Está muy bien la pregunta, y realmente, cuando nos chocamos frente a un versículo así, la primera expresión que nos surge es de sorpresa. Pero esto nos pone en realidad ante una cuestión mayor: y es que ningún versículo de la Escritura puede leerse como si fuera una pieza suelta, aislada, como si por sí mismo fuera a traernos una revelación nueva y distinta, que no estuviera en el resto de la Escritura. Suele decirse que uno de los criterios interpretativos fundamentales es leer la Escritura en el horizonte de la «analogía de la fe», es decir que las verdades de la fe forman un entramado en definitiva armonioso, aunque tomada aisladamente una cuestión nos parezca «desentonar».
Esto no significa que no haya en la Escritura versículos que puedan de alguna manera contradecir e incluso corregir a los demás, pero en lo que hace a las cuestiones esenciales de la fe, tenemos que partir de la convicción de que los escritores bíblicos no eran esquizofrénicos, no planteaban un día una cosa y otro día otra. La convicción de que en Cristo la salvación estaba realizada y completa, la convicción de la perfección de su sacrificio recorre íntegro el Nuevo Testamento. Más allá de las diferencias, más evidentes o más sutiles, entre la teología de un autor o de otro, ese aspecto, la perfección del sacrificio de Cristo, queda fuera de toda duda.
Precisamente este versículo viene luego del himno de 1,12-20, donde el autor recoge (no es posible establecer si el himno es de él mismo o es un himno litúrgico que adaptó para expresar su doctrina) la centralidad de Cristo en la nueva creación, realizada por Dios a imagen de su Hijo:
Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.
Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
14por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por él y para él.
Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.
Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.
(lo cito según la bella versión litúrgica, y aprovecho para recomendar la catequesis de Benedicto XVI sobre este texto, en continuación de las de Juan Pablo II sobre los salmos y cánticos de la liturgia)
Yo creo que este himno no deja dudas de que en la obra de Cristo no queda ningún fleco suelto, es perfecta en extensión (abarca a todos), y en profundidad (afecta a la esencia misma del ser humano: lo reconcilia con Dios en su raíz). Y esto está dicho apenas unos versículos más arriba que el versículo de la pregunta. Es verdad que 1,24 es un versículo osado, pero el autor cuenta con que uno viene leyendo, y entonces puede perfectamente asimilar que cuando habla de «completar en la carne», de ninguna manera sugiere que la obra de Cristo haya podido ser incompleta.
¿A qué tipo de completamiento se refiere entonces? Posiblemente pueda referirse la cuestión a dos series argumentales, que no tienen por qué oponerse: tanto puede dar lugar a una lectura que llamaremos «misional», como a una que podríamos llamar, aunque sea provisoriamente, «mística».
La obra de Cristo es universal, alcanza a todos los hombres. Sin embargo, en esa universalidad está incluida la tarea de la Iglesia de llevar el Evangelio. La Iglesia no lleva el Evangelio añadiendo nada que no haya querido Cristo, sino que más bien despliega su obra, manifiesta visiblemente la universalidad querida y realizada por el propio Cristo para su mensaje: «...recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra.» (Hech 1,8)
Aunque todas las muy variadas corrientes de interpretación que existieron en la primitiva Iglesia entendieron que la obra misional estaba indisolublemente ligada a la fe en Cristo, ninguna corriente como la de san Pablo tomó esta tarea misional tan a fondo. El propio san Pablo llega a decir «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1Cor 1,17), ¡con toda la importancia que tiene el bautismo para la fe cristiana y para la propia teología de san Pablo!
Puede discutirse, por supuesto, si san Pablo en persona es el autor de las cartas a los Colosenses y a los Efesios, o son escritos «de escuela», es decir, escritos de discípulos del Apóstol, que han utilizado como marco de escritura fragmentos del propio Pablo; hay argumentos exegéticos para sostener una u otra posición. Sin embargo hay algo que nadie discutiría, y es que sea quien sea que haya escrito concretamente estas cartas, estaba empapado, imbuido, del espíritu misional paulino: la misión, llevar el evangelio a quien no lo conoce, se identifica con la fe misma: creer es evangelizar, «¡ay de mí si no anunciare el Evangelio» (1Cor 9,16).
para san Pablo, el sufrimiento por el Evangelio está indisolublemente atado a la predicación del Evangelio. Es más, no sería una auténtica predicación del Evangelio, si no moldea al discípulo en la cruz del Maestro: «Pues, así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación. Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos.» (2Cor 1,5-6)
Cuando habla entonces de «completar lo que falta a los sufrimientos de Cristo», no se trata de la idea de que Cristo haya sido imperfecto, sino de que necesariamente la pasión no está terminada hasta que no está predicada, y eso incluye la pasión del propio predicador.
Con esto mismo se relaciona, aunque en una dimensión más personal -por eso la llamé, aunque impropiamente, «mística»-, otra lectura que podemos hacer, que tiene que ver con el juego de palabras que hace el texto entre «sarx», la carne, y «soma», el cuerpo. la «sarx» suele identificar en Pablo a la humanidad del hombre cerrada a la gracia. No es el cuerpo «material», pero sí el hecho de que entre el hombre y Dios hay como una pantalla opaca, que impide verLo y que debe ser rota; esa pantalla es precisamente la sarx, la carne, y su obra es necesariamente, pecado. Lamentablemente, por la predicación estrechamente moralinista de algunos siglos a esta parte, hemos reducido los «pecados de la carne» a la cuestión de la sexualidad desordenada, pero san Pablo -y en general la Biblia- son mucho más amplios que eso, y también más fuertes: pecado es el obrar de aquel hombre que no ha dejado en ningún momento de ser «sárkico», carnal, que no es capaz de ver a Dios a través de lo que lo rodea.
A veces «carne» tiene un sentido más positivo, que la emparenta con «cuerpo»: indica lo más propio y desnudo del hombre, su mismidad. Como en Efesios 5,29, texto que por muchas razones está estrechamente vinculado con el que estamos analizando: «Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo.»
Ahora bien, precisamente la carne, en su sentido habitual es decir, el negativo, necesariamente sufre cuando es confrontada con la luz de Dios. No porque Dios la haga sufrir adrede, sino porque está en su esencia, en su carnalidad, el permanecer cerrada a Dios: abrirla es hacerle violencia. Como en el conocido mito platónico de la caverna, el ojo del esclavo -hecho a las tinieblas- sufre y se duele a medida que va ascendiendo a la luz, a pesar de que de ninguna manera puede considerarse ese ascenso como algo malo, sino todo lo contrario. Del mismo modo, podemos decir que la carnalidad del hombre sufre por el sólo hecho de entrar en contacto con el cuerpo de Cristo. Cuando Cristo se hace visible al hombre, todo el hombre queda iluminado, incluso aquello por lo que sufriremos al salir de las tinieblas.
Nuevamente, «completar en la propia carne» no es tanto agregar una perfección a algo que no lo tuviera, sino la necesaria tarea, y en la que nadie -¡ni el propio Dios!- puede suplirnos: que es convertir nuestra carne en cuerpo. La nota original y profunda que le agrega Colosenses, no es tanto la noción de completar en la carne, sino el hecho de que esa carne que se convierte en cuerpo, en soma, no es sólo cuerpo a imagen del de Cristo, sino que es al mismo tiempo, el cuerpo de una nueva humanidad. Para Colosenses, como para Efesios (aunque esta idea ya estaba incipiente en las cartas propiamente paulinas), cuando salimos de la carne no entramos en una nueva humanidad propia e individual, sino que la conversión de la sarx en soma se realiza en la formación, en la integración en la Iglesia: romper con la sarx es romper con lo egoísta de la mismidad, es volverse uno mismo Iglesia, es decir, cuerpo de Cristo. No hay instancias intermedias: o estamos en lo opaco de la propia carne encerrada en sí misma, o en la luminosidad de la Iglesia.
La tarea de Cristo, fue abrir ese cuerpo, hacerlo, ponerlo a disposición, hacerlo visible («él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia»). Esa tarea está completa y perfecta, pero nadie puede pertenecer a ese cuerpo si no se decide a dejar de ser carne, si no rompe con su mismidad, con todo el dolor y sufrimiento que esa ruptura, por su propia naturaleza, le traerá. Pero como corresponde a un Dios que salvó en el sufrimiento de su Hijo, el sufrimiento del hombre sárkico que se decide a dejar la carne, es también un sufrimiento fecundo: Dios no deja sin premio ese dolor, y podemos decir que al completar la salida de nosotros mismos hacia el cuerpo de la Iglesia, todo lo de redentor que tenga ese sufrimiento será acopiado en beneficio de su Iglesia.
Con distintas palabras, con más o menos teología, con más o menos entretejidos exegéticos, la Iglesia desde el principio intuyó que el sufrimiento de sus miembros tenía un plus de valor, y que ese plus fecundaba en la propia Iglesia, por eso desde siempre ha celebrado gozosamente a los sufrientes por excelencia, es decir, a los mártires, como semilla de nuevos creyentes.