El hombre religioso del Antiguo Testamento se enfrenta con el mal radical del hombre, con su finitud, con la muerte. Y no sabe responder. Multiplica las preguntas a Dios, cree ver en la luz de un nuevo día un símbolo de esperanza y concluye en compañía de las tinieblas. La respuesta total al enigma de la muerte es una nueva pregunta, que enuncia así San Pablo: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?». «La muerte se ha transformado en victoria... y Dios nos da la victoria por Jesucristo nuestro Señor» (1 Cor 15,56-57).[L. Alonso Schökel]
Salmo de lamentación y súplica, estructurado en cuatro partes: invocación inicial (Sal 88,2-3); situación del salmista (Sal 88,4-10a); interpelación a Dios (Sal 88,10b-13); nueva súplica con descripción de la situación (Sal 88,14-19).
Este salmo es una súplica descarnada y patética, quizá la más desconsolada de todo el salterio. Según su encabezamiento es una oración "para la enfermedad" y, en efecto, refleja la angustiosa situación de un enfermo grave que se encuentra al límite de sus fuerzas tanto físicas como espirituales. En el Antiguo Testamento la enfermedad se atribuye normalmente a la ira de Dios, provocada por los pecados del hombre (véase, por ejemplo, Sal 38,2-9) pero en este caso no existe la más mínima alusión a la propia culpabilidad (Sal 88,8.17). Es más, el salmista parece ser inocente y, por tanto, no entender la razón de sus sufrimientos: Dios, así lo ve el enfermo, se está ensañando con él injusta y arbitrariamente (Sal 88,15; véase Job 10; 16).
A pesar de todo, este hombre se dirige a Dios y le suplica desesperadamente dos cosas: que lo auxilie y que le de a conocer los motivos de su cólera. En su oración describe amarga y crudamente las circunstancias en que se encuentra, utilizando imágenes conocidas: está al borde del abismo, es decir, del "sheol" o morada de los muertos, sin vigor ninguno, hundido en una fosa profunda y oscura, olvidado de Dios y desahuciado por los hombres como si ya fuese un cadáver, despreciado y abandonado por todos -¿será la suya una enfermedad contagiosa? (véase Lv 13,45-46)-, encerrado, impotente y consumiéndose de dolor (Sal 88,4-10). Y ha sido el mismo Dios quien lo ha colocado en esa situación. El salmista pasa imperceptiblemente de las imágenes a la realidad, mezclando elementos de ambas en su descripción.
Una breve frase de súplica da paso a los "motivos de persuasión" (véase Introducción): Dios debe intervenir porque si el enfermo muere dejará de alabar al Señor, ya que en el reino de la muerte nadie se acuerda de Dios -lo mismo que Dios se olvida de los que yacen en ese "abismo"- (Sal 88,6; véase Sal 6,6; 30,10; etc.). Este motivo tópico es expuesto vigorosamente por medio de una serie de preguntas retóricas en las que la muerte aparece con distintas imágenes: las sombras, la tumba, el reino de la muerte, las tinieblas, la tierra del olvido (Sal 88,11-13).
El enfermo repite su apremiante súplica (Sal 88,14) y lanza la terrible pregunta: ¿Por qué? (Sal 88,15). Inmediatamente vuelve a su situación y recuerda abrumado que ésta no es sino el final de una larga cadena de penas, enfermedades y dolores que lo atormentan desde su infancia y que lo han agotado ya. En realidad es Dios quien lo atormenta, quien lo "ahoga", quien lo aterroriza. El final es trágico: un ser humano enfermo, solo, abandonado, con las tinieblas como única compañía.
Lo tremendo de este salmo es que no se percibe en él ningún atisbo de respuesta por parte de Dios. El grito del hombre enfermo, de la humanidad sufriente y rendida, parece perderse en el vacío: ¿habrá alguien que escuche? El misterio del mal y del dolor se muestra con toda su fuerza y queda sin respuesta. Sólo la esperanza "a pulso" de que Dios actúe, el Dios "de mi salvación" (Sal 88,2), sostiene a este hombre desesperado.
Afortunadamente no es el único "enfermo" que aparece en la Escritura. En el caso de Job se descubre al final que Dios sí escucha y sí responde (véase Job 38-42). En el caso de Cristo -Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46)- se descubre que Dios, Dios Padre, sí escucha y no deja a su fiel abandonado en el abismo (véase también Sal 16,10-11). [Comentario Casa de la Biblia]