Introducción general
El profeta autor de este himno, del que ya hemos hablado en otros cánticos, es deudor del Deutero-Isaías y de Ezequiel. La nueva Jerusalén, completamente purificada de sus iniquidades, ya figura en los dos profetas precedentes. Centrada la mirada del Trito-Isaías en Jerusalén, el futuro gozoso que pronostica, al concluir su obra, se ubica en Jerusalén. Es la madre que engendra sin dolor a muchos hijos, y los cría con ternura. Dios mismo le ha dado esta maravillosa fecundidad. A este contexto pertenece el himno de nuestros laudes. Después de haber implorado, con el salmo anterior, el Espíritu de Dios -que es bueno y vivificante-, festejamos ahora la vida fecunda que Dios concede.
En la parte del himno que forma nuestro cántico, los hijos festejan a la madre, la mujer fecunda que sabe cuidar de sus hijos. Celebran, sobre todo, a Dios, dador de fecundidad, fuente de consuelo y de paz. Hijos de esa "mujer", agraciados todos por Dios, podemos entonar nuestro cántico al unísono.
Con todo, si atendemos a la forma, advertimos la diferencia entre plurales y singulares, entre imperativos y futuro, entre exhortación y oráculo. Debido a ello podemos ejecutar el cántico del modo siguiente:
Salmista, Exhortación: "Festejad a Jerusalén... de sus ubres abundantes" (vv. 10-12).
Presidente, Oráculo: "Porque así dice el Señor... florecerán como un prado" (vv. 12-14a).
"Mujer, ahí tienes a tu hijo"
Jerusalén será, en el futuro, la mujer que da a luz numerosa prole y la cría con mimo. Portadora de las esperanzas del pueblo, la mujer está presente cuando Jesús comienza sus signos. Sabe que Dios es amor y lealtad y que ese amor no ha cesado. Al encontrarse con el Mesías, "la mujer" se limita a constatar la ausencia del vino, símbolo del amor entre el esposo y la esposa. El Mesías puede dar la solución. Lo hará cuando llegue su "hora", "la de pasar de este mundo al Padre". "La mujer", Israel, debe esperar un poco; hasta el momento en que Jesús, viendo a "la madre" diga a "la mujer": "Ahí tienes a tu hijo". La antigua Jerusalén, la vieja comunidad, reconoce como descendencia suya a la nueva comunidad que ha aceptado el amor de Jesús, el nuevo vino. Nosotros gustamos ese vino que brota del costado de Cristo. Festejamos a la vieja "mujer", y con ella a la nueva madre de cuyos consuelos nos saciaremos.
La consolación de Israel
Los aliados de ayer y también Dios han olvidado a Jerusalén, que, sola con su dolor, vive la desolación. El abandono de Dios, sin embargo, era por un instante. En seguida manda consolar a su pueblo. Él mismo lo consolará con la ternura de una madre. Con razón esperaba el judaísmo un Mesías llamado "Consolador". Cuando llegue, traerá el consuelo a los que lloran. La marcha de Jesús no priva a los creyentes de consuelo: el Espíritu les asiste en la persecución. Más aún, el creyente sabe que su desolación, unida al sufrimiento de Cristo, es fuente de consuelo. Misión de la Iglesia es mostrar el consuelo de Dios a los pobres y afligidos, hasta que ella sea declarada dichosa porque es consolada. En Jerusalén será consolada.
Paz a los cercanos y a los lejanos
El mundo siempre desgarrado en dos -los cercanos y los lejanos, los amigos y los enemigos- necesita la tregua que proclama nuestro profeta: "¡Paz, paz al de lejos y al de cerca!" Las heridas serán curadas. Este río de paz tiene un precio, que pagará el Siervo de Yahvé. En efecto, Jesús, cuya venida es un evangelio de Paz, reconcilió a todos consigo, haciendo la paz por la sangre de su cruz. Porque a través de él todos tenemos acceso al Padre, Jesús ha establecido la paz para los cercanos y para los lejanos. La Iglesia, donde no valen las distinciones vigentes entre los hombres, puede ser el ámbito de paz para todos los pueblos. Acerquémonos al río de paz que mana de la cruz; extendámosla por la tierra y saborearemos la dicha de los hijos de Dios.
Resonancias en la vida religiosa
Comunidad, rostro materno de Dios: La Jerusalén mesiánica predicha por el profeta, se verifica anticipadamente en la Iglesia y en nuestra pequeña comunidad eclesial. La Palabra de Dios nos promete paz, riquezas de las naciones, satisfacción de cualquier deseo aun antes de hablar y una cercanía maternal de Dios ("como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo"). El oráculo del Señor proclama así cuál es nuestra vocación, aunque todavía no se haya desvelado en totalidad.
Hemos sido llamados a ser fuente de alegría para las naciones, de vida incesante y alimento para los hambrientos y moribundos, de consuelo para los entristecidos. La presencia materna de Dios transfigura, transforma nuestra comunidad y hace de ella madre fecunda de un mundo nuevo.
El principio del realismo tal vez nos sugiera que ésta es una utopía idílica; en cambio, las experiencias de fe comunitaria más profundas permiten vislumbrar esta realidad prometida: "al verlo se alegrará vuestro corazón", y lo que parecía muerto, "vuestros huesos, florecerán como un prado".
Oraciones sálmicas
Oración I: Padre, Esposo de tu Pueblo, convoca a tu Iglesia para que se alegre de la nueva fecundidad que le has concedido al enviarle el Espíritu Creador de tu Hijo resucitado; haz que olvidemos nuestro pasado estéril y de muerte, y vivamos el gozo fecundo de tu presencia entre nosotros. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Que se derrame sobre nosotros, Padre de todo consuelo, tu Espíritu, pues somos pobres y estamos afligidos a causa de nuestras desgracias; así nosotros, tus pequeños hijos, nos saciaremos de tu amor entrañable. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Dios de la paz, que detestas la guerra y la dispersión de tus hijos, actualiza entre nosotros la obra reconciliadora de Jesucristo para que tu Iglesia se vea inundada por el río de la paz, por el torrente en crecida de la reconciliación entre los pueblos. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén. [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
[Texto tomado del último capítulo de Isaías, el 66. La perspectiva del nacimiento de una nueva nación debe constituir la alegría de todos los que esperaban en las promesas de Yahvé: Festejad a Jerusalén... los que la amáis (v 10a). Se acerca la hora del triunfo, y por ello deben participar de su alegría los que en otro tiempo participaron en su luto (v. 10b). A Jerusalén se la presenta como una madre generosa que ofrece sus pechos para que se sacien de su alegría sus habitantes: mamaréis... y os saciaréis de sus consuelos..., de sus ubres abundantes (v. 11a). Jerusalén ha sido "consolada", y deben sus ciudadanos participar de estos consuelos proporcionados por Yahvé. Jerusalén, que ha sufrido tanto, está ahora como embriagada de consuelo al sentirse vindicada bajo la protección de Yahvé.
Y se especifican esos consuelos, y el primero de ellos la paz: haré derivar hacia ella como un río la paz. Jerusalén, siempre en tensión con las invasiones de sus enemigos, va a sentir por primera vez la máxima consolación: la paz total como consecuencia de un nuevo estado de cosas. Y con ella vendrán las riquezas de las naciones (v. 12b) y tesoros. Y sobre todo vendrán los hijos de Sión que se hallan dispersos: llevarán en brazos a sus criaturas... (v. 12c). Es la misma profecía que hemos visto en Is 60,4. Los gentiles llevarán a los judíos, acariciándolos como niños de pecho sobre su seno. Yahvé mismo consolará personalmente a los israelitas como lo hace una madre con su hijo. Jerusalén será motivo de consuelo para sus habitantes: en Jerusalén seréis consolados (v. 13). Ante este espectáculo, los ciudadanos de Sión sentirán que sus huesos florecerán como un prado (v. 14). Es la consecuencia de la alegría profunda que se siente. La tristeza seca los huesos, según repetidamente se dice en la Biblia, y, al contrario, el gozo y la satisfacción los vivifican, como se vivifican las hierbas con la humedad.
Y todo ello como consecuencia de que la mano de Yahvé se manifestará a sus siervos (v. 14b); su omnipotencia (la mano de Yahvé) se manifestará plenamente en la inauguración de la nueva era mesiánica, castigando con cólera a sus enemigos. Es la contrapartida. Los justos serán felices, mientras que los impíos, que se opusieron como enemigos a la manifestación de Dios, serán duramente castigados.-- Maximiliano García Cordero, en la Biblia comentada de la BAC]
1. De la última página del libro de Isaías está tomado el himno que acabamos de escuchar, un cántico de alegría en el que destaca la figura materna de Jerusalén (cf. Is 66,11) y luego la solicitud amorosa de Dios mismo (cf. v. 13). Los estudiosos de la Biblia creen que esta sección final, abierta a un futuro espléndido y festivo, es el testimonio de una voz posterior, la de un profeta que celebra el renacimiento de Israel tras el paréntesis oscuro del exilio babilónico. Por tanto, nos hallamos en el siglo VI antes de Cristo, dos siglos después de la misión de Isaías, el gran profeta, bajo cuyo nombre está puesta toda la obra inspirada.
Ahora seguiremos el ritmo gozoso de este breve cántico, que comienza con tres imperativos que son precisamente una invitación a la felicidad: "festejad", "gozad" y "alegraos de su alegría" (v. 10). Es un hilo luminoso que recorre a menudo las últimas páginas del libro de Isaías: los afligidos de Sión serán consolados, coronados y ungidos con el "aceite de gozo" (Is 61,3); el profeta mismo "se goza en el Señor, exulta su alma en Dios" (v. 10); "como se alegra el esposo con la esposa, así se alegrará" Dios con su pueblo (62,5). En la página anterior a la que ahora es objeto de nuestro canto y de nuestra oración, el Señor mismo participa de la felicidad de Israel, que está a punto de renacer como nación: "Habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear. Mirad, voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me regocijaré por Jerusalén y me alegraré por mi pueblo" (65,18-19).
2. La fuente y la razón de este júbilo interior se hallan en la vitalidad recobrada de Jerusalén, renacida de las cenizas de la ruina que se había abatido sobre ella cuando el ejército babilonio la destruyó. En efecto, se habla de su "luto" (66,10), ya pasado.
Como sucede a menudo en diversas culturas, la ciudad se representa con imágenes femeninas, más aún, maternas. Cuando una ciudad está en paz, es semejante a un seno protegido y seguro; más aún, es como una madre que amamanta a sus hijos con abundancia y ternura (cf. v. 11). Desde esta perspectiva, la realidad que la Biblia llama, con una expresión femenina, "la hija de Sión", es decir, Jerusalén, vuelve a ser una ciudad-madre que acoge, sacia y deleita a sus hijos, es decir, a sus habitantes. Sobre esta escena de vida y ternura desciende la palabra del Señor, que tiene el tono de una bendición (cf. vv. 12-14).
3. Dios recurre a otras imágenes vinculadas a la fertilidad. En efecto, habla de ríos y torrentes, es decir, de aguas que simbolizan la vida, la exuberancia de la vegetación, la prosperidad de la tierra y de sus habitantes (cf. v. 12). La prosperidad de Jerusalén, su "paz" (shalom), don generoso de Dios, asegurará a sus niños una existencia rodeada de ternura materna: "Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán" (v. 12), y esta ternura materna será ternura de Dios mismo: "Como una madre consuela a su niño, así os consolaré yo" (v. 13). De este modo, el Señor utiliza la metáfora materna para describir su amor a sus criaturas.
También antes, en el libro de Isaías, se lee un pasaje que atribuye a Dios una actitud materna: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegasen a olvidar, yo no te olvido" (49,15). En nuestro cántico, las palabras del Señor dirigidas a Jerusalén terminan por retomar el tema de la vitalidad interior, expresado con otra imagen de fertilidad y energía: la de un prado florecido, imagen aplicada a los huesos, para indicar el vigor del cuerpo y de la existencia (cf. 66,14).
4. Al llegar a este punto, ante la ciudad-madre, es fácil extender nuestra mirada para contemplar a la Iglesia, virgen y madre fecunda. Concluyamos nuestra meditación sobre la Jerusalén renacida con una reflexión de san Ambrosio, tomada de su obra De virginibus: "La santa Iglesia es inmaculada en su unión marital: fecunda por sus partos, es virgen por su castidad, aunque sea madre por los hijos que engendra. Por tanto, nacemos de una virgen, que no ha concebido por obra de hombre, sino por obra del Espíritu. Así, nacemos de una virgen, que no da a luz en medio de dolores físicos, sino en medio del júbilo de los ángeles. Nos alimenta una virgen, no con la leche del cuerpo, sino con la leche que el Apóstol afirma haber dado al pueblo de Dios porque no podía soportar alimento sólido (cf. 1 Co 3,2).
"¿Qué mujer casada tiene más hijos que la santa Iglesia? Es virgen por la santidad que recibe en los sacramentos y es madre de pueblos. La Escritura atestigua también su fecundidad, al decir: "son más los hijos de la abandonada que los de la casada" (Is 54,1; cf. Ga 4,27); nuestra madre no tiene marido, pero tiene esposo, porque tanto la Iglesia en los pueblos como el alma en los individuos -libres de cualquier infidelidad, fecundas en la vida del espíritu-, sin faltar al pudor, se desposan con el Verbo de Dios como con un esposo eterno" (I, 31: SAEMO 14/1, pp. 132-133). [Audiencia general del Miércoles 16 de julio de 2003]