El autor se refiere a una experiencia de su vida, sin más horizonte universal o escatológico. Pero la intensidad de la súplica y la hondura personal de la experiencia ensanchan la capacidad significativa del salmo, que puede ser transpuesto al contexto cristiano en este nivel de profundidad. Es una súplica que puede sonar en labios de Cristo, revelándonos el misterio de su sufrimiento y su confianza. La paradoja es que el Padre escondió su rostro y dejó a su Hijo dormir en la muerte, y pareció que sus enemigos le pudieron: todo para realizar la victoria máxima, mostrando su rostro, dando luz a los ojos de Cristo, alegrando su corazón. El cristiano puede unirse a Cristo en esta oración intima y urgente, dando así más contenido a la oración del salmista. Y en labios de la Iglesia, las cuatro preguntas impacientes pueden adquirir un sentido de expectación escatológica, que es también esperanza definitiva.
Salmo de súplica individual con tres partes bien definidas y una mención de Dios en cada una de ellas: invocación a Dios y situación del salmista (Sal 13,2-3); súplica y motivos de persuasión (Sal 13,4-5); expresión de confianza y gratitud (Sal 13,6). La cuádruple pregunta del principio, ¿Hasta cuándo...?, típica de este tipo de salmos (véase Sal 6,4; 35,17; 74,10; 79,5; 80,5; 89,47; 90,13; 94,3), confiere a esta oración u n tono desgarrador y angustioso. El salmista, sin ningún tipo de preámbulos, se dirige impacientemente al Señor como para echarle en cara el "olvido" en que lo tiene y el que le haya "ocultado el rostro" (Sal 13,2). Ese olvido se nota en la situación desgraciada, no mejor especificada pero de peligro mortal (Sal 13,4), por la que el salmista está pasando, que le causa angustia y tristeza continuas (todo el día: Sal 13,3), y que está provocada por la acción del enemigo. En esta primera parte el orante ha mirado a Dios, a sí mismo, al enemigo: triple mirada que se va a repetir a continuación, en la súplica que sigue. Si Dios lo ha olvidado y le tiene el rostro vuelto, el salmista le suplica que se acuerde de él y lo mire: Mira y atiéndeme (Sal 13,4). El Señor al que suplica ya no es Señor a secas, como al principio, sino Señor Dios mío, reforzando con ese apelativo la relación personal de cariño, intimidad y mutua posesión que une a Dios y al salmista. Con la imagen del sueño-oscuridad y de la luz de los ojos, pide ser liberado de la muerte, que quizá sea el enemigo que le está venciendo dado el puesto central que ocupa en el salmo. Y refuerza su petición presentando ante Dios dos razones (en realidad una razón desdoblada) por las que debe intervenir: para que el enemigo -¿la muerte?- no cante victoria y para que no se alegren los adversarios (Sal 13,5; véase Sal 35,19; 38,17), lo que significaría una vergüenza y un deshonor para el mismo Dios. Porque hay más: Dios debe mirar y atender ya que el salmista "confía" en él, en su amor (Sal 13,6). Tanto, que se siente absolutamente seguro de la salvación de Dios y de la alegría que le producirá: mi corazón se alegrará-.. El autor juega con el motivo de la alegría: no deben alegrarse los adversarios y, de hecho, no van a alegrarse, porque la intervención de Dios va a hacer que se alegre el que, hasta ahora, se encontraba triste y angustiado. Y está tan seguro, que habla de la salvación como ya sucedida: en el último verso se expresa el propósito de "cantar" al Señor por la salvación recibida. Esta última frase ya no se dirige a Dios, sino a los oyentes, a todos los creyentes, a los adversarios, a sí mismo: la certeza de la salvación se proclama como buena noticia para todos.
Desde el principio al final ha cambiado radicalmente el clima de la oración: el grito dramático e insistente de un desesperado desemboca en el canto gozoso del que experimenta el amor y la salvación de Dios. De corazón a corazón: del corazón apenado de Sal 13,3 al corazón "alegre" de Sal 13,6. El salmo es la plegaria impaciente -¿hasta cuándo...?- de todos los que, en cualquier circunstancia, observan que la intervención de Dios parece retrasarse: es terrible la sensación del olvido y del silencio de Dios, de que nos da la espalda o nos vuelve el rostro. Es' también la súplica de la Iglesia que espera con ansia y reconoce con alegría y certeza inquebrantable la salvación definitiva de Dios y la implantación de su Reinado. [Casa de la Biblia: Comentarios al AT]