Todo el arte del siglo 20 puede verse como un reflejo de la transición de la mentalidad de los ilustrados y modernos, a la visión de los que se han instalado en un mundo sin ideales, sin sostenes ideológicos ni ideologías románticas que sólo sirven para esclavizar y hacer miserable la vida humana.
Paradójicamente, han sido los idealistas y los predicadores de la alta moralidad, los que han traído miseria y dolor para incontables seres humanos. De ahí que los artistas, poetas, seres humanos de sensibilidad, hayan repudiado a los "bienpensantes", las clases dirigentes de entonces, con su respetabilidad hipócrita y su moral hueca. Es lo que denunció el Marqués de Sade con su literatura poblada de anormales, lo mismo que Sartre, con sus personajes atormentados por "los demás". En ese grupo de los "bienpensantes" (en esa "redada") cayó la Iglesia con su historial de intransigencia y de persecución de herejes.
Pero el lector y yo sabemos que la fe de nuestra predicación, la fe del Evangelio, no es una ideología romántica y peligrosa. Eso es lo que también buscó demostrar Vaticano II, o al menos, eso fue lo que tuvo en mente más de un teólogo en el Concilio. La Iglesia de los inquisidores medievales no es la Iglesia de Cristo. Los verdaderos cristianos no son unos fanáticos.
Uno entiende cómo muchos han identificado la Iglesia con las ideologías totalitarias, sobre todo cuando el liderato de la Iglesia estuvo insistiendo hasta el mismo Concilio en su rechazo del mundo moderno (es decir, coetáneo) mientras se mantenía en algún tipo de acuerdo con los regímenes establecidos. A los ojos de los posmodernos la Iglesia también cae en la hipocresía de la respetabilidad de los bienpensantes. Predican la moral pero en privado son unos perversos.
Lo más fácil para la Iglesia en la segunda mitad del siglo 20 ha sido caer en la tentación de asumir una postura de "Te lo dije" y continuar insistiendo en la denuncia antimoderna, como si la culpa de nuestros males contemporáneos derivaran de la mentalidad moderna (del capitalismo sin freno, la moral relativa, etc.). Para éstos resulta más cómodo declararse mártires de la época "moderna" (contemporánea) y seguir fomentando las devociones piadosas de antes, que encararse con su obligación de predicar la verdad del Evangelio, según lo vimos en el Concilio.
Nótese cómo ante la crisis de la revelación de la pedofilia rampante entre el clero católico, el Vaticano reculó a la posición preconciliar de declararse asediado por el mundo circundante. El problema con esa solución es que entonces la posición de la Iglesia queda atada a la antimodernidad, que es como decir, atada a la misma modernidad en vías de desaparición. Además, la Iglesia no está para condenar o confrontar, sino para acompañar a los seres humanos en su peregrinación en la tierra. Esa sí es una posición de fortaleza, la de ir impulsado por la fuerza del Evangelio.
No tiene sentido mantener a la Iglesia "casada" con unos valores transitorios como lo son los valores o esquemas de vida de una sociedad preindustrial a la que ya no se puede volver; o los valores de una filosofía caduca como la del marxismo. El marco referencial de la Iglesia debe ser el Evangelio y los signos de los tiempos; esto fue lo que significó el Concilio.
Jesús sólo condenó a los fariseos, por ser hipócritas, por andar con vestidos distintivos y esperar ser tratados con honores por su supuesta santidad. Atacó la interpretación legalista y filosófica de la Ley y los Profetas. Hoy día, es lamentable decirlo, muchos eclesiásticos y pastores, no sólo en la Iglesia Católica, se parecen mucho a los fariseos que Jesús denunció.
En este sentido podemos decir que para capturar "el espíritu del Concilio" baste meditar en los evangelios. Baste capturar el espíritu de los evangelios.