Aquella mañana me fui caminando. Me tocó mi turno y saludé al cajero:
–Buenos días, ¿todo bien?
–Sí, muy bien, ¿qué le trae por aquí?
–Pues, mire, este documento, a ver si lo registramos.
–Claro que sí.
Y aquel buen cajero continuó la conversación como quien no necesita estar atento a las máquinas registradoras después de tantos años de ejercicio:
–Oiga, ahora que usted entró, ¿se fijó si estaba ahí afuera un señor que toca el acordeón?
–Pues no me fijé mucho, pero como siempre le veo, creo que si no lo vi es porque no está hoy.
–Sí, fíjese, hace días que no aparece. Es un hombre que perdió su trabajo hace años. Mire que toca bien el acordeón. Ahora trata de sobrevivir tocando en la calle. Ya le he recomendado para un trabajo.
Mientras tanto las computadoras siguieron haciendo su trabajo hasta que lanzaron su aviso de “operación finalizada”. Entonces el cajero me dio el comprobante, le di las gracias y nos despedimos.
Salí y volví a casa caminando y pensativo. Me daba la impresión de que aquel buen cajero había comprendido muy bien quién era su prójimo. Y lo conocía. Y lo ayudaba.
A veces quisiéramos ayudar a resolver los problemas de países lejanos. Y está muy bien. Pero mientras tanto no cerremos nuestros ojos a las personas verdaderamente próximas que sí podemos ayudar aquí y ahora. Esa persona que vemos todos los días –en la oficina, o en casa, o de camino a la escuela, o cuando vamos de compras, o cuando salimos a hacer deporte– es nuestro prójimo más próximo. Ayudémosle. A veces basta un saludo. O una sonrisa. O una palabra. O una motivación. O una ayuda concreta. O unos minutos de nuestro tiempo. ¡Cuánto cambiaría el mundo con unos cuántos gramos de esta actitud del cajero en cada corazón humano! ¡Gracias, señor cajero!
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Nunca desvalorices a nadie
Guarda cada persona en tu corazón
Porque un día tú te puedes acordar
Y percibir que perdiste un diamante
Cuando tú estabas muy ocupado coleccionando piedras.
bonita historia