Es el proceso por el cual la Iglesia reconoce la santidad en un cristiano ya fallecido, y lo inscribe en su catálogo de santos, a la vez que lo presenta como intercesor, guía y modelo a los creyentes.
Este es el proceso pleno, que en realidad consta de dos momentos: la beatificación, y la canonización propiamente dicha. En los dos casos se realiza un estudio minucioso de la vida y la obra de los candidatos, sin embargo, el significado y el resultado no es el mismo en uno y otro caso.
En la beatificación, la Iglesia acepta que hay una veneración pública a un candidato, estudia su vida y obra, y al beatificar acepta la validez de ese culto. Se trata, en realidad, de un reconocimiento más bien pasivo de un estado de hecho. En la canonización, en cambio, el papel de la Iglesia es más activo: ella investiga al candidato (ya beato) para proponerlo a todos los creyentes de la Iglesia universal.
La diferencia, entonces, entre uno y otro proceso está en que el beato recibe un culto admitido y oficial, aunque sólo local: para la diócesis, congregación o grupo que lo haya solicitado; salvo un permiso especial, el resto de la Iglesia no venera a esos beatos (por ello se puede ver que no hay beatos en el calendario litúrgico universal). Mientras que el santo canonizado es propuesto por la Iglesia universal, representada en la Sede de Pedro, para todos los católicos. En la actualidad esto a vuelto a quedar de manifiesto en que el Papa evita celebrar beatificaciones, salvo algunas que, por una especial relevancia colectiva, tienen casi el valor afectivo de una canonización, o corresponden a la diócesis de Roma (casos del beato Newman, o del beato Juan Pablo II). La beatificación la celebra el obispo local, con asistencia de un legado papal, mientras que la canonización la celebra el propio Papa.