Introducción general
Este himno a la realeza divina de Yahvé se diferencia de otros que cantan el mismo motivo (Sal 47; 93; 96; 97) en su origen, perspectiva y finalidad. Este salmo es pre-exílico. Hay quien dice que ocupaba un puesto destacado en la liturgia del templo de Jerusalén monárquico. Habría proporcionado a Isaías su experiencia vocacional. Su perspectiva no es escatológica. Celebra tan sólo al "Santo de Israel": al Dios que ha contraído vínculos de alianza con su Pueblo, del que emergen algunos personajes del pasado, intermediarios de la Alianza. La finalidad es infundir el respeto, casi el temor, ante el Dios temible, grande y santo. La repetición de la santidad de Dios divide el salmo en tres estrofas.
La santidad de Dios le alejaría completamente del mundo humano si no hubiera decidido crearse ámbitos de santidad en su pueblo. Las tres estrofas del presente salmo cantan esa santidad, pero también una cercanía cada vez más acentuada. En la primera estrofa, la santidad divina afecta al mundo entero; en la segunda se acerca a su pueblo; en la tercera subraya aún más la cercanía que afecta a los intermediarios de la alianza. Queriendo representar esa progresión descendente proponemos el siguiente modo de salmodia:
Asamblea, La santidad de Dios sobre el mundo: "El Señor reina... grande y terrible: Él es santo" (vv. 1-3).
Coro 1.º, La santidad se acerca a su pueblo: "Reinas con poder... el estrado de sus pies: Él es santo" (vv. 4-5).
Coro 2.º, La santidad se acerca o los mediadores: "Moisés y Aarón... de sus maldades" (vv. 6-8).
Asamblea, Adoración final: "Ensalzad al Señor... santo es el Señor nuestro Dios" (v. 9).
La tierra tiembla sobrecogida
La aparición de Dios, grande y terrible, el único Santo, infunde pavor, estremecimiento. Isaías percibe la conmoción de los quicios y dinteles de las puertas del Templo ante la santidad de Dios (Is 6,4). Hasta las bases de la tierra vacilan cuando Dios aparece. El estremecimiento llega al paroxismo cuando Jesús muere. Es el momento de que la tierra devuelva a los muertos, como devolvió al Autor de la vida con terremotos convulsivos (Mt 28,2). Estamos ante los dolores de la nueva creación. Un viento huracanado sacude la casa del mundo, mientras el Espíritu de vida se derrama sobre los hombres. Los estertores mortales agitan al viejo mundo. Los creyentes cobran ánimo, levantan la cabeza porque se acerca su liberación.
"Yo santificaré mi gran nombre"
El temor y el temblor que infunde Dios es un reconocimiento de su santidad, proclamada en este salmo. Nadie puede atentar impunemente contra ella o contra el pueblo santificado por su presencia. Las naciones podrán profanar el nombre de Dios, como antes lo profanó Israel, pero Dios santificará su gran nombre. Lo ha santificado en Jesús, el enviado al mundo. No pertenecía al mundo, aunque los poderes fácticos de este mundo creían tener un poder sobre él. Pertenecía a Dios, cuyo Espíritu Santo y santificador baja y se queda sobre Jesús. Gracias a esa pertenencia, continúa santificando con la verdad: comunica el Espíritu que hace descubrir la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Esta es la verdad sobre el hombre: el Hijo hace a los suyos capaces de hacerse hijos de Dios, testigos de la presencia de Dios, con una misión que perpetúa la obra histórica del Mesías (Jn 9,9). Dios ha santificado su nombre. Lo santificará aún más cuando seamos plenamente semejantes a su Hijo.
Mediación e intercesión profética
Del Dios de Abrahán no hay pruebas, sólo hay testigos: Moisés, Aarón, Samuel y muchos más han vivido el amor y el celo de Dios, su perdón y su venganza, su cercanía y su lejanía, su santidad y su gloria. Suspendidos entre el Dios "apasionado" por su pueblo y sus contemporáneos, la intercesión profética salvó en más de una ocasión a Israel. Cuando el castigo fue irreversible, la intercesión profética fue un anegarse en el dolor del pueblo sin dejar al descubierto la brecha abierta en la muralla (Ez 13,5). Jesús, el profeta similar a Moisés, fue alcanzado por el dolor ajeno e intercedió por los pecadores. Nos ha dejado ejemplo para que sigamos sus huellas. La comunión en el dolor de nuestros hermanos y la intercesión por los pecadores son dos dimensiones de nuestra vocación profética. De este modo nos adentramos en la santidad de Dios, vengador de maldades y también indulgente con su pueblo.
Resonancias en la vida religiosa
Llamados a la santidad: Vocación a la santidad es nuestra condición de religiosos en la Iglesia. No tenemos el monopolio de una vida ascética, consagrada a conseguir récords de sacrificios y oraciones. Nuestra vida, inserta en el dinamismo de la Iglesia deseosa de lo absoluto de Dios, está llamada a acoger al Señor que reina, al Señor grande, al Dios nuestro, a aquel que "es santo", el único santo. Santidad de Dios es su condición divina, absolutamente desmarcada de nuestra situación profana y de criaturas. Santo es su mundo, su Misterio trinitario.
Vocación a la santidad es la llamada amorosa del Padre que nos atrae hacia su Vida intratrinitaria y nos invita a participar de la comunidad divina. No podemos permanecer ya en la profanidad; vivir como si nuestra existencia no hubiera de ser respuesta a la llamada amorosa del Santo por excelencia.
Nuestra vocación religiosa es una fuerza santificadora que en manera alguna debemos bloquear. Y así lo hacemos cuando preferimos vivir en nuestro mundo, cuando nos enclaustramos en los deseos mundanos que frenan nuestra ansia de trascendencia, cuando vivimos como si esta tierra fuera nuestra patria definitiva. Mas cuando nos olvidamos de nosotros mismos, nos abnegamos y tomamos la cruz, siguiendo al Señor, emprendemos el camino hacia el Santo, el Vía crucis santo que nos santifica.
Oraciones sálmicas
Oración I: Padre, cuando tu Hijo moría en la cruz, se conmovieron los cimientos del orbe; tu juicio sobre el mundo, realizado en Cristo Jesús, nos dejó estremecidos; sin embargo, Tú eras en la cruz para nosotros un Dios de perdón; en tu Hijo nos hiciste hijos tuyos y nos comunicaste el Espíritu que nos hace clamar: "¡Abba! Padre". Recibe, Señor, nuestra glorificación. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Padre santo, santifica tu nombre entre nosotros, conságranos en la verdad en medio de este mundo perverso y ateo, que no reconoce tu presencia; comunícanos tu Espíritu, que nos haga descubrir el sentido del hombre y nos constituye en misioneros de tu plan de salvación. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Dios de nuestros padres, que escuchaste sus oraciones y te dignaste dirigirles tu Palabra; responde también hoy a nuestras súplicas y actualiza entre nosotros tu mensaje, para que sepamos cumplir tu santa voluntad. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén. [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
[La Biblia de Jerusalén le pone a este salmo el título de Dios, rey justo y santo. Es un himno escatológico cuyas dos partes, vv. 1-4 y 6-8, concluyen con un estribillo, vv. 5 y 9, que ensalza la santidad del Rey de Israel. En el v. 8 se puede pensar en el castigo de Moisés y Aarón, que no pudieron entrar en la Tierra Prometida por haberse rebelado en el desierto de Sin (Nm 27,14). Para Nácar-Colunga el título de este salmo es Gloria del Señor en su santo monte. Yahvé, rey justo, reina soberanamente en Sión, en medio de sus santos. A él vendrán los pueblos todos de la tierra. El salmo tiene dos partes: a) grandeza de Yahvé, que mora en Sión (vv. 1-5); b) la santidad del Dios de Israel (vv. 6-9).]
1. "El Señor reina". Esta aclamación, con la que se inicia el salmo 98, que acabamos de escuchar, revela su tema fundamental y su género literario característico. Se trata de un canto elevado por el pueblo de Dios al Señor, que gobierna el mundo y la historia como soberano trascendente y supremo. Guarda relación con otros himnos análogos -los salmos 95-97, sobre los que ya hemos reflexionado- que la liturgia de las Laudes presenta como la oración ideal de la mañana.
En efecto, el fiel, al comenzar su jornada, sabe que no se halla abandonado a merced de una casualidad ciega y oscura, ni sometido a la incertidumbre de su libertad, ni supeditado a las decisiones de los demás, ni dominado por las vicisitudes de la historia. Sabe que sobre cualquier realidad terrena se eleva el Creador y Salvador en su grandeza, santidad y misericordia.
2. Son diversas las hipótesis sugeridas por los estudiosos sobre el uso de este salmo en la liturgia del templo de Sión. En cualquier caso, tiene el carácter de una alabanza contemplativa que se eleva al Señor, encumbrado en la gloria celestial sobre todos los pueblos de la tierra (cf. v. 1). Y, a pesar de eso, Dios se hace presente en un espacio y en medio de una comunidad, es decir, en Jerusalén (cf. v. 2), mostrando que es "Dios con nosotros".
Son siete los títulos solemnes que el salmista atribuye a Dios ya en los primeros versículos: es rey, grande, encumbrado, terrible, santo, poderoso y justo (cf. vv. 1-4). Más adelante, Dios se presenta también como "paciente" (v. 8). Se destaca sobre todo la santidad de Dios. En efecto, tres veces se repite, casi en forma de antífona, que "él es santo" (vv. 3, 5 y 9). Ese término, en el lenguaje bíblico, indica sobre todo la trascendencia divina. Dios es superior a nosotros, y se sitúa infinitamente por encima de cualquiera de sus criaturas. Sin embargo, esta trascendencia no lo transforma en soberano impasible y ajeno: cuando se le invoca, responde (cf. v. 6). Dios es quien puede salvar, el único que puede librar a la humanidad del mal y de la muerte. En efecto, "ama la justicia" y "administra la justicia y el derecho en Jacob" (cf. v. 4).
3. Sobre el tema de la santidad de Dios los Padres de la Iglesia hicieron innumerables reflexiones, celebrando la inaccesibilidad divina. Sin embargo, este Dios trascendente y santo se acercó al hombre. Más aún, como dice san Ireneo, se "habituó" al hombre ya en el Antiguo Testamento, manifestándose con apariciones y hablando por medio de los profetas, mientras el hombre "se habituaba" a Dios aprendiendo a seguirlo y a obedecerle. San Efrén, en uno de sus himnos, subraya incluso que por la Encarnación "el Santo tomó como morada el seno (de María), de modo corporal, y ahora toma como morada la mente, de modo espiritual" (Inni sulla Natività, IV, 130). Además, por el don de la Eucaristía, en analogía con la Encarnación, "la Medicina de vida bajó de lo alto, para habitar en los que son dignos de ella. Después de entrar, puso su morada entre nosotros, santificándonos así a nosotros mismos dentro de él" (Inni conservati in armeno, XLVII, 27.30).
4. Este vínculo profundo entre "santidad" y cercanía de Dios se desarrolla también en el salmo 98. En efecto, después de contemplar la perfección absoluta del Señor, el salmista recuerda que Dios se mantenía en contacto constante con su pueblo a través de Moisés y Aarón, sus mediadores, así como a través de Samuel, su profeta. Hablaba y era escuchado, castigaba los delitos, pero también perdonaba.
El "estrado de sus pies", es decir, el trono del arca del templo de Sión (cf. vv. 5-8), era signo de su presencia en medio del pueblo. De esta forma, el Dios santo e invisible se hacía disponible a su pueblo a través de Moisés, el legislador, Aarón, el sacerdote, y Samuel, el profeta. Se revelaba con palabras y obras de salvación y de juicio, y estaba presente en Sión por el culto celebrado en el templo.
5. Así pues, podríamos decir que el salmo 98 se realiza hoy en la Iglesia, sede de la presencia del Dios santo y trascedente. El Señor no se ha retirado al espacio inaccesible de su misterio, indiferente a nuestra historia y a nuestras expectativas, sino que "llega para regir la tierra. Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud" (Sal 97,9).
Dios ha venido a nosotros sobre todo en su Hijo, que se hizo uno de nosotros para infundirnos su vida y su santidad. Por eso, ahora no nos acercamos a Dios con terror, sino con confianza. En efecto, tenemos en Cristo al Sumo sacerdote santo, inocente, sin mancha. "De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7,25). Así, nuestro canto se llena de serenidad y alegría: ensalza al Señor rey, que habita entre nosotros, enjugando toda lágrima de nuestros ojos (cf. Ap 21,3-4).
[Audiencia general del Miércoles 27 de noviembre de 2002]