Al pensar sobre la renovación de la Iglesia podemos servirnos de una analogía con la renovación de una obra de arte. En el mundo del arte existen los conceptos de "restauración" y de "conservación" que parecen referirse a lo mismo, pero no es así.
"Conservación" implica respetar la obra de arte (digamos, un cuadro, una estatua, un edificio) sin alterarlo, en todo lo posible. Al conservar, el laboratorio busca sobre todo limpiar el sucio y la acumulación de barnices posteriores y otros elementos que oscurecen la obra original. En ningún momento se le dan retoques a un lienzo o se altera el original según nos llega. En el caso de una iglesia, no se remueven retablos o muebles (como algún púlpito) que pudieran haber sido ubicados allí y que estaban ausentes en el conjunto del templo original.
Así, por ejemplo, al limpiar "El aguador de Sevilla", de Velázquez, apareció una tercera figura en el fondo que había quedado oscurecida y oculta con el paso del tiempo. Se puede decir que el cuadro cambió para nosotros, ya que antes no se veía la tercera figura y ahora se ve.
Podríamos pensar la renovación de la Iglesia de un modo parecido, como una limpieza que produce cambio en la Iglesia, pero que es un cambio que revela mejor la realidad original.
Por contraste el restaurador en el campo del arte interviene y altera la obra cuando por ejemplo repara alguna rasgadura del lienzo y repinta el área, o hasta repinta por completo algún cielo o alguna cara a la que entiende que hay que corregirle, precisamente, algún retoque posterior, para restaurar de nuevo el estado original de la obra.
La responsabilidad sobre los hombros de un restaurador es mayor que la del conservador. Pero según el caso su trabajo es muy necesario. Es inevitable que de la misma manera en la Iglesia haya que tomar decisiones que implican una restauración, o un "hacer nuevo" de la tradición, es decir, renovar la tradición. Esta situación siempre se dio en la historia de la Iglesia. Algo así fue lo hizo el Concilio de Trento, por ejemplo. Y también, algo parecido se dio con la Iglesia en la época del Concilio Vaticano II.
Para poder traducir la fe al lenguaje de los tiempos había que recuperar la esencia de esa fe y de su expresión original. De ahí que fueran importantes los estudios históricos y la exégesis de la Escritura. El Concilio dependió así de los estudiosos, igual que todos los anteriores concilios ecuménicos de la historia. Pero esta vez, dependió, no tanto de los teólogos, cuanto de los historiadores y los exégetas que a su vez fueron teólogos.
El resultado fue el conjunto admirable de documentos conciliares con su mirada abarcadora a los diversos aspectos de la fe vivida en nuestro tiempo. Pero la experiencia del Concilio fue algo más que una experiencia intelectual; representó la entrada de la Iglesia en una nueva dimensión pastoral.
Este texto es un extracto del libro "Vaticano II: conceptos y supuestos", del autor de este artículo.