Introducción general
Este salmo, posiblemente pre-exílico, canta la lejanía de Sión con un lirismo conmovedor. Hay en él un movimiento que progresa hacia una cima. Si los versículos 2-6 expresan la nostalgia de la lejanía, los restantes versículos añaden un tono de queja. En esta segunda parte, la lejanía de Dios se reviste con un lenguaje simbólico. Primero son los abismos de rompientes olas, después los enemigos opresores, junto con el quebranto de los huesos y los insultos, los símbolos que describen gráficamente la lejanía. Hay que añadir que la nostálgica lejanía se abre a la esperanza en el diálogo del salmista consigo mismo.
Este salmo de lamentación individual pide una salmodia individualizada incluso en la celebración comunitaria. Atendiendo a la introducción y a la lamentación propiamente dicha, así como también al estribillo, sugerimos la salmodia siguiente: Salmista 1.°: Introducción: "Como busca la cierva... el rostro de Dios" (vv. 2-3).- Salmista 2.°: Lamentación: "Las lágrimas son mi pan... bullicio de la fiesta" (vv. 4-5).- Asamblea: Estribillo: "¿Por qué te acongojas... mi rostro, Dios mío" (v. 6).- Salmista 2.º: Continúa la lamentación: "Cuando mi alma... dónde está tu Dios?" (vv. 7-11).- Asamblea: Estribillo: "¿Por qué te acongojas... salud de mi rostro, Dios mío" (v. 12).
"¿Adónde te escondiste, Amado?"
La imagen de la cierva, jadeante de sed, es un clamor vital para quien encuentra satisfacción sólo en Dios. Se acumulan los recuerdos del pasado en el corazón del salmista: cómo desahogaba su vida con el "Tú" divino, cómo marchaba a la cabeza del grupo que subía a Sión... Pero ¿dónde está ahora el Amado de mi alma? Tal vez se imponga un silencio que traiga el eco de aquellas palabras: "Los sedientos, id por agua" (Is 55,1). ¿Dónde buscar el agua cuando los ríos se han secado? "El que beba del agua que yo le dé, jamás tendrá sed", dice el Señor. El agua que brota del costado abierto de Cristo harta las sequedades de la vida. Es el agua de la nueva Ciudad. Busquemos a Dios en Cristo. Busquémosle en los bosques y espesuras. Busquémosle en la jungla de cada día, que por esos sotos ha pasado.
¡Voy al Padre!
La lejana Galilea, medio pagana, quema el alma del fervoroso judío con ascuas de nostalgia: quisiera estar junto a Dios, salud de su rostro. Más tarde será un galileo, Jesús, quien suspire por la casa del Padre, donde se entretiene y la purifica. Con gusto hubiera habitado en los aledaños del templo, pero los judíos no le dejaron. Su última peregrinación a Jerusalén le proporciona la ocasión de exponer el ardiente deseo de gozar nuevamente del Padre. Cuando retorna al Padre, dejando el mundo, levanta un nuevo templo sobre su carne e introduce en nuestro mundo el tenso anhelo de estar-con-Cristo, ya que "mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor porque caminamos en fe y no en visión" (2 Cor 5,6-7). Nuestra nostalgia es un vehemente deseo de retorno a Casa. No olvidemos nuestro destino: ¡Vamos al Padre!
Después de este destierro, muéstranos a Jesús
El desterrado salmista debe soportar la burlona pregunta de los incrédulos: "¿Dónde está tu Dios?". Sencillamente no existe, piensan quienes preguntan, porque es inoperante. No basta con que el salmista se refugie en su pasado ni saboree el polvo de la humillación presente; un aliento de esperanza futura es el bálsamo de su herida. Prueba similar experimentó Jesús cuando los judíos le preguntaron: "¿Dónde está tu Padre?" Si es Dios, que te libere en la hora fatal. Hasta los discípulos le piden que les muestre al Padre. Pero he aquí que quien murió con una plegaria de confianza en los labios, entró en la presencia de Dios. Si hoy se nos formula tal zahiriente pregunta, derramemos sobre nuestra herida el aceite de la esperanza, procedente de la nube de testigos que nos rodea. Traigamos a consideración que Jesús sufrió la contradicción para que no decaigamos de ánimo rendidos por la fatiga y caminemos con la plegaria: "Después de este destierro, muéstranos a Jesús".
Los "porqués" de la religión
Que la religión no sea un precioso narcótico que insensibilice a los creyentes lo manifiestan los abundantes "porqués" de este salmo. Es el "porqué" que mana del dolor. Pero un "porqué" del que se hace oración. De hecho, el salmista está abierto a Dios, que hace justicia, defiende la causa y librará del hombre malvado. El "porqué" supremo de la cruz habla de la angustia de Jesús, pero su dolor -convertido en oración- se impregna de esperanza, porque Dios no oculta su rostro a quien lo invoca. Los labios cristianos pueden enmudecer con preguntas de dolor. Ni la pregunta ni el dolor son la palabra definitiva. Sólo Dios, que será nuevamente alabado, tiene la última palabra. Él es la salud de nuestro rostro.
Acogida del servidor fiel
La luz que en tiempos pasados iluminaba los caminos del orante ha dejado en él una huella indeleble (Sal 42,3), como en el dolorido Job. El Dios de la alianza, adornado de fidelidad y de verdad, sostiene al fatigado caminante que ora aquí. No ha renunciado a su meta: "acercarse al altar de Dios, el Dios de la alegría". La luz y la verdad, la fidelidad de Dios condujo al peregrino Jesús hasta la divina presencia (Hb 9,24). Detrás de él avanza la columna móvil de la Iglesia, en marcha hacia el Santuario que Jesús nos abrió a través del velo de su carne. A la llegada, el Padre nos tiene reservada la acogida de los servidores fieles: "Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco; te constituiré sobre lo mucho. Entra en el gozo de tu señor" (Mt 25,21).
La Luz del mundo
El dolor pesa como densa tiniebla al caminante. Pone congoja y turbación en su alma. ¿Quién romperá el pavor de la noche? La profecía antigua vislumbraba una alborada para el pueblo que camina a oscuras, en tierra de sombra, sin que supiera precisar quién traería la luz. Aconteció, cuando Dios lo tuvo a bien, que la Luz brilló en las tinieblas, y desde entonces quienes siguen a Jesús no caminan en la oscuridad. Ya puede morir en paz la vieja espera de la humanidad, junto con el anciano Simeón. Han visto al Salvador, Luz para los gentiles y gloria para Israel, pero con tal de que unos y otros caminen mientras tengan luz. Cristo es la luz que nos guía y conduce hasta su santa morada, donde heredaremos la luz de vida.
Resonancias en la vida religiosa
Peregrinos atraídos y conducidos por tu Luz y tu Verdad: Es imposible concebir el proyecto de vida cristiana y religiosa prescindiendo de su talante itinerante y peregrino. No tenemos aquí ciudad permanente; buscamos la futura. Desinstalados, caminamos hacia la casa del Padre, donde nos están reservadas muchas moradas, donde no habrá más llanto, ni dolor, donde nuestro cuerpo será revestido de gloriosa inmortalidad.
Entre tanto conocemos las penas del destierro y las fatigas de la peregrinación. Traicionados y ofendidos por los ciudadanos arrogantes de este mundo, caminamos hostigados y sombríos y nos lamentamos a Dios, pidiéndole que sea nuestro abogado y nuestro juez ya ahora: que nos justifique ante la gente impía. Al mismo tiempo anhelamos que desde su templo, desde su santa morada, aquella que será nuestra mansión del futuro, nos envíe anticipadamente destellos de luz y de verdad; se reflejarán en nuestra comunidad, nos atraerán y nos guiarán en nuestro penoso caminar.
Resonancias en la vida religiosa
Mi alma tuvo siempre sed de Ti: Hay un ansia irrefrenable de Dios en lo más íntimo de nuestro ser. Todo lo que somos está secretamente imantado por Aquel que nos creó y redimió. Hay, sin embargo, un complicado entramado de mediaciones, que nos impide la unión con el Dios vivo y la visión de su rostro cautivador. Y por eso sufrimos como un desgarro interior: vivimos en dos mundos, entre dos polos de atracción.
"¿Dónde está tu Dios?", nos preguntan incesantemente quienes conviven con nosotros, aunque no comparten nuestra fe, al constatar que nuestro Dios todavía no ha permitido que se agote el manantial de nuestras lágrimas y deja que se rompan nuestros huesos por las burlas de nuestros adversarios.
La sed de Dios no es una ilusión utópica, que nos droga y descompromete. Tenemos sed de un agua que hemos probado alguna vez: "Recuerdo otros tiempos...". Ha habido momentos de inolvidable e indescriptible encuentro con Dios; sabemos que El no sólo es capaz de apaciguar nuestra sed, sino que "sus torrentes y sus olas nos han arrollado". Hay motivos para seguir alentando nuestra sed de Dios. Ese es justamente el itinerario de nuestra vocación personal y comunitaria: el camino de un grupo de sedientos, que no olvidan su sed, porque su alma tuvo siempre sed de Dios. Sacramentalizamos con ello al Jesús que en la cruz también clamó: "Tengo sed".-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
1. Una cierva sedienta, con la garganta seca, lanza su lamento ante el desierto árido, anhelando las frescas aguas de un arroyo. Con esta célebre imagen comienza el salmo 41. En ella podemos ver casi el símbolo de la profunda espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los estudiosos del Salterio, nuestro salmo se debe unir estrechamente al sucesivo, el 42, del que se separó cuando los salmos fueron ordenados para formar el libro de oración del pueblo de Dios. En efecto, ambos salmos, además de estar unidos por su tema y su desarrollo, contienen la misma antífona: "¿Por qué te acongojas, alma mía?, ¿por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío" (Sal 41,6.12; 42,5). Este llamamiento, repetido dos veces en nuestro salmo, y una tercera vez en el salmo sucesivo, es una invitación que el orante se hace a sí mismo a evitar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que con seguridad se manifestará de nuevo como Salvador.
2. Pero volvamos a la imagen inicial del salmo, que convendría meditar con el fondo musical del canto gregoriano o de esa gran composición polifónica que es el Sicut cervus de Pierluigi de Palestrina. En efecto, la cierva sedienta es el símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo" (Sal 41,3). En hebraico una sola palabra, nefesh, indica a la vez el "alma" y la "garganta". Por eso, podemos decir que el alma y el cuerpo del orante están implicados en el deseo primario, espontáneo, sustancial de Dios (cf. Sal 62,2). No es de extrañar que una larga tradición describa la oración como "respiración": es originaria, necesaria, fundamental como el aliento vital.
Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre es una empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de sus homilías sobre el libro de los Números, escribe: "Los que recorren el camino de la búsqueda de la sabiduría de Dios no construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje continuo, progresando siempre, y cuanto más progresan tanto más se abre ante ellos el camino, proyectándose un horizonte que se pierde en la inmensidad" (Homilía XVII in Numeros, GCS VII, 159-160).
3. Tratemos ahora de intuir la trama de esta súplica, que podríamos imaginar compuesta de tres actos, dos de los cuales se hallan en nuestro salmo, mientras el último se abrirá en el salmo sucesivo, el 42, que comentaremos seguidamente. La primera escena (cf. Sal 41,2-6) expresa la profunda nostalgia suscitada por el recuerdo de un pasado feliz a causa de las hermosas celebraciones litúrgicas ya inaccesibles: "Recuerdo otros tiempos, y desahogo mi alma conmigo: cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta" (v. 5).
"La casa de Dios", con su liturgia, es el templo de Jerusalén que el fiel frecuentaba en otro tiempo, pero es también la sed de intimidad con Dios, "manantial de aguas vivas", como canta Jeremías (Jr 2,13). Ahora la única agua que aflora a sus pupilas es la de las lágrimas (cf. Sal 41,4) por la lejanía de la fuente de la vida. La oración festiva de entonces, elevada al Señor durante el culto en el templo, ha sido sustituida ahora por el llanto, el lamento y la imploración.
4. Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte de su entorno es el de Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la mención de las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de otro monte, desconocido para nosotros, el Misar (cf. v. 7). Por tanto, nos encontramos más o menos en el área en que se hallan las cataratas del Jordán, las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que atraviesa toda la Tierra prometida. Sin embargo, estas aguas no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del salmista, más bien, son semejantes a las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como un torrente impetuoso que aniquila la vida: "tus torrentes y tus olas me han arrollado" (v. 8). En efecto, en la Biblia el caos y el mal, e incluso el juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra destrucción y muerte (cf. Gn 6,5-8; Sal 68,2-3).
5. Esta irrupción es definida sucesivamente en su valor simbólico: son los malvados, los adversarios del orante, tal vez también los paganos que habitan en esa región remota donde el fiel está relegado. Desprecian al justo y se burlan de su fe, preguntándole irónicamente: "¿Dónde está tu Dios?" (v. 11; cf. v. 4). Y él lanza a Dios su angustiosa pregunta: "¿Por qué me olvidas?" (v. 10). Ese "¿por qué?" dirigido al Señor, que parece ausente en el día de la prueba, es típico de las súplicas bíblicas.
Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de nuevo a la esperanza (cf. vv. 6 y 12). El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el 42, será una confiada invocación dirigida a Dios (cf. Sal 42, 1.2a.3a.4b) y usará expresiones alegres y llenas de gratitud: "Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, de mi júbilo".
[Audiencia general del Miércoles 16 de enero de 2002]
1. En una audiencia general de hace algún tiempo, comentando el salmo 41, dijimos que estaba íntimamente unido al salmo sucesivo. En efecto, los salmos 41 y 42 constituyen un único canto, marcado en tres partes por la misma antífona: "¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío" (Sal 41,6.12; 42,5).
Estas palabras, en forma de soliloquio, expresan los sentimientos profundos del salmista. Se encuentra lejos de Sión, punto de referencia de su existencia por ser sede privilegiada de la presencia divina y del culto de los fieles. Por eso, siente una soledad hecha de incomprensión e incluso de agresión por parte de los impíos, y agravada por el aislamiento y el silencio de Dios. Sin embargo, el salmista reacciona contra la tristeza con una invitación a la confianza, que se dirige a sí mismo, y con una hermosa afirmación de esperanza: espera poder seguir alabando a Dios, "salud de mi rostro".
En el salmo 42, en vez de hablar sólo consigo mismo como en el salmo anterior, el salmista se dirige a Dios y le suplica que lo defienda contra los adversarios. Repitiendo casi literalmente la invocación anunciada en el salmo anterior (cf. Sal 41,10), el orante dirige esta vez efectivamente a Dios su grito desolado: "¿Por qué me rechazas? ¿Por qué voy andando sombrío, hostigado por mi enemigo?" (Sal 42,2).
2. Con todo, siente ya que el paréntesis oscuro de la lejanía está a punto de cerrarse y expresa la certeza del regreso a Sión para volver al templo de Dios. La ciudad santa ya no es la patria perdida, como acontecía en el lamento del salmo anterior (cf. Sal 41,3-4); ahora es la meta alegre, hacia la cual está en camino. La guía del regreso a Sión será la "verdad" de Dios y su "luz" (cf. Sal 42,3). El Señor mismo será el fin último del viaje. Es invocado como juez y defensor (cf. vv. 1-2). Tres verbos marcan su intervención implorada: "Hazme justicia", "defiende mi causa" y "sálvame" (v. 1). Son como tres estrellas de esperanza, que resplandecen en el cielo tenebroso de la prueba y anuncian la inminente aurora de la salvación.
Es significativa la interpretación que san Ambrosio hace de esta experiencia del salmista, aplicándola a Jesús que ora en Getsemaní: "No quiero que te sorprendas de que el profeta diga que su alma estaba turbada, puesto que el mismo Señor Jesús dijo: "Ahora mi alma está turbada". En efecto, quien tomó sobre sí nuestras debilidades, tomó también nuestra sensibilidad, por efecto de la cual estaba triste hasta la muerte, pero no por la muerte. No habría podido provocar tristeza una muerte voluntaria, de la que dependía la felicidad de todos los hombres. (...) Por tanto, estaba triste hasta la muerte, a la espera de que la gracia llegara a cumplirse. Lo demuestra su mismo testimonio, cuando dice de su muerte: "Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!"" (Las Lamentaciones de Job y de David, VII, 28, Roma 1980, p. 233).
3. Ahora, en la continuación del salmo 42, ante los ojos del salmista está a punto de aparecer la solución tan anhelada: el regreso al manantial de la vida y de la comunión con Dios. La "verdad", o sea, la fidelidad amorosa del Señor, y la "luz", es decir, la revelación de su benevolencia, se representan como mensajeras que Dios mismo enviará del cielo para tomar de la mano al fiel y llevarlo a la meta deseada (cf. Sal 42,3).
Es muy elocuente la secuencia de las etapas de acercamiento a Sión y a su centro espiritual. Primero aparece "el monte santo", la colina donde se levantan el templo y la ciudadela de David. Luego entra en el campo "la morada", es decir, el santuario de Sión, con todos los diversos espacios y edificios que lo componen. Por último, viene "el altar de Dios", la sede de los sacrificios y del culto oficial de todo el pueblo. La meta última y decisiva es el Dios de la alegría, el abrazo, la intimidad recuperada con él, antes lejano y silencioso.
4. En ese momento todo se transforma en canto, alegría y fiesta (cf. v. 4). En el original hebraico se habla del "Dios que es alegría de mi júbilo". Se trata de un modo semítico de hablar para expresar el superlativo: el salmista quiere subrayar que el Señor es la fuente de toda felicidad, la alegría suprema, la plenitud de la paz.
La traducción griega de los Setenta recurrió, al parecer, a un término arameo equivalente, que indica la juventud, y tradujo: "al Dios que alegra mi juventud", introduciendo así la idea de la lozanía y la intensidad de la alegría que da el Señor. Por eso, el Salterio latino de la Vulgata, que es traducción del griego, dice: "ad Deum qui laetificat juventutem meam". De esta forma el salmo se rezaba al pie del altar, en la anterior liturgia eucarística, como invocación de introducción al encuentro con el Señor.
5. El lamento inicial de la antífona de los salmos 41-42 resuena por última vez al final (cf. Sal 42,5). El orante no ha llegado aún al templo de Dios; todavía se halla en la oscuridad de la prueba; pero ya brilla ante sus ojos la luz del encuentro futuro, y sus labios ya gustan el tono del canto de alegría. En este momento la llamada está más marcada por la esperanza. En efecto, san Agustín, comentando nuestro salmo, observa: "Espera en Dios, responderá a su alma aquel que por ella está turbado. (...) Mientras tanto, vive en la esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza; pero, si esperamos lo que no vemos, por la paciencia esperamos (cf. Rm 8,24-25)" (Exposición sobre los salmos I, Roma 1982, p. 1019).
Entonces el salmo se transforma en la oración del que es peregrino en la tierra y se halla aún en contacto con el mal y el sufrimiento, pero tiene la certeza de que la meta de la historia no es un abismo de muerte, sino el encuentro salvífico con Dios. Esta certeza es aún más fuerte para los cristianos, a los que la carta a los Hebreos proclama: "Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de la nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel" (Hb 12,22-24).
[Audiencia general del Miércoles 6 de febrero de 2002]