En el catolicismo moderno (previo al Concilio) se condenó la modernidad a nombre de unas concepciones absolutas. Una de las objeciones (de inspiración evangélica o bíblica) a este enfoque "desde arriba" es que fácilmente coincide con la actitud de los fariseos. Los fariseos se creían en posesión de la verdad y de la virtud y desde esa posición juzgaban a los contemporáneos, como a los publicanos pecadores. Jesús rechazó esa posición farisaica. Comía y compartía con los publicanos, para atraerlos a la Verdad. Acercarse a la Verdad es reconocer la propia miseria y la propia ignorancia y la propia duda. Un cristiano se siente solidario con el publicano, es decir, con los contemporáneos. Jesús no vino a juzgar, y denunció a los fariseos.
Todavía los hay que consideran que el Concilio Vaticano II se equivocó totalmente, mientras continúan invocando unos conceptos absolutos para condenar la modernidad y al Concilio, en la medida con que se contaminó de modernidad, según ellos. Pero es que el objetivo primero del Concilio, como en este documento («Gaudium et Spes») es el diálogo con el mundo contemporáneo, no la condena de la modernidad.
Que se haya adoptado una actitud de diálogo no implica la aprobación de la modernidad. Lo mismo puede decirse del ecumenismo. Que uno dialogue con el pecador no significa que uno aprueba de su pecado; uno aprueba de su persona y de su posibilidad de santidad. Por eso Jesús comía y compartía con pecadores. Además, quiénes somos nosotros para saber quién es o no realmente pecador. Una vez más, pensarse justo y desde esa idea juzgar a los demás era lo que hacían los fariseos.
En la época preconciliar el punto de partida en el trato con los protestantes, por ejemplo, era el de condena. Por contraste, en la actitud de diálogo postconciliar vemos protestantes y católicos nos vemos como hermanos, como hermanos separados, en la medida con que profesamos la misma fe en Nuestro Salvador. Pero eso no significa que olvidemos nuestras diferencias. Simplemente enfatizamos aquello en que coincidimos y estamos dispuestos a reconocer las verdades que ellos nos muestran, tanto como las verdades que nosotros les mostramos. Los hermanos no necesitan estar de acuerdo en todo lo que piensan para ser hermanos y para vivir como hermanos. De ahí el escándalo de la separación entre las Iglesias.
En la lucha contra los errores del modernismo (o los de cualquier otra herejía) los clérigos del Vaticano no distinguieron entre las ideas y las personas. No se combaten las ideas combatiendo a las personas. Las ideas se combaten con otras ideas, con razonamientos. No tiene sentido perseguir a las personas porque estén equivocados.
En el diálogo con el mundo actual, como lo vemos en el documento, se asume que lo que los seres humanos han logrado de manera natural es una preparación para el encuentro con Dios (§57). Así, nada de lo "laico" ha de rechazarse. Todo es parte del camino hacia Dios. Es que lo que los seres humanos trabajan con ahínco deriva también de su necesidad de Dios, puesta por Dios mismo en su corazón.
Para que se dé el diálogo tienen que haber puntos específicos de intercambio. La Iglesia por tanto busca los puntos de coincidencia que interesan tanto a los modernos, como a la Iglesia misma. Esos temas son los que más preocupan a los humanos en nuestra época y por fuerza tienen que ser los que también preocupen a la Iglesia. Puede que la Iglesia haya ignorado algunos de esos puntos en el pasado, o no los haya entendido adecuadamente, como en el ejemplo de la democracia vista como una "cultura de masas", desde una perspectiva aristocrática que los eclesiásticos conservaron.
Pero a partir de ese momento en que se redactó y aprobó el documento, la Iglesia se comprometió a estar más atenta a esos temas. La Iglesia salió de su ensimismamiento y preocupación consigo misma para atender lo que verdaderamente es su misión, la comprensión de lo que está a su alrededor para entonces poder predicar el evangelio más adecuadamente.