, que resucita muertos simplemente porque puede hacerlo (pero entonces, ¿por qué no resucita ya todo, y acaba de una vez con el dolor?),  el llanto de Jesús ante la muerte de Lázaro resultaría un auténtico cuerpo extraño en el relato. En efecto: Jesús sabe ya lo que va a obrar, y no sólo él: también sus discípulos lo saben, él se los ha dicho («Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella», v. 4), y no sólo todos ellos, sino también el lector, que no necesita ser gran adivino para entresacar ya desde los primeros renglones aquello a lo que apunta la narración. El relato de Juan, y hasta se diría que los evangelios en su conjunto, casi son «sin sorpresa»; sabemos lo que vamos a leer allí, y nos lo esperamos, incluso la resurrección de algunos muertos.

Todo este saber supuesto aumenta la sensación de que el llanto de Jesús resulta casi como un cuerpo extraño, ¿de qué tendría que entristecerse? Los Padres ensayan algunas respuestas 3: es que era para manifestar su humanidad. Sin embargo, al menos en nuestra época, una tal «manifestación de humanidad» nos podría sonar a manipulación e hipocresía, cuando de hecho está claro que la muerte de Lázaro es, desde el punto de vista divino, una apariencia. Nos debería hacer saltar la alarma de que el llanto de Jesús no es nada obvio, cuando el evangelio pone una interpretación «naturalista» en boca de los «los judíos». ¡Nada menos! sabemos que para Juan «los judíos» es el grupo de los que son de Dios pero no entienden nada de Dios, los que se han cerrado a Dios (los suyos, los que, según el Prólogo, «no le recibieron» -1,11-), y ellos dicen, cuando ven a Jesús llorando: «¡Cómo lo quería!»

Quizás en infinidad de parroquias alrededor del mundo se repitió hoy en el sermón, «¡mirad cuánto quería el Señor a su amigo, que tanto llora por él!». Pero esa lectura, creo yo, es la que precisamente debemos descartar, es la lectura de los que, siendo de Dios, no entienden nada de Dios. Aunque parezca más conceptista y de laboratorio teológico, más cercana a la verdad de ese llanto es la respuesta de los Padres: en el llanto manifiesta Jesús su humanidad. Claro que esto lo podemos entender no tanto como una manifestación de la humanidad de Jesús por oposición a su divinidad, sino que en ese momento, en su vida terrena, antes de la Pasión, en lo que en Juan es todavía el «Libro de los signos» (Jn 1-12), Jesús está en tránsito hacia su propia exaltación hacia lo alto. Tiene, sí, poder para resucitar a los demás, pero no se ha manifestado aun en sí mismo la plenitud de la vida.

Es la gran paradoja de la vida de Jesús trasladada a la vida cristiana, a la de cada uno de nosotros: con la fe se inaugura un nuevo tiempo, un tiempo que sigue su propio curso, un tiempo de tránsito, en el cual el poder de la fe es «hacia afuera»: puede Jesús salvar, pero no aun estar salvo él mismo. Ocurrida su Pascua, podemos nosotros, los cristianos, salvar, pero no aun llevar en nosotros mismos el signo de la salvación. Ese signo, que nos pertenece ya porque Cristo resucitó, está ahora mismo escondido, como estaba escondido en Jesús, que tenía sin embargo poder para salvar a Lázaro del poder de la muerte. Ese poder de salvar a los demás, desde y en la debilidad de una vida que por sí misma es llanto, es el auténtico poder de la vida de cada cristiano. Y es una vida nueva, porque sólo una vida nueva puede llevar fuerza siendo débil, llevar pureza siendo pecado, llevar luz estando ciegos.

A la vista del llanto y dolor de los que viven el duelo por la muerte de Lázaro, todo el ser de Jesús se agita y conturba interiormente, nos dice el evangelio (v. 33, expresiones griegas de muy difícil traducción), y finalmente prorrumpe en llanto por el amigo muerto. Nunca, ninguna salvación que venga de la fe puede, ¡ni debe!, negar la realidad, la absoluta realidad del dolor humano. Sin embargo, es la fuerza de ese mismo dolor, que se agita desde lo más profundo del creyente, lo que lo vuelve en sintonía con el dolor de Jesús, y por ello mismo, salvador. No en un futuro lejano, ni cuando al final de todo resuciten los muertos, ni en el descanso eterno de las almas intangibles, sino ya ahora, con quien está a nuestro lado dolorido.


1 Aunque no sea del todo nueva, posiblemente la mejor introducción crítica al relato de la resurrección de Lázaro siga siendo «El Evangelio según San Juan», de Raymond Brown, ed. Cristiandad, 1999 (orig. 1966), tomo I, pág. 738ss.
Sobre la cuestión estrictamente histórica de los relatos de resurrecciones obradas por Jesús en los evangelios, ver John P. Meier, «Un judío marginal», ed. Verbo Divino, 2000, cap 22 (pág. 885ss.) especialmente el nº V, dedicado a la de Lázaro.

2 Del poemario de Oscar Hermes Villordo, «Teníamos la luz», 1962.

3 Ver citas por ejemplo en Catena Aurea al pasaje de Juan 11,33-41

Comentarios
por Rosy (189.164.233.---) - jueves , 14-abr-2011, 5:17:27

Muy bonitas lecturas Abel, sobre lo que dialogaste, sobre esta narración "Señor del Tiempo" que hermoso y bello escribiste, "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mi aunque haya muerto, vivirá y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. "Mi alma aguarda al Señor más que el centinela a la aurora"bellisimo salmo. Gracias

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