Hoy el progreso lo es todo. Progresa la ciencia, progresa la técnica, progresa la sociedad, la medicina; progresan las ideas, progresa la economía, progresan los partidos políticos, progresa el deporte. Todo progresa. Y lo que no progresa se envejece, se enferma, se muere.
Y cuando sale a la luz el libro "Nuevo método revolucionario del cultivo de cebollas", al transcurrir el tiempo en que se escribe, se imprime, se distribuye y se vende, resulta que el método ya no es ni tan nuevo, ni tan revolucionario. Ha sido ya totalmente superado.
Y cuando compramos una computadora último modelo, a la hora de subirla al coche y salir de la tienda, al mismo tiempo, por la puerta de entrada, vemos un camión cargado de nuevas computadoras, precisamente con el modelo posterior al que acabamos de adquirir.
Es cierto que muchos de los grandes logros de la humanidad se los debemos al progreso. Indiscutiblemente. Con esta convicción vivimos, y a ella nos acostumbramos.
El único peligro está en extender esta convicción a campos donde el progreso no tiene mucho qué ver. Nuestra mentalidad progresista puede llevarnos a medir absolutamente todo, todo, con parámetros de progreso. Sin que se escape nada. Y esto sí es peligroso.
En nombre del progreso, podemos cambiar las reglas del juego de la vida. ¿Acaso el progreso puede lograr el progreso de las propias reglas del progreso? Quizá no. Porque para fabricar una nueva computadora, tengo que utilizar los mismos principios que usé para fabricar el antiguo modelo. Para lanzar un transbordador al espacio, el astronauta debe tomar en cuenta el mismo principio de la gravedad que la agencia espacial rusa consideró para poner el Sputnik en órbita.
Qué pensaríamos de un científico que nos dijera: "Mira, estoy tratando de inventar un nuevo método para cultivar cebollas. Pero no quiero utilizar semillas de cebolla. Ese método ya está pasado de moda. Fue producto de una mentalidad primitiva y rudimentaria. Yo utilizaré semillas de calabaza. Y ya verás qué bien me van a salir estas nuevas cebollas."
Así que el progreso también tiene sus reglas. No es el progreso por el progreso. Al menos ciertos principios deben resistir la acción del progreso so pena de destruir el progreso mismo.
Es entonces cuando, por poner un ejemplo, respetar una vida desde sus humildes inicios, parecería una actitud contraria al progreso. "Hay que dejar los prejuicios. No se trata de suprimir una vida inocente; sino más bien, de respetar el derecho inalienable de la mujer de interrumpir voluntariamente el embarazo."
De ser coherentes con esta posición, llegará el día en que el robo dejará de ser robo, se convertirá en la transferencia urgente de un bien. Ahorcar a una persona se convertirá en la interrupción necesaria de la respiración ajena. La guerra no será guerra sino diálogo intenso para persuadir al que ignora mis puntos de vista. Y entonces nuestros niños llamarán interrupción voluntaria de la amistad al hecho de golpearse a puños con el amigo. Y cuando desobedezcan a sus papás, no les desobedecerán propiamente; será, a lo mucho, una opción consciente y madura ante las manifestaciones totalitaristas inconvenientes. Y copiar al vecino en un examen será simplemente un ejercicio urgente y formativo del ingenio humano. Y...
Cuánto bien puede hacer el progreso, cuando sus aguas van por su cauce. Cuánto bien debe lograr todavía: hay muchas vacunas que descubrir, muchos combustibles, muchas partículas subatómicas; hay muchos medios de transporte que inventar, muchos programas cibernéticos, muchas técnicas de cultivo de cebollas.
Pero no dejemos que se desborde, que nos inunde, que destruya nuestro mundo. No podemos permitir que venza esos maravillosos diques que con tanto esfuerzo hemos construido a través de la historia de la humanidad: esos diques de la amistad, la sinceridad, la alegría, la solidaridad con el débil e indefenso, la fidelidad, la búsqueda de la verdad, el respeto a la vida, el amor desinteresado y todo aquello que no interrumpe voluntariamente la dignidad de la persona humana.
El cuadro que ilustra este artículo es Vorágine, obra de Jacinto González Gasque