Durante el primer milenio del cristianismo, antes del siglo 11, predominó la Iglesia de los sacramentos y de los laicos. También era la Iglesia de los teólogos y la jerarquía, pero predominaba el elemento fundacional de la Iglesia, en términos del culto y la vida religiosa de los laicos, que incluía la vida sacramental. La actividad de la jerarquía y las definiciones de la teología se subordinaban o se ponían al servicio de la vida de fe dentro de la comunidad cristiana. El Concilio Vaticano II buscó recapturar este sentido originario de ser Iglesia.
Durante la segunda mitad del primer milenio (siglos 7 al 10) se dio un proceso en que se transformó paulatinamente el sentido de lo que significa ser cristiano, bien si nunca se perdió de vista la experiencia originaria del encuentro personal con Dios en Cristo.
Con el surgir de los reinos bárbaros que sustituyeron el Imperio Romano en Occidente, el culto cristiano fue haciéndose ininteligible para los feligreses a medida que con el tiempo ya no se entendía el latín. Como consecuencia, se perdió la comprensión del culto público. El culto dejó de ser una expresión vinculada a la experiencia cristiana dentro del vehículo de la comunidad. El cristiano promedio, el laico, dejó de verse a sí mismo como miembro de una comunidad orante, al modo con que se entendían a sí mismos los cristianos de los primeros siglos. Para ser cristiano "de verdad" había que hacerse clérigo e incorporarse así a una comunidad monástica. Esto se conjugó con el poder de los reyes y los nobles sobre la Iglesia y los nombramientos de la jerarquía. Ya los obispos y abades no le respondían a sus comunidades o asambleas, sino que le respondían a los poderes civiles.
Frente a esa situación los papas y la jerarquía buscaron liberar la Iglesia de la inherencia de los poderes temporales. Un instrumento de lucha en ese contexto fue la demarcación jurídica de los espacios de autoridad. Así se inició una concepción de la Iglesia más en términos legalistas, que pastorales.
De esa manera la autoridad de la Iglesia institucional (Roma, el Papa) buscó desplazar la autoridad de los nobles y los reyes sobre los funcionarios eclesiásticos. Los obispos y los abades buscaron escapar de su sometimiento de vasallaje a los señores locales, declarándose vasallos del Papa. De esa manera los abades y obispos comenzaron a responderle al Vaticano, antes que a los nobles y los poderes civiles. De ahí los conflictos entre papas y emperadores alemanes para enseñorearse de la fidelidad de los jerarcas eclesiásticos.
A través de ese proceso quedó olvidada la idea de que la razón de ser de la jerarquía derivaba primordialmente del contexto del servicio a la comunidad y el anuncio del Evangelio. El carácter pastoral y sacramental de los puestos eclesiásticos quedó subordinado al aspecto jurídico de su oficio, hasta el día de hoy.
Así fue como se comenzó a darle mucha importancia a los elementos jurídicos asociados a las comunidades cristianas y a la jerarquía. Toda vez que los que ostentaban los poderes temporales que amenazaban a la Iglesia institucional eran a su vez laicos, también se buscó excluir a los laicos de la dirección de la Iglesia institucional, aunque fuese de manera inconsciente. Entre tanto, debido a la mentalidad jerárquica heredada de Bizancio, se tomó a los laicos como si fuesen los plebeyos de la comunidad cristiana, segregados de la jerarquía hasta en la liturgia, como en el uso del iconostasio.
Mediante la conjunción de estos y otros factores fue emergiendo una concepción jurídica e intelectual de la Iglesia. Un buen número de papas en el siglo 11 y 12 fueron abogados y hasta el día de hoy la mayoría de los obispos son graduados en Derecho Canónico. Los obispos y presbíteros, antes que pastores, serían más como policías y jueces en vela sobre los delitos e infracciones de los feligreses.
Se ha predicado la fe como si Cristo hubiese venido a entregarnos unas definiciones canónicas (como en el ejemplo de la enseñanza sobre el matrimonio y el divorcio, según se sometió en los primeros borradores de los documentos del Concilio Vaticano II) antes que venir a mostrarnos el camino de la fe como vivencia dentro de las prácticas de una comunidad. Con un poco de exageración alguien podría decir que en el segundo milenio lo que fue una Iglesia de pastores se convirtió en una Iglesia de abogados. En este sentido el Concilio Vaticano II preconizó la vuelta a una Iglesia de pastores y evangelizadores en el tercer milenio.