La controversia con los donatistas giró en torno a los lapsi [los cristianos que renegaban en la persecución, pero pasada esta, querían volver a incorporarse a la fe] a comienzos del siglo 4º. Los donatistas estaban agrupados alrededor del presbítero Donato en Cartago. El donatismo prevaleció en las comunidades del norte de África.
Los donatistas apelaron, no a Roma, sino al emperador para que decidiera sobre la validez de su repudio a los lapsi. El emperador de todos modos los refirió a la comunidad de Roma (la decisión del asunto no sería sólo del obispo de Roma), ya que Cartago estaría asociada a ese patriarcado por la cercanía, por ser "occidental". De paso, el emperador ordenó que dos obispos representativos de la Galia también participaran de la deliberación sobre el asunto.
Sin entrar en los detalles de la mezquindad humana que estuvo presente en el sínodo romano que entonces se celebró, baste decir que a fin de cuentas el fallo fue en contra de los donatistas. Éstos entonces reclamaron "juego sucio", por así decir, y apelaron al emperador. Constantino convocó un sínodo de obispos de la Galia para que decidieran el asunto. El emperador asumió autoridad suprema sobre la Iglesia y entre tanto le dio tanto peso a los galos, como a los romanos. Pero en el sínodo de la Galia no hubo acuerdo. Entonces, la condena de los donatistas fue efectuada directamente por el mismo emperador Constantino.
Igual que hoy día, los donatistas y otros grupos eran "hermanos separados". Como quedó apuntado antes su culto apenas difería del culto de las comunidades católicas, lo mismo que su esquema organizativo. La única gran diferencia entonces era de índole doctrinal menor o de tipo disciplinario.
Surgió por entonces otra cuestión, de si un converso de estos grupos, que había sido previamente bautizado de buena fe en su grupo de proveniencia, debía ser rebautizado al incorporarse a la comunidad católica. La costumbre tradicional en aquel momento, alrededor del año 250, había sido que a los conversos provenientes de las comunidades heréticas no había que rebautizarlos. Ya habían sido bautizados o iniciados a la fe cristiana, por lo que un segundo bautismo era innecesario.
Lo que se venía haciendo en esos casos era que el obispo les imponía las manos y los confirmaba en la comunión católica, confiriéndoles el Espíritu Santo. Se asumía que las comunidades heréticas tenían el legítimo bautismo cristiano del agua. Pero no podían dar lo que no tenían, que era conferir el Espíritu Santo junto a ese bautismo. Esas iglesias no poseían el Espíritu porque eran heréticas; si hubiesen tenido la iluminación del Espíritu, no serían heréticas. De ahí la necesidad de imponerles las manos y conferirles el bautismo del Espíritu a los conversos. Quién sabe si aquí se origina nuestro sacramento de la Confirmación.
Algunos de estos hermanos conversos provenientes de las otras comunidades heréticas podían llegar a convertirse en presbíteros católicos, o hasta obispos. Algunos cristianos comenzaron a expresar entonces la duda, que, al no haber sido rebautizados, los sacramentos celebrados por tales sacerdotes u obispos podían ser inválidos. Esta inquietud se dio para las mismas fechas de la controversia con los donatistas. Así surgió el movimiento de la "línea dura", expresado por Cipriano de Cartago y un concilio de obispos del norte de África. Había que rebautizar a los conversos provenientes de las comunidades cristianas separadas, según ellos.
Los de la línea dura, sean católicos, protestantes, patriotas, fascistas o comunistas, siempre terminan practicando el chantaje emocional, sin necesariamente hacerlo por malicia. En una discusión, fácilmente ponen en entredicho la integridad de los que no están de acuerdo con ellos, que prefieren una "línea blanda", es decir, una línea más tolerante y menos rígida. ¿Cómo es posible decirse buen católico y no seguir la interpretación extrema o "dura"?, dirán ellos.
En este contexto un tanto irracional el papa de entonces, el papa Esteban, invocó por primera vez (hasta lo que sepamos) que él tenía autoridad para imponer la solución, ya que él era el sucesor de Pedro, a quien Cristo encomendó la dirección de su Iglesia, según Mateo 16:18. No usó un argumento lógico o un argumento bíblico referido al punto en discusión, sino que usó un argumento basado solamente en su autoridad. Fue algo así como cuando el padre le dice al hijo, "Esto es así porque yo lo digo".
Lo interesante es que la discusión continuó y la alegación del papa Esteban no fue reconocida. Al contrario, siguieron lloviendo las denuncias de que el papa quería fomentar más herejías y era culpa de él que estuviera surgiendo la división en la Iglesia. Si el bautismo de los herejes era válido, entonces no se podía hablar del catolicismo como "la verdadera Iglesia" de Cristo. Es curioso que Mon. Marcel Lefebvre utilizó argumentos parecidos en su polémica contra el Vaticano II.
Para demostrar que no quería fomentar la división, el obispo Cipriano de Cartago entonces le escribió al papa que lo que había que reconocer era el derecho de cada comunidad para proceder según su parecer, de acuerdo a la autonomía de las comunidades cristianas. Con todo, el papa Esteban se rehusó a recibir los emisarios de Cartago, ni les permitió compartir con él la celebración de la eucaristía. La división entre Cartago y Roma duró unos cuantos años, hasta que fue electo un nuevo papa y el obispo de Alejandría mediara para lograr la reconciliación.
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