1. La liturgia de las Laudes nos propone el sábado de la primera semana una sola estrofa tomada del Salmo 118, una plegaria monumental de veintidós estrofas, tantas cuantas son las letras del alfabeto hebreo. Cada estrofa se caracteriza por una letra del alfabeto, con la que comienza cada uno de sus versos; el orden de las estrofas sigue el del alfabeto. Acabamos de proclamar la estrofa decimonovena, correspondiente a la letra Qôf.
Esta premisa, un poco exterior, nos permite comprender mejor el significado de este canto en honor de la Ley divina. Es semejante a una música oriental, cuyas modulaciones sonoras dan la impresión de que no terminan jamás y se elevan al cielo en una repetición que implica la mente y los sentidos, el espíritu y el cuerpo del orante.
2. En una secuencia que se articula del álef a la tau, es decir, de la primera a la última letra del alfabeto -de la A a la Z, diríamos nosotros con el alfabeto italiano-, el orante se derrama en la alabanza de la Ley de Dios, que adopta como lámpara para sus pasos en el camino a menudo oscuro de la vida (cf. v. 105).
Se dice que el gran filósofo y científico Blas Pascal recitaba diariamente este salmo, que es el más largo de todos, mientras que el teólogo Dietrich Bonhoeffer, asesinado por los nazis en 1945, lo transformaba en plegaria viva y actual escribiendo: "Indudablemente el Salmo 118 es difícil por su extensión y monotonía, pero debemos seguir precisamente palabra tras palabra, frase tras frase, con mucha lentitud y paciencia. Descubriremos entonces que las aparentes repeticiones son en realidad aspectos nuevos de una misma y única realidad: el amor a la Palabra de Dios. Así como este amor no puede terminar jamás, así tampoco terminan las palabras que lo confiesan. Pueden acompañarnos durante toda nuestra vida, y en su sencillez se transforman en plegaria para el niño, el hombre y el anciano" (Rezar los Salmos con Cristo, Brescia 19783, p. 48).
3. Por tanto, el hecho de repetir, además de ayudar a la memoria en el canto coral, es un modo de estimular la adhesión interior y el abandono confiado en los brazos de Dios, invocado y amado. Entre las repeticiones del salmo 118 queremos señalar una muy significativa. Cada uno de los 176 versos que componen esta alabanza a la Torah, es decir, a la Ley y a la Palabra divina, contiene al menos una de las ocho palabras con las que se define a la Torah misma: ley, palabra, testimonio, juicio, sentencia, decreto, precepto y orden. Se celebra así la Revelación divina, que es manifestación del misterio de Dios, pero también guía moral para la existencia del fiel.
De este modo, Dios y el hombre están unidos en un diálogo compuesto por palabras y obras, enseñanza y escucha, verdad y vida.
4. Examinemos ahora nuestra estrofa (vv. 145-152), que se adapta bien al clima de las Laudes matutinas. En efecto, la escena que ocupa la parte central de estos ocho versículos es nocturna, pero está abierta al nuevo día. Después de una larga noche de espera y vigilia orante en el templo, cuando aparece en el horizonte la aurora e inicia la liturgia, el fiel está seguro de que el Señor escuchará a quien ha pasado la noche orando, esperando y meditando en la Palabra divina. Confortado por esta certeza, ante la jornada que se abre ante él, ya no temerá los peligros. Sabe que no lo alcanzarán sus perseguidores, que lo asedian a traición (cf. v. 150), porque el Señor está junto a él.
5. La estrofa expresa una intensa súplica: "Te invoco de todo corazón: respóndeme, Señor, (...) me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, esperando tus palabras" (vv. 145 y 147). En el libro de las Lamentaciones se lee esta invitación: "¡En pie, lanza un grito en la noche, cuando comienza la ronda; derrama como agua tu corazón ante el rostro del Señor, alza tus manos hacia él!" (Lm 2,19). San Ambrosio repetía: "¿No sabes, hombre, que cada día debes ofrecer a Dios las primicias de tu corazón y de tu voz? Apresúrate al alba, para llevar a la iglesia las primicias de tu piedad" (Exp. in Ps. CXVIII: PL 15, 1476 A).
Al mismo tiempo, nuestra estrofa es también la exaltación de una certeza: no estamos solos, porque Dios escucha e interviene. Lo dice el orante: "Tú, Señor, estás cerca" (v. 151). Lo reafirman otros salmos: "Acércate a mí, rescátame, líbrame de mis enemigos" (Sal 68,19); "El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos" (Sal 33,19). [Audiencia general del Miércoles 14 de noviembre de 2001]
Promesa de cumplir la ley de Dios
1. En nuestro ya largo itinerario a la luz de los salmos que propone la liturgia de las Laudes, llegamos a una estrofa -exactamente, la decimonovena- de la oración más amplia del Salterio, el salmo 118. Se trata de una parte del inmenso cántico alfabético: a través de un juego estilístico, el salmista distribuye su obra en veintidós estrofas, que corresponden a la sucesión de las veintidós letras del alfabeto hebreo. Cada estrofa consta de ocho versos, cuyos inicios están marcados por palabras hebreas, que comienzan con una misma letra del alfabeto.
La estrofa que acabamos de escuchar va precedida por la letra hebrea qôf, y describe al orante que presenta a Dios su intensa vida de fe y oración (cf. vv. 145-152).
2. La invocación al Señor no conoce descanso, porque es una respuesta continua a la propuesta permanente de la palabra de Dios. En efecto, por una parte, se multiplican los verbos de la oración: Te invoco, te llamo, a ti grito, escucha mi voz. Por otra, se exalta la palabra del Señor, que propone los decretos, las leyes, la palabra, las promesas, el juicio, la voluntad, los mandatos y los preceptos de Dios. Juntamente forman una constelación que es como la estrella polar de la fe y de la confianza del salmista. La oración se manifiesta, por tanto, como un diálogo, que comienza cuando todavía es de noche y aún no ha despuntado el alba (cf. v. 147) y prosigue durante toda la jornada, especialmente en las dificultades de la existencia. En efecto, el horizonte a veces es oscuro y tormentoso: "Ya se acercan mis inicuos perseguidores, están lejos de tu voluntad" (v. 150). Pero el orante tiene una certeza indiscutible, la cercanía de Dios con su palabra y su gracia: "Tú, Señor, estás cerca" (v. 151). Dios no abandona al justo en manos de sus perseguidores.
3. En este punto, después de haber delineado el mensaje sencillo pero incisivo de la estrofa del salmo 118 -un mensaje apto para el inicio de una jornada-, para nuestra meditación recurriremos a un gran Padre de la Iglesia, san Ambrosio, que en su Comentario al Salmo 118 dedica nada menos que 44 párrafos a explicar precisamente la estrofa que hemos escuchado.
Recogiendo la invitación ideal a cantar la alabanza divina desde las primeras horas de la mañana, se detiene en particular en los versículos 147-148: "Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, (...) mis ojos se adelantan a las vigilias". En esta declaración del salmista, san Ambrosio intuye la idea de una oración constante, que abarca todo tiempo: "Quien implora al Señor, haga como si no conociera que existe un tiempo particular para dedicar a las súplicas a Dios; ha de estar siempre en actitud de súplica. Sea que comamos, sea que bebamos, anunciamos a Cristo, oramos a Cristo, pensamos en Cristo, hablamos de Cristo. Cristo ha de estar siempre en nuestro corazón y en nuestros labios" (Comentario al Salmo 118: SAEMO 10, p. 297).
Refiriendo luego los versículos al momento específico de la mañana y aludiendo también a la expresión del libro de la Sabiduría que prescribe "adelantarse al sol para dar gracias" a Dios (Sb 16,28), san Ambrosio comenta: "En efecto, sería grave que los rayos del sol que sale te sorprendieran acostado en la cama con descaro, y que una luz más fuerte te hiriera los ojos soñolientos, aún dominados por la pereza. Para nosotros, en una noche ociosa, un espacio de tiempo tan largo sin hacer una pequeña práctica de piedad y sin ofrecer un sacrificio espiritual, es una acusación" (ib., p. 303).
4. Luego, san Ambrosio, contemplando el sol que sale -como había hecho en otro de sus célebres himnos "al canto del gallo", el Aeterne rerum conditor, que ha sido incluido en la liturgia las Horas- nos interpela así: "¿No sabes, hombre, que cada día adeudas a Dios las primicias de tu corazón y de tu voz? La mies madura cada día; cada día madura su fruto. Por eso, corre al encuentro del sol que sale... El sol de la justicia quiere ser anticipado; no espera otra cosa... Si tú te adelantas a este sol que va a salir, recibirás como luz a Cristo. Será precisamente él la primera luz que brille en lo más íntimo de tu corazón. Será precisamente él quien (...) haga brillar para ti la luz de la mañana en las horas de la noche, si reflexionas en las palabras de Dios. Mientras tú reflexionas, se hace la luz... Muy de mañana apresúrate a ir a la iglesia y lleva como ofrenda las primicias de tu devoción. Y después, si los compromisos del mundo te llaman, nada te impedirá decir: "mis ojos se adelantan a las vigilias meditando tu promesa", y con la conciencia tranquila te dedicarás a tus asuntos. ¡Qué hermoso es comenzar la jornada con himnos y cánticos, con las bienaventuranzas que lees en el evangelio! Es muy saludable que venga sobre ti, para bendecirte, el discurso del Señor; que tú, mientras repites cantando las bendiciones del Señor, tomes el compromiso de practicar alguna virtud, si quieres tener también dentro de ti algo que te haga sentir merecedor de esa bendición divina" (ib., pp. 303, 309, 311 y 313).
Recojamos también nosotros la invitación de san Ambrosio y cada mañana abramos la mirada a la vida diaria, a sus alegrías y sus tristezas, invocando a Dios para que esté cerca de nosotros y nos guíe con su palabra, que infunde serenidad y gracia.
[Audiencia general del Miércoles 15 de enero de 2003]