Introducción general
Sin una introducción narrativa, la oración de Tobit emprende rumbos nuevos, influidos por el Segundo y el Tercer Isaías. Durante las guerras de los Diadocos o en la época de los Macabeos, Jerusalén debió sufrir gravemente. Tal pudo ser el ambiente en el que se compuso esta oración del libro de Tobías. La oración persiste en un motivo: la perpetuidad referida al Señor, a la alegría y a la alabanza. Es un dilatado horizonte temporal en el que cabe un amplio marco espacial: todas las generaciones se darán cita en la gran Jerusalén. De este modo, Jerusalén será el centro del tiempo y del espacio, por ser la elegida, la morada del Rey de los siglos. El cántico tiene tres partes: un invitatorio (vv. 10-12), una descripción que presenta a las gentes encaminándose hacia Jerusalén, y a ésta saliendo a su encuentro (vv. 13-16b), y un canto festivo por la reconstrucción de la ciudad (vv. 16c-18).
Asumimos como índice divisorio las tres anotaciones de perpetuidad. El invitatorio y la descripción pueden ser salmodiadas por uno solo; la asamblea se suma al canto festivo final:
Presidente, Invitatorio: "Que todos alaben al Señor... por los siglos de los siglos" (vv 10-12).
Salmista, Descripción: "Una luz esplendente... durará para siempre" (v. 13).
Asamblea, Canto festivo: "Saldrás entonces con júbilo... y allí, su templo para siempre" (vv. 15-17).
Los justos poseerán la tierra
Aunque el pueblo sea justo porque observa la ley y alaba a Dios en su templo, la cita implícita del Tercer Isaías nos remite a un horizonte escatológico: "En tu pueblo todos serán justos y poseerán por siempre la tierra" (Is 60,21). Así se cumplirá la promesa hecha al Patriarca y actualizada en Babilonia: la tierra de tu peregrinación será tu posesión perpetua. Esto supone que el pueblo ha de ser arrancado de este mundo injusto y, tras la posterior travesía del mar, llegar a la tierra firme (Jn 6,21). Jesús, el justo, ya ha pasado el mar. Ha llegado a la tierra, en la que permanece, donde prepara la comida de la dicha, mientras los suyos faenan aún en el agua (Jn 21,6-8). Estos han sido liberados ya de la opresión y de la muerte. Se les ha comunicado el Espíritu para que, permaneciendo fieles, lleguen a la dicha de los justos que poseen la tierra. Así se alegrarán los desterrados y los desgraciados gozarán por los siglos de los siglos.
Un hombre nuevo
El nombre circunscribe la realidad, la define. Si la función de una persona experimenta una mutación, lógico es que cambie de nombre. No es que aquí se cambie el nombre de Jerusalén; se le confirma. En otro tiempo fue "Olvidada" y "Abandonada"; en el futuro le llamarán "Buscada", "Ciudad no abandonada" (Is 62,12). Las gentes se citan en la Elegida, porque de aquí saldrá una luz que iluminará a toda la tierra. Es la luz de las gentes, que alumbra desde su salida. Cuando llegue al cenit de su esplendor convocará en Ciudad-Elegida a los pueblos de toda la tierra. Más, ella motivará que los seguidores de esta luz reciban el nombre de "cristianos". Es el fragante nombre del Elegido grabado en los habitantes de la nueva Jerusalén. Si llevamos con garbo el nuevo nombre, sabremos su significado cuando el Vencedor nos defienda ante el Padre. Cantemos vítores porque nuestro nombre dura para siempre.
Reconstrucción de la ciudad
Jerusalén será construida; el templo, cimentado. Los que la construyen van más aprisa que los que la destruyen. Destrucción y construcción que valen para el momento presente, con la diferencia de que ahora la ciudad y el templo serán construidos para siempre. Cuando aquel viernes los habitantes de Jerusalén destruyeron el templo, y con él la ciudad, no sospechaban que Dios construiría mucho más de prisa. Su hechura no sería obra de manos humanas ni de este mundo; por eso es un templo mayor y más perfecto. En torno al nuevo templo, reconstruido para siempre, se apiña la nueva ciudad, perfecta en sus medidas, preciosa por sus materiales. Vecinos de esta ciudad, adoradores en ese templo, proclamamos nuestra dicha. Nos hemos reunido para bendecir al Señor del mundo.
Resonancias en la vida religiosa
Jerusalén, la esposa elegida: Jerusalén es la encrucijada del encuentro permanente de Dios con su pueblo. Jerusalén es el nombre de la esposa elegida por Yahvé; y esta esposa ha recibido un nombre que desvela su identidad imborrable, eterna: la Elegida.
Jerusalén es símbolo de la Iglesia, o la esposa elegida en perpetuidad por Jesús. La Iglesia es el cuerpo en cuyo ámbito Jesucristo -cabeza- despliega toda su fuerza vital. Ek-klesía es el nombre de la reunión, con-gregación de todos los con-vocados y elegidos por la Palabra eficaz del Padre y en la fuerza unificante del Espíritu.
Jerusalén, Iglesia, comunidad cristiana son tres nombres y tres momentos de la única realidad histórica en la que se manifiesta el poder amoroso de Dios: su amor esponsal.
Mas la esposa nunca ha sido elegida, ni lo es en la actualidad, por sus buenas obras. Los castigos históricos, las grandes infidelidades, la ingratitud, demuestran cuál ha sido la conducta de la esposa, de la comunidad. Se le prometió la Tierra, mas ella ha hecho alianzas estableciéndose en otra tierra que sólo era de paso, auto-desterrándose, expatriándose sin sentido y condenándose por ello a la desgracia, a sentirse sin patria, sin padre y sin esposo. Esta es no sólo experiencia del pasado; nuestro presente está marcado por ella.
Pero la esposa, Jerusalén, Iglesia, comunidad cristiana, goza de la protección del Dios amoroso y celoso, del rey imperecedero. Él hará de nosotros el maravilloso ámbito de su existencia, su templo; nos reconstruirá, provocará una ingente explosión de alegría; nos repatriará. Y seremos una luz en el mundo, que iluminará el universo. El amor apasionado hacia la esposa es sólo un pálido reflejo de aquello que nuestro Dios ha hecho por nosotros en Jesús y sigue haciendo en el oculto misterio del tiempo, que ya desemboca en el futuro de Dios.
Oraciones sálmicas
Oración I: Padre Santo, tú que nos has llamado a la santidad y justicia y nos has prometido la herencia de tu tierra, apiádate de tu Iglesia -el pueblo justo-, que sigue los pasos de Jesús y aún faena en este mundo; protegida por ti, mientras realiza la travesía terrestre, se reunirá con el pueblo justo, entre el que Tú repartes la comida sempiterna. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Una luz esplendente brilla en tu Ciudad Elegida, Señor, donde nos has convocado junto con otros habitantes venidos del confín de la tierra; en nosotros has grabado el nombre de Cristo, tu Elegido; haznos dignos del nombre que nos has dado para que cuando venga el Señor podamos glorificarte con tus santos y bendecirte por los siglos de los siglos. Amén.
Oración III: Oh Dios, que te has dignado levantar sobre el cuerpo de Cristo un templo perfecto y en torno a Las has construido la nueva Jerusalén con piedras preciosas: zafiros y esmeraldas; alegra en el nuevo templo a todos los desgraciados; congrega en tu recinto a todos los desterrados; pronuncia sobre todos los hombres la dicha de ser piedras de tu templo, moradores de tu ciudad, donde Tú nos amarás por los siglos de los siglos. Amén. [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
[Todo el capítulo 13 del libro de Tobías es un himno entonado por el anciano Tobit, del que la Liturgia de las Horas toma los 10 primeros versículos para el cántico de Laudes del martes de la I Semana, y entresaca del resto del capítulo el cántico que ahora nos propone. La primera parte del himno es un canto de acción de gracias: Tobit alaba a Dios por los beneficios concedidos a él y a su pueblo en el destierro. La segunda es un saludo a la futura Jerusalén, y traduce las esperanzas de los desterrados en una Jerusalén ideal. Tobit abriga aquí la esperanza de que muchos de sus connacionales se convertirán y que con ello darán ocasión a que Dios se apiade de los justos, y que así regresen a Jerusalén, siendo con ello posible la reedificación de la ciudad y del templo. Jerusalén volverá a ser el punto de reunión de todos los pueblos, a la que irán con abundantes dones, y en la que adorarán al rey del cielo. El poeta invita a Jerusalén a alegrarse por el retorno de los hijos de los justos. Desde el punto de vista literario, el texto del himno ha sufrido muchas modificaciones en las sucesivas redacciones a que ha sido sometido, presenta notables divergencias y lagunas, y la reconstrucción es a veces conjetural.]
1. La Liturgia de Laudes ha acogido entre sus cánticos un fragmento de un himno, que corona la historia narrada por el libro bíblico de Tobías; acabamos de escucharlo. El himno, más bien amplio y solemne, es una típica expresión de la oración y la espiritualidad judía que se inspira en otros textos ya presentes en la Biblia.
El cántico se desarrolla a través de una doble invocación. Aparece, ante todo, una invitación repetida a alabar a Dios (cf. vv. 3.4.7) por la purificación que está realizando por medio del exilio. Se exhorta a los "hijos de Israel" a acoger esta purificación con una conversión sincera (cf. vv. 6.8). Si la conversión florece en el corazón, el Señor hará surgir en el horizonte la aurora de la liberación. Precisamente en este clima espiritual se sitúa el comienzo del cántico que la Liturgia ha recortado dentro del himno más amplio del capítulo 13 de Tobías.
2. La segunda parte del texto, entonada por el anciano Tobit, protagonista con su hijo Tobías de todo el libro, es una verdadera celebración de Sión. Refleja la apasionada nostalgia y el amor ardiente que el judío de la diáspora siente por la ciudad santa (cf. vv. 9-18). También este aspecto destaca dentro del pasaje que se ha elegido como oración matutina de la Liturgia de Laudes. Meditemos en estos dos temas, o sea, en la purificación del pecado a través de la prueba y en la espera del encuentro con el Señor en la luz de Sión y de su templo santo.
3. Tobit dirige un llamamiento apremiante a los pecadores para que se conviertan y practiquen la justicia: este es el camino que se debe recorrer para reencontrar el amor divino que da serenidad y esperanza (cf. v. 8).
La misma historia de Jerusalén es una parábola que enseña a todos la elección que se tiene que realizar. Dios ha castigado la ciudad porque no podía permanecer indiferente ante el mal realizado por sus hijos. Pero ahora, al ver que muchos se han convertido y se han transformado en hijos justos y fieles, manifestará aún su amor misericordioso (cf. v. 10).
A lo largo de todo el cántico del capítulo 13 de Tobías se repite a menudo esta convicción: el Señor "castiga y tiene compasión... os ha castigado por vuestras injusticias, mas tiene compasión de todos vosotros... te castigó por las obras de tus hijos, pero volverá a apiadarse del pueblo justo" (vv. 2.5.10). Dios recurre al castigo como medio para llamar al recto camino a los pecadores sordos a otras llamadas. Sin embargo, la última palabra del Dios justo sigue siendo la del amor y el perdón; su deseo profundo es poder abrazar de nuevo a los hijos rebeldes que vuelven a él con corazón arrepentido.
4. Ante el pueblo elegido, la misericordia divina se manifestará con la reconstrucción del templo de Jerusalén, realizada por Dios mismo: "Reconstruirá con júbilo su templo" (v. 11). Así, aparece el segundo tema, es decir, el de Sión, como lugar espiritual en el que no sólo debe confluir el retorno de los hebreos, sino también la peregrinación de los pueblos que buscan a Dios. De este modo, se abre un horizonte universal: el templo de Jerusalén reconstruido, signo de la palabra y la presencia divina, resplandecerá con una luz planetaria que disipará las tinieblas, de modo que puedan ponerse en camino "muchos pueblos y los habitantes del confín de la tierra" (cf. v. 13), llevando sus ofrendas y cantando su alegría por participar de la salvación que el Señor derrama en Israel.
Así pues, los israelitas y todos los pueblos caminan juntos hacia una única meta de fe y de verdad. Sobre ellos el cantor de este himno hace descender una bendición repetida, diciendo a Jerusalén: "Dichosos los que te aman, dichosos los que te desean la paz" (v. 15). La felicidad es auténtica cuando se reencuentra la luz que brilla en el cielo de todos los que buscan al Señor con el corazón purificado y con el deseo de la verdad.
5. A esa Jerusalén, libre y gloriosa, signo de la Iglesia en la meta última de su esperanza, prefigurada por la Pascua de Cristo, san Agustín se dirige con ardor en el libro de las Confesiones.
Refiriéndose a la oración que quiere elevar en "lo más secreto de su alma", nos describe "cantos de amor, que exhale en mi peregrinación terrestre indecibles gemidos, lleno del recuerdo de Jerusalén, con el corazón levantado hacia ella, Jerusalén, mi patria, Jerusalén, mi madre, y hacia Vos, su rey, su iluminación, su padre, su tutor, su esposo, sus castas y apremiantes delicias, su sólida alegría, su bien inefable". Y concluye con una promesa: "Y no me alejaré ya más de Vos, hasta que, unificándome después de tantas disipaciones, reformándome después de tantas deformidades, me hayáis recibido en la paz de esa madre querida, en la que están las primicias de mi espíritu y de donde me han venido mis certidumbres, para establecerme en ella para siempre, Dios mío, misericordia mía" (Las Confesiones, XII, 16, 23, Roma 1965, pp. 424-425). [Audiencia general del Miércoles 13 de agosto de 2003]