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Biblia: Los Salmos


Cántico de la carta a los colosenses (1,12-20): Himno a Cristo, primogénito de toda criatura y primer resucitado de entre los muertos
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en la liturgia: Colosenses 1,12-20
se utiliza en:
- miércoles de la primera semana: Vísperas
- miércoles de la segunda semana: Vísperas
- miércoles de la tercera semana: Vísperas
- miércoles de la cuarta semana: Vísperas
Himno a Cristo, primogénito de toda criatura y primer resucitado de entre los muertos

12Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

13Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
14por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

15Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
16porque por medio de él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por él y para él.

17Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
18Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

19Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
20Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.

Para el rezo cristiano

Introducción general

Entre los Colosenses corrían ciertas ideas heterodoxas: el hombre caído en la cárcel del cuerpo necesita mediadores que le den a "conocer" el camino hacia la luz cósmica. El dualismo gnóstico y sus peligros virtuales ya están insinuados. Pablo responde incorporando un himno "protocristiano" que presenta al Redentor como creador y, por consiguiente, como único Mediador. Ha intervenido en el ámbito intrahistórico, abriéndonos el camino hacia la Luz donde Dios habita (vv. 12-14). Esta confesión de fe sirve de pórtico al himno (vv. 15-20). La heterodoxia de los Colosenses se desvanece al confrontarla con Cristo.

En la celebración comunitaria, puede rezarse al unísono, como canto hímnico que es.

Si se quiere respetar la composición, tal como queda expuesta en la introducción general, proponemos el siguiente modo:

Asamblea, Confesión de fe: "Damos gracias... el perdón de los pecados" (vv. 12-14).

Coro 1.º, Cristo mediador de la creación: "Él es imagen... la cabeza del cuerpo, de la Iglesia" (vv. 15-18a).

Coro 2.º, Cristo mediador de la redención: "Él es el principio... haciendo la paz por la sangre de su cruz" (vv. 18b-20).

El optimismo de la victoria

El Dios de la Biblia es fuente de renovador optimismo: es el Dios liberador. Esta experiencia primera marcará el posterior desarrollo religioso de Israel. Por ejemplo, al pueblo derrotado que camina en tinieblas se le anuncian días de prosperidad, de luz. ¿Quién no ha sentido el peso del mal y ha exclamado, como Pablo: Quién me librará de este cuerpo mortal? Dios nos ha liberado de la perdición trasladándonos al reino de Cristo. Sí, hemos salido de la cárcel del pecado y entrado en un reino de gloria. Participando ya ahora de la herencia de su pueblo, nos da seguridad en la victoria. El cristiano es un fervoroso optimista porque ve la acción de Dios en Cristo.

El mediador de la creación

Si la Sabiduría mediaba entre Dios y el hombre, el único mediador posible es Aquel que exterioriza el ser de Dios. El totalmente Otro se hace visible en el Hijo de su amor (Jn 14,9). Cristo está por encima de lo creado. Cuanto es, comenzó a existir puntualmente en Cristo y se mantiene en la existencia por Él y para Él. La Palabra, Dios mismo, es el vínculo que une todo (Jn 1,3). El mundo no está gobernado por oscuras fuerzas adversas; Cristo es la cabeza que dirige y aúna el cuerpo cósmico. Si nuestra raíz y cabeza es tal Señor, ¿no seremos capaces de exorcizar los turbios temores de la vida? Cristo es nuestra tierra y nuestra atmósfera.

"Él lo es todo"

Así proclama Jesús ben Sira al cerrar con broche de oro su reflexión sobre las maravillas de la naturaleza (Eclo 43,27). En verdad el cielo y la tierra están llenos de su presencia. Una plenitud que se personaliza en Jesús hijo de María. En Él reside la plenitud de la divinidad, porque así lo ha querido el Padre. Jesús le ofreció una humanidad rota y sangrante, pero el Padre le colmó de su presencia. En la hora de la fatiga y del agobio podemos acercarnos a Cristo; Él nos aliviará por ser el primero entre muchos hermanos que esperan la resurrección gloriosa de su carne. Él lo es todo. De su plenitud participamos todos, gracia tras gracia (Jn 1,16).

Resonancias en la vida religiosa

Identificados en Aquel que es el Hijo querido: Un rasgo básico que identifica nuestra comunidad religiosa es la capacidad que el Padre nos ha concedido de compartir la condición de su pueblo santo. Somos, con otros hombres y comunidades humanas, Pueblo de Dios; pero Pueblo y comunidad liberada de una esclavitud corruptora, inhumana, tenebrosa. Nuestra comunidad-pueblo ha sido liberada, no con triviales y descomprometidas intervenciones, sino con el derramamiento de la sangre del Hijo querido. Ser comunidad-Pueblo de Dios es una conquista onerosa de Dios en Cristo.

Reconocer nuestra identidad comunitaria es, por lo mismo, contemplar el Misterio de Aquel que nos ha liberado y constituido en comunidad. Aquel, por medio del cual se crearon todas las cosas, es el Creador de nuestra fraternidad. Todo fue creado por Él y para Él. Por Él y para Él somos nosotros. Él es el origen y meta de nuestra liberación. Él es la Cabeza, que vitaliza, hace crecer y dirige el cuerpo de nuestra comunidad y la preserva por su resurrección de todo atentado contra su vida. En Él encuentra nuestra comunidad su plenitud: "Él es todo para mí, para nosotros".

Que nuestra acción de gracias a Dios Padre sea la expresión de un intento constante de identificación como comunidad creyente.

Oraciones sálmicas

Oración I: Te damos gracias, Dios Padre nuestro, porque, cuando aún éramos pecadores, fuimos reconciliados por la muerte de tu Hijo y trasladados del dominio de las tinieblas al Reino de tu luz admirable. Te alabamos y bendecimos a ti, Dios Padre, ya que ahora nos concedes participar en la herencia de los santos, hasta que un día sea el lote de nuestra heredad. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración II: Padre nuestro, por medio de tu Hijo, imagen de tu gloria, has creado cuanto existe y a Él le has establecido como cabeza de tu cuerpo, de la Iglesia; ahuyenta de tus hijos todo temor para que con mayor confianza se entreguen a ti, su Liberador y Padre. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Oh Dios omnipotente, que has querido colmar nuestra carne haciendo residir la plenitud de la divinidad en la carne de Jesús; atráenos hacia el Hijo de tu amor -el Primogénito de entre los muertos-, donde hallaremos descanso para nuestra fatiga y sosiego en la hora del quebranto, cuando Tú nos respondas con la resurrección gloriosa de nuestra carne. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]

Comentario exegético

[Pablo no había estado en Colosas, ciudad de Frigia (Asia Menor, hoy Turquía). Fue su discípulo Epafras quien fundó allí una comunidad cristiana a la que trasmitió el Evangelio y también el aprecio a Pablo. No mucho después, fue Epafras a visitar al Apóstol a Roma durante su prisión para darle cuenta de los peligros que amenazaban a aquella iglesia, provenientes de las infiltraciones de ciertas sectas pregnósticas, que trataban de desvirtuar la persona de Cristo, rebajándola de dignidad, que otorgaban a ángeles o espíritus, y de imponer las prácticas judaicas. Pablo reacciona y trata de aclarar en esta carta el sentido y alcance del misterio de Cristo.

En el Cántico de la Liturgia de Vísperas, tomado del cap. 1 de la carta, se distinguen netamente dos partes: la primera, los vv. 12-14, son un canto de acción de gracias a Dios Padre por la obra redentora llevada a cabo por su Hijo querido; la segunda, los vv. 15-20, son propiamente el himno a Cristo. En este pasaje Pablo traza de mano maestra la excelsa dignidad de Cristo en sus relaciones con Dios, en su participación en la obra creadora y conservadora y en sus relaciones con la Iglesia, de la que es cabeza y fuente de su vida, en quien los gentiles son llamados a la santidad.]

Acción de gracias y oración por los colosenses (1,3-14). Al saludo inicial de la carta (vv. 1-2), sigue la acción de gracias a Dios por los favores concedidos a los colosenses (vv. 3-8). En los vv. 9-14 cambia un poco el tono de la acción de gracias, convirtiéndose en oración de súplica. Quizás podamos ya entrever aquí los serios temores del Apóstol ante el peligro de una desviación doctrinal en los colosenses. Cierto que los colosenses, como en general los cristianos, se encontrarán en su vida con tentaciones y pruebas duras, pero nada de eso debe ser capaz de hacerles perder su "paciencia" y quitarles su "alegría" (v. 11), dando continuamente gracias a Dios Padre por haberles llamado a participar de la "herencia del pueblo santo" (v. 12).

Esta "herencia" es la salvación mesiánica, cuya consumación definitiva tiene lugar en la gloria, que es reino de la luz. Pablo, al llegar aquí, cambia el pronombre de segunda persona que venía usando por el de primera, colocándose también él ("nos ha sacado..., hemos recibido la redención") entre aquellos a quienes Dios ha sacado del poder de las tinieblas y trasladado al reino de la luz, que es el reino del "Hijo querido", que nos ha redimido de nuestra condición de esclavos (vv. 13-14).

Dignidad supereminente de Cristo (1,15-20). Comienza aquí la parte doctrinal de la carta. San Pablo, a vista del peligro en la fe que amenazaba a los colosenses, de que le informó Epafras, trata de instruirles al respecto. Y primeramente, en la presente perícopa, les habla de la persona misma de Cristo. Es uno de los pasajes cristológicos más completos de todo el epistolario paulino, síntesis admirable de las prerrogativas de Cristo: con relación a Dios, a la creación, a la Iglesia. Es de notar la claridad con que aparece en este pasaje la unidad de persona en Cristo, al que San Pablo atribuye actividad trascendente en la creación y manifestaciones históricas en la redención. Ese ser concreto es la persona única del Hijo de Dios, hecho hombre.

Por lo que respecta a la relación hacia Dios, San Pablo designa a Cristo como "imagen de Dios invisible" (v. 15). Ya en una carta anterior le había aplicado esa misma expresión (cf. 2 Cor 4,4). También del hombre dice que es "imagen" de Dios, sea en el orden natural (cf. 1 Cor 11,7), sea en el sobrenatural (cf. 3,10); pero, evidentemente, Cristo lo es de manera mucho más perfecta. Solamente Cristo, en virtud de la generación eterna del Padre, es la imagen sustancial y perfecta, que reproduce y refleja adecuadamente las infinitas perfecciones de Dios invisible, haciéndolas visibles a través de su humanidad.

Por lo que respecta a la relación de Cristo con el mundo creado, San Pablo hace varias afirmaciones capitales: "primogénito de toda criatura..., en Él fueron creadas todas las cosas de cielo y tierra, visibles e invisibles..., todo fue creado por Él y para Él..., Él es anterior a todo, y todo subsiste en Él" (vv. 15-17). Aunque no todas las expresiones del Apóstol son fáciles de interpretar, y del significado concreto de algunas cabe discusión, la idea general es clara: Cristo está por encima de toda la creación, en cuyo origen ha influido y a la que sigue dando consistencia.

Cuando el Apóstol habla de "primogénito toda criatura" (v. 15), creen algunos que se está aludiendo a la preexistencia de Cristo, dando al término "primogénito" su valor etimológico de anteriormente engendrado; otros, por el contrario, tomando el término "primogénito" en sentido más bien histórico y jurídico, creen que se alude a su preeminencia respecto de todas las criaturas, cual la tiene el primogénito respecto de sus hermanos. Lo más probable es que haya que juntar ambos aspectos. Sabemos, en efecto, que entre los judíos el "primogénito" tenía la primacía de dignidad como consecuencia de su primacía o prioridad en el tiempo. Lo mismo diría San Pablo de Cristo: prioridad temporal respecto de todas las criaturas y, consiguientemente, primacía o mayorazgo respecto de todas ellas. Lo que ciertamente debe excluirse es que Cristo, por el hecho de ser considerado como "primogénito de toda criatura", deba ser incluido entre las criaturas. Absolutamente hablando, la expresión podría ser entendida de ese modo, al igual que cuando se le llama "primogénito de entre los muertos" (v. 18); pero esa interpretación queda excluida hasta la evidencia por las afirmaciones que siguen, cuando se dice de Cristo que "todo fue creado en Él, por Él y para Él", y que es "anterior a todo, y todo subsiste en Él" (vv. 16-17). La especificación "cosas celestes y terrestres, visibles e invisibles, tronos...", (v. 16), tratando de recalcar que nada queda fuera del influjo de Cristo da todavía más fuerza al argumento. Todas esas expresiones demuestran claramente que Cristo está en un rango único, fuera de la serie de criaturas.

Sigue ahora, en los vv. 18-20, la descripción de la persona de Cristo en su condición de Redentor. Ambas ideas, creación y redención, están íntimamente ligadas para San Pablo: si Cristo fue quien en un principio creó todas las cosas, es también Él quien luego las va a pacificar y armonizar, una vez disgregadas por el pecado. La afirmación de que es "cabeza del cuerpo, que es la Iglesia" (v. 18), riquísima de contenido, ya queda explicada en otros lugares. De parecido significado, aunque bajo otra imagen, es la afirmación de que es "el principio, el primogénito de entre los muertos". Parece que estos dos incisos: "principio" y "primogénito de entre los muertos", no constituyen dos afirmaciones independientes, sino que aluden a una misma cosa, diciendo de Cristo que es el primero, el que inició la marcha gloriosa hacia la resurrección; no sólo en orden de tiempo, sino también por su influjo en los demás resucitados. Y todas esas prerrogativas, para que sea el primero en todo, "para que tenga la primacía en todas las cosas" (v. 18), es decir, tanto en el orden de la creación material como en el de la renovación espiritual.

Razón última de esta preeminencia de Cristo ha sido la voluntad del Padre, que quiso que "en Él residiera toda la plenitud y por Él reconciliar... todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo" (vv. 19-20). ¿A qué alude San Pablo con la palabra "plenitud", pléroma? Bastantes autores, siguiendo a Santo Tomás, interpretan el término "plenitud" como alusivo a la suma de gracias y perfecciones que competen a Cristo, en cuanto cabeza de la Iglesia, "de cuya suma o plenitud, como dice San Juan, participamos todos" (Jn 1,16). Otros, pensando en que, poco después, el mismo San Pablo habla de "plenitud de la divinidad" (cf. 2,9), opinan que el mismo sentido debe darse aquí al término "plenitud", sin que esto excluya, claro está, la consiguiente plenitud de gracias y perfecciones de que habla Santo Tomás.

Creemos que también aquí, conforme a las explicaciones ya dadas al comentar Ef 1,23 y 3,19, el término "plenitud" tiene un sentido técnico especial. San Pablo aludiría al cosmos o mundo universo, que considera lleno de Dios y que, muy en consonancia con el uso de la época, no tiene inconveniente en designar con el término pléroma. A la cabeza de este cosmos o pléroma de Dios, y no sólo a la cabeza de la raza humana, ha sido colocado Cristo, "recapitulando en sí todas las cosas del cielo y de la tierra" (cf. Ef 1,10). Precisamente porque en Él "reside", es decir, le está como incorporado todo el cosmos o pléroma de Dios, es por lo que puede realizar ese influjo pacificador universal a que se alude en el v. 20. Dicha "pacificación" no arguye la salud individual de todos, sino la salud colectiva del mundo, con su retorno al orden y a la paz, y sólo será perfecta al fin de los tiempos, cuando, vencidos todos los enemigos, el Hijo entregue el reino a Dios Padre para que "sea Dios todo en todas las cosas" (cf. 1 Cor 15,24-28).

San Pablo tiene interés en hacer resaltar que nada en el cosmos queda excluido de ese influjo pacificador de Cristo; de ahí que no se contente con decir "todos los seres", sino que especifique: "los del cielo y los de la tierra" (v. 20), la misma expresión que había empleado al hablar de la creación (v. 16). Ni parece necesario tratar de concretar en qué pueda consistir esa pacificación "en los cielos". Probablemente San Pablo lo que pretende es extender la perspectiva, dado que todo el cosmos, incluso el mundo angélico, debe entrar a formar parte en este concierto armónico y universal que trajo consigo la muerte de Cristo. Algo parecido a lo que dice del mundo inanimado (cf. Rm 8,19--22).

Hablando de la persona de Cristo, había dicho San Pablo que "por la sangre de su cruz" había reconciliado y pacificado todas las cosas (v. 20); a continuación, en los vv. 21-23, hace una aplicación particular al caso de los colosenses.

[Extraído de Lorenzo Turrado, en la Biblia comentada de la BAC]

De los Santos Padres

Catequesis de Juan Pablo II

1. Hemos escuchado el admirable himno cristológico de la Carta a los Colosenses. La liturgia de Vísperas lo propone en cada una de sus cuatro semanas y lo ofrece a los fieles como cántico, reproduciéndolo en la forma que tenía probablemente el texto desde sus orígenes. En efecto, muchos estudiosos están convencidos de que ese himno podría ser la cita de un canto de las Iglesias de Asia Menor, insertado por san Pablo en la carta dirigida a la comunidad cristiana de Colosas, una ciudad entonces floreciente y populosa.

Con todo, el Apóstol no estuvo nunca en esa localidad de Frigia, región de la actual Turquía. La Iglesia local había sido fundada por Epafras, un discípulo suyo, originario de esas tierras. Al final de la carta a los Colosenses, se le nombra, juntamente con el evangelista Lucas, "el médico amado", como lo llama san Pablo (Col 4,14), y con otro personaje, Marcos, "primo de Bernabé" (Col 4,10), tal vez el homónimo compañero de Bernabé y Pablo (cf. Hch 12,25; 13,5.13), que luego escribiría uno de los Evangelios.

2. Dado que más adelante tendremos ocasión de volver a reflexionar sobre este cántico, ahora nos limitaremos a ofrecer una mirada de conjunto y a evocar un comentario espiritual, elaborado por un famoso Padre de la Iglesia, san Juan Crisóstomo (siglo IV), célebre orador y obispo de Constantinopla. En ese himno destaca la grandiosa figura de Cristo, Señor del cosmos. Como la Sabiduría divina creadora exaltada en el Antiguo Testamento (cf., por ejemplo, Pr 8,22-31), "él es anterior a todo y todo se mantiene en él". Más aún, "todo fue creado por él y para él" (Col 1,16-17).

Así pues, en el universo se va cumpliendo un designio trascendente que Dios realiza a través de la obra de su Hijo. Lo proclama también el prólogo del evangelio de san Juan, cuando afirma que "todo se hizo por el Verbo y sin él no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1,3). También la materia, con su energía, la vida y la luz llevan la huella del Verbo de Dios, "su Hijo querido" (Col 1,13). La revelación del Nuevo Testamento arroja nueva luz sobre las palabras del sabio del Antiguo Testamento, el cual declaraba que "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su autor" (Sb 13,5).

3. El cántico de la Carta a los Colosenses presenta otra función de Cristo: él es también el Señor de la historia de la salvación, que se manifiesta en la Iglesia (cf. Col 1,18) y se realiza "por la sangre de su cruz" (v. 20), fuente de paz y armonía para la humanidad entera.

Por consiguiente, no sólo el horizonte externo a nosotros está marcado por la presencia eficaz de Cristo, sino también la realidad más específica de la criatura humana, es decir, la historia. La historia no está a merced de fuerzas ciegas e irracionales; a pesar del pecado y del mal, está sostenida y orientada, por obra de Cristo, hacia la plenitud. De este modo, por medio de la cruz de Cristo, toda la realidad es "reconciliada" con el Padre (cf. v. 20).

El himno dibuja, así, un estupendo cuadro del universo y de la historia, invitándonos a la confianza. No somos una mota de polvo insignificante, perdida en un espacio y en un tiempo sin sentido, sino que formamos parte de un proyecto sabio que brota del amor del Padre.

4. Como hemos anticipado, damos ahora la palabra a san Juan Crisóstomo, para que sea él quien cierre con broche de oro esta reflexión. En su Comentario a la Carta a los Colosenses glosa ampliamente este cántico. Al inicio, subraya la gratuidad del don de Dios "que nos ha hecho capaces de compartir la suerte del pueblo santo en la luz" (v. 12). "¿Por qué la llama "suerte"?", se pregunta el Crisóstomo, y responde: "Para mostrar que nadie puede conseguir el Reino con sus propias obras. También aquí, como la mayoría de las veces, la "suerte" tiene el sentido de "fortuna". Nadie realiza obras que merezcan el Reino, sino que todo es don del Señor. Por eso, dice: "Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer"" (PG 62, 312).

Esta benévola y poderosa gratuidad vuelve a aparecer más adelante, cuando leemos que por medio de Cristo fueron creadas todas las cosas (cf. Col 1,16). "De él depende la sustancia de todas las cosas -explica el Obispo-. No sólo hizo que pasaran del no ser al ser, sino que es también él quien las sostiene, de forma que, si quedaran fuera de su providencia, perecerían y se disolverían... Dependen de él. En efecto, incluso la inclinación hacia él basta para sostenerlas y afianzarlas" (PG 62, 319).

Con mayor razón es signo de amor gratuito lo que Cristo realiza en favor de la Iglesia, de la que es Cabeza. En este punto (cf. v. 18), explica el Crisóstomo, "después de hablar de la dignidad de Cristo, el Apóstol habla también de su amor a los hombres: "Él es también la cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia"; así quiere mostrar su íntima comunión con nosotros. Efectivamente, Cristo, que está tan elevado y es superior a todos, se unió a los que están abajo" (PG 62, 320).

[Audiencia general Miércoles 5 de mayo de 2004]

II Catequesis: Cristo, primogénito de toda criatura y primer resucitado de entre los muertos

1. Acaba de resonar el gran himno cristológico recogido al inicio de la carta a los Colosenses. En él destaca precisamente la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y centro de toda la vida eclesial. Sin embargo, el horizonte del himno en seguida se ensancha a la creación y la redención, implicando a todos los seres creados y la historia entera.

En este canto se puede descubrir el sentido de fe y de oración de la antigua comunidad cristiana, y el Apóstol recoge su voz y su testimonio, aunque imprime al himno su sello propio.

2. Después de una introducción en la que se da gracias al Padre por la redención (cf. vv. 12-14), este cántico, que la Liturgia de las Vísperas nos propone todas las semanas, se articula en dos estrofas. La primera celebra a Cristo como "primogénito de toda criatura", es decir, engendrado antes de todo ser, afirmando así su eternidad, que trasciende el espacio y el tiempo (cf. vv. 15-18). Él es la "imagen", el "icono" visible de Dios, que permanece invisible en su misterio. Esta fue la experiencia de Moisés, cuando, en su ardiente deseo de contemplar la realidad personal de Dios, escuchó como respuesta: "Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex 33,20; cf. también Jn 14,8-9).

En cambio, el rostro del Padre, creador del universo, se hace accesible en Cristo, artífice de la realidad creada: "Por medio de él fueron creadas todas las cosas (...); todo se mantiene en él" (Col, 1,16-17). Así pues, Cristo, por una parte, es superior a las realidades creadas, pero, por otra, está implicado en su creación. Por eso, podemos verlo como "imagen de Dios invisible", que se hizo cercano a nosotros con el acto de la creación.

3. En la segunda estrofa (cf. vv. 18-20), la alabanza en honor de Cristo se presenta desde otra perspectiva: la de la salvación, de la redención, de la regeneración de la humanidad creada por él, pero que, por el pecado, había caído en la muerte.

Ahora bien, la "plenitud" de gracia y de Espíritu Santo que el Padre ha puesto en su Hijo hace que, al morir y resucitar, pueda comunicarnos una nueva vida (cf. vv. 19-20).

4. Por tanto, es celebrado como "el primogénito de entre los muertos" (v. 18). Con su "plenitud" divina, pero también con su sangre derramada en la cruz, Cristo "reconcilia" y "pacifica" todas las realidades, celestes y terrestres. Así las devuelve a su situación originaria, restableciendo la armonía inicial, querida por Dios según su proyecto de amor y de vida. Por consiguiente, la creación y la redención están vinculadas entre sí como etapas de una misma historia de salvación.

5. Siguiendo nuestra costumbre, dejemos ahora espacio para la meditación de los grandes maestros de la fe, los Padres de la Iglesia. Uno de ellos nos guiará en la reflexión sobre la obra redentora realizada por Cristo con la sangre de su sacrificio.

Reflexionando sobre nuestro himno, san Juan Damasceno, en el Comentario a las cartas de san Pablo que se le atribuye, escribe: "San Pablo dice que "por su sangre hemos recibido la redención" (Ef 1,7). En efecto, se dio como rescate la sangre del Señor, que lleva a los prisioneros de la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la muerte no podían ser liberados de otro modo, sino mediante aquel que se hizo partícipe con nosotros de la muerte. (...) Por la acción realizada con su venida hemos conocido la naturaleza de Dios anterior a su venida. En efecto, es obra de Dios el haber vencido a la muerte, el haber restituido la vida y el haber llevado nuevamente el mundo a Dios. Por eso dice: "él es imagen de Dios invisible" (Col 1,15), para manifestar que es Dios, aunque no sea el Padre, sino la imagen del Padre, y se identifica con él, aunque no sea él" (I libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione, Bolonia 2000, pp. 18 y 23).

San Juan Damasceno concluye, después, con una mirada de conjunto a la obra salvífica de Cristo: "La muerte de Cristo salvó y renovó al hombre; y devolvió a los ángeles la alegría originaria, a causa de los salvados, y unió las realidades inferiores con las superiores. (...) En efecto, hizo la paz y suprimió la enemistad. Por eso, los ángeles decían: "Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra"" (ib., p. 37).

[Audiencia general del Miércoles 24 de noviembre de 2004]

III Catequesis: Cristo, primogénito de toda criatura y primer resucitado de entre los muertos

1. En catequesis anteriores hemos contemplado el grandioso cuadro de Cristo, Señor del universo y de la historia, que domina el himno recogido al inicio de la carta de san Pablo a los Colosenses. En efecto, este cántico marca las cuatro semanas en que se articula la Liturgia de las Vísperas.

El núcleo del himno está constituido por los versículos 15-20, donde entra en escena de modo directo y solemne Cristo, definido "imagen de Dios invisible" (v. 15). San Pablo emplea con frecuencia el término griego eikon, "icono". En sus cartas lo usa nueve veces, aplicándolo tanto a Cristo, icono perfecto de Dios (cf. 2 Co 4,4), como al hombre, imagen y gloria de Dios (cf. 1 Co 11,7). Sin embargo, el hombre, con el pecado, "cambió la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible" (Rm 1,23), prefiriendo adorar a los ídolos y haciéndose semejante a ellos.

Por eso, debemos modelar continuamente nuestro ser y nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios (cf. 2 Co 3,18), pues Dios "nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido" (Col 1,13). Este es el primer imperativo de nuestro himno: modelar nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios, entrando en sus sentimientos y en su voluntad, en su pensamiento.

2. Luego, se proclama a Cristo "primogénito (engendrado antes) de toda criatura" (v. 15). Cristo precede a toda la creación (cf. v. 17), al haber sido engendrado desde la eternidad: por eso "por él y para él fueron creadas todas las cosas" (v. 16). También en la antigua tradición judía se afirmaba que "todo el mundo ha sido creado con vistas al Mesías" (Sanhedrin 98 b).

Para el apóstol san Pablo, Cristo es el principio de cohesión ("todo se mantiene en él"), el mediador ("por él") y el destino final hacia el que converge toda la creación. Él es el "primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29), es decir, el Hijo por excelencia en la gran familia de los hijos de Dios, en la que nos inserta el bautismo.

3. En este punto, la mirada pasa del mundo de la creación al de la historia: Cristo es "la cabeza del cuerpo: de la Iglesia" (Col 1,18) y lo es ya por su Encarnación. En efecto, entró en la comunidad humana para regirla y componerla en un "cuerpo", es decir, en una unidad armoniosa y fecunda. La consistencia y el crecimiento de la humanidad tienen en Cristo su raíz, su perno vital y su "principio".

Precisamente con este primado Cristo puede llegar a ser el principio de la resurrección de todos, el "primogénito de entre los muertos", porque "todos revivirán en Cristo. (...) Cristo como primicia; luego, en su venida, los de Cristo" (1 Co 15,22-23).

4. El himno se encamina a su conclusión celebrando la "plenitud", en griego pleroma, que Cristo tiene en sí como don de amor del Padre. Es la plenitud de la divinidad, que se irradia tanto sobre el universo como sobre la humanidad, trasformándose en fuente de paz, de unidad y de armonía perfecta (cf. Col 1,19-20).

Esta "reconciliación" y "pacificación" se realiza por "la sangre de la cruz", que nos ha justificado y santificado. Al derramar su sangre y entregarse a sí mismo, Cristo trajo la paz que, en el lenguaje bíblico, es síntesis de los bienes mesiánicos y plenitud salvífica extendida a toda la realidad creada.

Por eso, el himno concluye con un luminoso horizonte de reconciliación, unidad, armonía y paz, sobre el que se yergue solemne la figura de su artífice, Cristo, "Hijo amado" del Padre.

5. Sobre este denso texto han reflexionado los escritores de la antigua tradición cristiana. San Cirilo de Jerusalén, en uno de sus diálogos, cita el cántico de la carta a los Colosenses para responder a un interlocutor anónimo que le había preguntado: "¿Podemos decir que el Verbo engendrado por Dios Padre ha sufrido por nosotros en su carne?". La respuesta, siguiendo la línea del cántico, es afirmativa. En efecto, afirma san Cirilo, "la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, visible e invisible, por el cual y en el cual todo existe, ha sido dado -dice san Pablo- como cabeza a la Iglesia; además, él es el primer resucitado de entre los muertos", es decir, el primero en la serie de los muertos que resucitan. Él -prosigue san Cirilo- "hizo suyo todo lo que es propio de la carne del hombre y "soportó la cruz sin miedo a la ignominia" (Hb 12,2). Nosotros decimos que no fue un simple hombre, colmado de honores, no sé cómo, el que uniéndose a él se sacrificó por nosotros, sino que fue crucificado el mismo Señor de la gloria" (Perché Cristo è uno, Colección de textos patrísticos, XXXVII, Roma 1983, p. 101).

Ante este Señor de la gloria, signo del amor supremo del Padre, también nosotros elevamos nuestro canto de alabanza y nos postramos para adorarlo y darle gracias.

[Texto de la Audiencia general del Miércoles 7 de septiembre de 2005]

Catequesis de Benedicto XVI

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