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El Testigo Fiel
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«Nada hay oculto que no quede manifiesto»

Domingo III de Pascua, ciclo A: Hch 2,14.22-33; Sal 15; 1P 1,17-21; Lc 24,13-35

por Lic. Abel Della Costa
Nació en Buenos Aires en 1963. Realizó la licenciatura en teología en Buenos Aires, y completó la especialización en Biblia en Valencia.
Desde 1988 hasta 2003 fue profesor de Antropología Teológica y Antropología Filosófica en en la Universidad Católica Argentina, Facultad de Ciencias Sociales.
En esos mismos años dictó cursos de Biblia en seminarios de teología para laicos, especialmente en el de Nuestra Señora de Guadalupe, de Buenos Aires.
En 2003 fundó el portal El Testigo Fiel.
8 de mayo de 2011
Además del explícito tema eucarístico del Evangelio, las lecturas de hoy se dejan recorrer a partir de un hilo conductor más velado.

 

La lecturas de este domingo, como en realidad las de todo el tiempo pascual, son lecturas muy «fuertes», escenas impactantes, cada una de las cuales llevaría una larga exégesis; a la vez son lecturas conocidas, con el peligro intrínseco de lo conocido, que es dejar de mirarlo creyendo que ya no hay nada nuevo que ver en ello. Es claro que la escena de Emaús es una escena eucarística; es más, el texto en su conjunto propone una «mistagogia» eucarística, es decir, una progresión/ahondamiento en el misterio de la eucaristía por medio de ir tomando contacto con los signos que la rodean: peregrinar hacia la mesa, recibir la palabra, profundizar en su significado, evocar la figura de Jesús, partir el pan. Cumplidos esos pasos, que no son meros ritos sino auténticos signos, se hace en el corazón la luz del Resucitado, el misterio se revela.

Sin embargo, esto está muy a flor de piel del relato; hay en cambio un «algo» que la liturgia quiere proponer en este tercer domingo  y que queda más escondido, más en segundo plano, no por su menor importancia, sino por las dificultades para verbalizarlo. Sabemos de antemano que las lecturas están relacionadas entre sí, y que tratándose de los domingos de un tiempo fuerte, incluso la segunda lectura está relacionada con el Evangelio, sin embargo cuesta encontrar esa unidad, el hilo conductor.

La primera habla del cumplimiento, gracias a la pasión de Jesús, de la promesa del espíritu, la segunda habla de cómo la muerte de Jesús estaba ya inscripta en la creación, y la tercera habla de la Eucaristía, ¿qué tienen en común, aparte de que todas ellas hablan, como es natural, de la pascua de Jesús? En las tres se repite un binomio: promesa-cumplimiento. En las tres se ensaya leer la Escritura (es decir, para el momento el Antiguo Testamento) en términos de profecía cumplida.

El acabamiento de la Ley

Para la fe cristiana el Antiguo Testamento representó, y en cierta medida todavía representa, un auténtico problema. Incluso cuando aun no habían sido formuladas las tesis más radicales de san Pablo, que enseñaba la finalización de la ley en la cruz, ya el Antiguo Testamento producía entre los cristianos un cierto cimbronazo: a Jesús mismo se lo había acusado de no tomarse del todo rigurosamente la Ley. Es verdad que todo lo que tenemos escrito en el Nuevo Testamento se compuso durante o después de la predicación de san Pablo, así que no contamos en realidad con un testimonio de primera mano de cómo se formulaba la polémica antilegalista antes de que san Pablo la llevase a términos tan fuertes como lo hará en Corintios, en Gálatas, o más todavía en Romanos. ¡Pero san Pablo no inventó la fe cristiana! si pudo él deducir de la cruz la finalización de la era de la Ley, es porque, contemos o no con las palabras exactas que dijo Jesús, de su mensaje podía entenderse con claridad meridiana que en él terminaba una era del mundo, un período de la relación del Padre con el mundo, precisamente la era de la Ley.

A pesar, incluso, de que se movía primordialmente entre galileos, los gestos de la vida de Jesús que él pretendió que leyéramos simbólicamente, como sus idas a Jerusalén, la negativa a ir a los paganos, la elección de Doce en clara alusión a las tribus iniciales de Israel, muestran que para Jesús, con él quedaba cerrada y realizada por completo una etapa: la de Israel. Quedaba «cumplida»; ésta es la palabra clave, el verbo clave que el cristianismo naciente tuvo que aprender muy pronto a conjugar.

El cristianismo siguió siendo una secta judía durante décadas; la ruptura definitiva no se produce sino hacia fines de los 70, casi cincuenta años después de la Pascua de Jesús. Los dirigentes de la Iglesia inicial no entendieron con la misma claridad que nosotros que con la fe en Cristo se estaba ante algo enteramente nuevo. Mientras el grueso de los escritos del Nuevo Testamento se estaban componiendo (los tres evangelios sinópticos, Hechos, san Pablo, y algunos más), los cristianos no habían aun roto con el judaísmo, aunque las relaciones en las sinagogas locales eran cada vez más tensas. Esto hace aun más asombroso que la predicación cristiana haya tenido desde el principio la convicción (la formulara como la formulara) de que no debía leer el Antiguo Testamento como Ley, que ya no era «Torah».

La era de la profecía

Pero si no era Torah, ¿qué era? Pronto el cristianismo naciente echó mano del lenguaje que flotaba en el ambiente: si el AT no era Ley, entonces debía ser leído como Profecía. Aun hoy cuesta a muchos creyentes aceptar que la profecía no es necesariamente una futurología, que no habla del futuro en términos de vaticinio, incluso que la mayor parte de los libros proféticos de la Biblia no hablan del futuro, sino del presente, anunciando no tanto lo que va a ocurrir, cuanto el juicio divino de ese presente, que abre o cierra las posibilidades de futuro para Israel.

A diferencia del vaticinio practicado por los paganos, los profetas de Israel habían acostumbrado (o había intentado acostumbrar) al pueblo a que la Divinidad no estaba a disposición de nuestros deseos e intereses; por eso, mientras que para el pagano el futuro tenía que ver con el modo de ganarse ahora el favor de los dioses, para Israel el futuro quedaba necesariamente escondido en el misterio del Juicio divino. En el AT, en la profecía, ese futuro nunca se revela más que como enigma, como promesa de una plenitud mayor que sólo será reconocida cuando ocurra, no puede ser anticipada. El término clave de la profecía bíblica es «llegar a plenitud», «llenarse de sentido», «pleroo», lo que traducimos precisamente como «cumplirse».

Los profetas de Israel, al poner en segundo término la noción de «vaticinio», privilegiando la comprensión de la profecía como expresión de un Juicio divino que se va manifestando y haciendo cada vez más claro, le enseñaron al creyente a que cualquier palabra -e incluso cualquier hecho- de la historia podía ser leído como profecía, no debía ser necesariamente una palabra que hablara del futuro. Puesto que la comprensión profética no tiene que ver con que ocurra algo que antes no ocurría, venga a laa existencia algo que no existía, o se realice algo que era «sólo promesa», esa comprensión enseña a encontrar en cada lugar de la realidad los signos que llenan de sentido esa realidad, que la recrean en la historia de forma más completa.

Por ejemplo, para nosotros sería profecía el anuncio de que en un futuro nacería un Mesías, pero no consideraríamos profecía el relato del nacimiento de Moisés; desde nuestra perspectiva, este último es historia, no profecía. Sin embargo en la perspectiva del profetismo bíblico, es más profecía el nacimiento de Moisés que la promesa de un Mesías: porque el nacimiento de Moisés, como real que ya es en la historia, está cargado de sentido: ese hecho, así de real, puede repetirse de formas cada vez más concretas. El nacimiento de un mesías futuro sería más bien algo implicado en el cumplimiento de la auténtica profecía: el nacimiento de Moisés (o de David, o de Salomón, etc). Es significativo a este respecto que en la estructura de la biblia judía (el Tanaj), no hay un grupo de libros llamados «históricos», como en la nuestra, sino que esos libros que nosotros llamamos «históricos» (Josué, Samuel, etc) se llaman «Profetas anteriores», para distinguirlos de los profetas de escuela, como Isaías, Jeremías, etc. La historia es Torah -Ley- o es Profecía.

Una lección de comprensión profética

El cristianismo naciente se acogió y a su vez profundizó en esa línea de entender la historia entera como profecía. De esos hablan las tres lecturas de hoy: de un cumplimiento. Pero no sólo hablan, enseñan de qué manera se encuentra Jesús, Jesús Resucitado, inscripto en los hechos y las palabras que venían de Israel. El propio Jesús, en la mistagogia de Lucas, es quien muestra cómo realizar esa lectura, cuya verdad vienen anunciada, no por la complejidad de una demostración racional, sino porque al escudriñar los textos, sacando a la luz «lo que, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, se refería a él en toda la Escritura», es el corazón el que arde: la verdad de este «cumplimiento» es algo que debe «sentirse» al meditar la Palabra.

La primera lectura, de Hechos, apunta a lo mismo. El salmo 15 (que luego lo recitamos en al misma liturgia de hoy) es retomado por el discurso de Pedro en clave profética: David, aunque hablaba de vida eterna, de «alegría perpetua», murió y fue enterrado, asi que esas palabras quedan como incompletas, hablan de él mismo, pero a la vez contienen un misterio que no queda del todo revelado ni para el propio David, que no se refiere a él. No son un vaticinio, sino un enigma que ahora, en tanto tenemos experiencia del Resucitado, podemos comprender: «Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo», termina el discurso. La comprensión profética no es cosa de hacer complicadas elucubraciones sobre el contenido de futuro de unas palabras antiguas, sino acoger el Espíritu que se derrama y aclara lo que las palabras antiguas contenían.

La segunda lectura también ahonda en la cuestión del «cumplimiento», pero añadiendo un nuevo matiz: no sólo la revelación, la propia creación contenía ya la «profecía» de la Pasión de Cristo; y nosotros, los creyentes, podemos ir manifestando esa profecía inscripta en la creación: tomando en serio -dice el texto- nuestro propio obrar, obrando con sentido, en vez de vanamente, que es a lo que tiende el ser humano («vuestros padres») cuando no sabe ver los signos de Dios en la creación. El obrar del creyente resulta un lugar donde puede verse la obra del Cordero. Cuando Cristo saca a la luz lo que estaba inscripto en la creación del mundo, da un nuevo giro a nuestras obras: ya no están cargadas de vanidad sino de sentido, pueden ser tomadas en serio. Ellas mismas se vuelven profecía del Cordero.

Sentir con el corazón, leer en el Espíritu, manifestar en las obras, son los tres lugares donde la Resurrección deja su huella de plenitud, de cumplimiento profético, a la vez que enseña a penetrar en la realidad y sacar a luz lo que está en enigma en todo lo que nos rodea.

Comentarios
por Rosy (189.164.220.---) - martes , 10-may-2011, 6:14:00

Abel que bueno es entender y comprender a las personas, quizas esto no va a la reflexion tan bonita que haces del 3er domingo de Pascua "Una lección de comprensión profética" no habias escrito desde el V domingo de Cuaresma, estoy de acuerdo contigo.

Besitos

Rosy

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