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Documentación: San Agustín: Confesiones
Libro V
«El año 29 de su edad. Abandona el Maniqueísmo»

Partes de esta serie: Introducción · Libro I · Libro II · Libro III · Libro IV · Libro V · Libro VI · Libro VII · Libro VIII · Libro IX · Libro X · Libro XI · Libro XII · Libro XIII

Libro Quinto: El año 29 de su edad abandona el Maniqueísmo

CONTENIDO
I. Plegaria introductoria
II. No se huye de Dios que esta en todo lugar
III. Fausto y el maniqueísmo
IV. Reflexiones sobre la ciencia y la piedad
V. Falta de lógica del maniqueísmo
VI. Hace su aparición Fausto
VII. Limitaciones de Fausto. Pierde interés por el maniqueísmo
VIII. Parte para Roma a pesar de la pena de Mónica
IX. Enferma al llegar a Roma
X. Convivencia en Roma con los maniqueos. La idea de Dios. El mal concebido como sustancia
XI. Objeciones maniqueas contra las escrituras
XII. Costumbres de los estudiantes en Roma
XIII. En Milán. Asiste a los sermones de Ambrosio
XIV. Le revela Ambrosio el sentido de las Escrituras. Rompe con los maniqueos
Notas al Libro V

CAPÍTULO I

PLEGARIA INTRODUCTORIA

1. Recibe el sacrificio de mis confesiones de mano de mi lengua, que formaste y excitaste para que confesara tu nombre, y sana todos mis huesos y digan: Señor, ¿quién hay semejante a ti?

Pues no te enseña lo que pasa en él el que a ti se confiesa, ya que ni el corazón cerrado se cierra a tu ojo, ni la dureza de los hombres resiste a tu mano, antes la fundes cuando quieres o con misericordia o con vindicta y no hay quien se esconda a tu calor.

Pero alábate mi alma para amarte y te confiese tus misericordias para alabarte. Nadie cesa ni deja de publicar tus alabanzas en el universo que tu has creado: no los espíritus de cualquier clase por la boca que tienen vuelta hacia ti, ni los seres animales, ni los seres materiales por boca de quienes los contemplan, de suerte que de su flojera se levanta a ti nuestra alma, apoyándose en las obras que has creado, para pasar hasta ti, que maravillosamente las has creado. Allí se encuentra la confortación y la verdadera fortaleza.

CAPÍTULO II

NO SE HUYE DE DIOS QUE ESTÁ EN TODO LUGAR

2. Váyanse y huyan de ti, inquietos, los perversos. Tú los ves y distingues las sombras. Y, he aquí, que todas las cosas son hermosas aún con ellos, si bien ellos son feos.

¿Qué daño han podido causarte? O ¿en qué han desdorado tu imperio que, desde los cielos basta sus últimos confines, permanece justo e íntegro?

¿Adonde huyeron, cuando huyeron de tu faz? ¿En qué lugar no los encontrarías? Huyeron por no verte a ti que los ves a ellos y para tropezar, ciegos, contigo —ya que no abandonas nada de lo que has creado—, para tropezar contigo en su injusticia y ser justamente atormentados, al sustraerse a tu mansedumbre y tropezar con tu rectitud y caer bajo tu rigor.

No saben, sin duda, que estás en todas partes, que ningún lugar te circunscribe y que sólo tú estás presente aun a los que se colocan lejos de ti. Conviértanse, pues, y que te busquen. Tú no te conduces como ellos: si ellos han abandonado a su creador, tú no has abandonado a tu criatura. Conviértanse, que allí estás en su corazón, en el corazón de los que te confiesan y se arrojan a ti y lloran en tu seno al término de sus sendas inclementes. Y tú, en tu clemencia, enjugas sus lágrimas. Y lloran aún más y gozanse en su llanto, porque tú, Señor, y no hombre alguno, carne y sangre, sino tú, Señor, que los has hecho, los confortas y consuelas.

¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mí, mas yo hasta de mí me había alejado y no me hallaba. ¡Cuánto menos a ti!

CAPÍTULO III

FAUSTO Y EL MANIQUEÍSMO

3. Voy a hablar, ante el acatamiento de mi Dios, de aquel año vigésimonoveno de mi vida.

Acababa de llegar a Cartago un obispo maniqueo, de nombre Fausto,1 gran lazo del demonio en el que muchos se dejaban atrapar por el hechizo de una suave elocuencia. Yo, si bien la loaba, ya sabía distinguirla de la verdad de aquellas cosas que estaba ávido de aprender v no paraba mientes en qué plato de palabra sino en qué manjar de ciencia me presentaba a comer aquel Fausto, con tanto renombre entre los suyos.

Habíame dicho de él con anterioridad la fama que era sumamente versado en todas las nobles doctrinas y particularmente instruido en las disciplinas liberales. Y, como yo había leído muchos escritos de los filósofos y los retenía confiados a mi memoria, comparaba algunos de estos con las largas fábulas de los maniqueos.2 Y me parecían más probables los dichos de aquellos filósofos, que tuvieron empuje suficiente para poder escrutar el universo, aunque no hayan logrado descubrir a su autor. Porque grande eres, Señor y fijas tu mirada en las cosas humildes y, en cambio, las altas las conoces de lejos y no te acercas más que a los contritos de corazón, ni eres hallado por los soberbios, por más que ellos puedan, con hábil curiosidad, enumerar las estrellas y la arena, y medir los espacios siderales y el curso de los astros.

4. Con su propia inteligencia y con el ingenio que tú les diste investigan estas cosas. Han realizado no pocos descubrimientos y han predicho, con muchos años de anticipación, los eclipses de esas luminarias que son el sol y la luna, qué día, qué hora y en qué grado habían de suceder, sin que se equivocaran en el cálculo. Y aconteció tal como lo habían anunciado de antemano. Y consignaron por escrito las leyes que habían descubierto y se las lee hoy día y, conforme a ellas, se predice en qué año y en qué mes del año y en qué día del mes y en qué hora del día tendrá lugar el eclipse y qué parte de su luz faltará a la luna o al sol. Y acaece tal como se pronostica.

Asombrábame de estas cosas y se quedan estupefactos los hombres que las desconocen y se ufanan y se engríen quienes las conocen. Los que con impía soberbia se alejan y se eclipsan de tu luz, prevén con tanta antelación el eclipse del sol futuro y, en el presente, no ven el suyo; porque no investigan con espíritu de piedad de dónde les viene el ingenio con que investigan tales fenómenos.

Y si descubre que los has hecho tú, no se entregan a ti para que conserves lo que has hecho, ni se inmolan a ti, según lo que ellos han hecho de sí mismos, ni degüellan, cual aves, sus altanerías ni, cual peces del mar, sus curiosidades, con las que recorren los senderos secretos del abismo, ni, cual bestias del campo, sus lujurias, para que tú, oh Dios, fuego devorador, puedas consumir sus muertas cuitas, recreándolas para la inmortalidad.3

5. Pero no han conocido el camino, que es tu Verbo, por quien has hecho las cosas que enumeran y a los mismos que las enumeran y el sentido con que ven los objetos que enumeran y la inteligencia, en virtud de la cual enumeran; mas tu sabiduría no tiene número. El propio Unigénito se hizo por nosotros sabiduría y justicia y santificación y fue contado entre nosotros y pagó tributo al César.

No conocen este camino por el que puedan descender de sí a él y, por él, subir hasta él. No conocen este camino y se creen que están colocados muy altos como los astros y que son luminosos y, he aquí, que cayeron por tierra y se oscureció su insensato corazón.

Dicen acerca de la creación muchas cosas que son verdad, pero no buscan piadosamente la verdad, artífice de la creación. Por eso no la encuentran. Y si la encuentran, conociendo a Dios, no le honran y dan gracias como a Dios y se desvanecen en sus pensamientos y pretenden que son sabios, atribuyéndose a sí lo que es tuyo; y se esfuerzan por lo mismo, con perversísima ceguera, en atribuirte a ti lo que es de ellos, es decir, colocan sus mentiras sobre ti, que eres la verdad, y cambian la gloria de Dios incorruptible en imágenes que figuran al hombre corruptible o aves o cuadrúpedos o serpientes y convierten en mentira tu verdad, y honran y sirven a la criatura más bien que al Creador.

6. Retenía, no obstante, en mi memoria muchas de las verdades que habían anunciado sobre la creación misma y encontraba su explicación en los números y en el orden de las estaciones y en los testimonios visibles de los astros. Y los comparaba con las afirmaciones de Mani, que escribió mucho sobre estos temas, disparatando copiosamente, y no encontraba la explicación racional ni de los solsticios y de los equinoccios, ni de los eclipses de sol y de luna, ni de otras cosas por el estilo que había aprendido en los libros de la sabiduría del siglo. Pero aquí se me ordenaba creer y esta creencia no concordaba con aquellas explicaciones racionales comprobadas por los números y por mis ojos. Era muy diferente.

CAPÍTULO IV

REFLEXIONES SOBRE LA CIENCIA Y LA PIEDAD

7. ¿Por ventura, Señor, Dios de verdad, todo el que conoce estas cosas ya te agrada? Porque desventurado el hombre que conoce todas aquellas verdades pero no te conoce a ti. Y bienaventurado, en cambio, el que te conoce a ti, aunque no las conozca a ellas. Mas el que a ti y a ellas conoce no es más bienaventurado a causa de ellas, sino que sólo a causa de ti es bienaventurado, si conociéndote te glorifica como eres y te da gracias y no se desvanece en sus pensamientos.

Porque así como es mejor un hombre que sabe que posee un árbol y te da gracias por su uso, aunque no sepa cuántos codos tiene de alto ni cuántos de ancho, que el que lo mide y cuenta todas sus ramas, pero ni lo posee ni conoce ni ama al que lo creó; así sería necio dudar de que el hombre de fe, cuyas son todas las riquezas del mundo, y que no teniendo nada, por así decir, lo posee todo por estar unido a ti, a quien sirven todas las cosas, aunque ni siquiera conozca el curso de las estrellas del septentrión, es mucho mejor, por cierto, que aquel que mide el cielo y enumera los astros y pesa los elementos y no se cuida de ti, que has dispuesto todas las cosas en medida, en número y en peso.

CAPÍTULO V

FALTA DE LÓGICA DEL MANIQUEÍSMO

8. Pero, en definitiva, ¿quién le pedía a yo no sé qué Mani que escribiera también sobre tales cuestiones, sin cuyo conocimiento podía aprenderse la piedad?4 Porque tú has dicho al hombre: has de saber que la piedad es la sabiduría. Podría haber ignorado él esa sabiduría aun cuando conociese perfectamente aquellas cuestiones. Mas como no conocía éstas y se atrevió, con enorme descaro, a enseñarlas, por supuesto que no podía conocer aquélla. Porque es vanidad, aun cuando se conozcan estas ciencias del mundo, hacer profesión de ellas; en cambio, es piedad hacerte confesión.

Así, desviándose en este punto, habló mucho de esas cuestiones, para que, confundido por quienes estaban verdaderamente instruidos en ellas, se comprendiese claramente cuál podía ser el valor de su pensamiento en las demás, que son menos accesibles. No quiso, por cierto, ser estimado en poco, antes trató de hacer creer que el Espíritu Santo, consuelo y riqueza de tus fieles, residía personalmente en él, con plena autoridad.

Por lo tanto, al descubrirse que dijo falsedades cuando habló del cielo y las estrellas y de los movimientos del sol y de la luna, aunque estas cosas no tengan relación con la enseñanza religiosa, de sobra se pone de relieve que fue sacrilega su audacia en decir cosas, no sólo que no sabía, sino falsas incluso y con tan loca y vana soberbia que se empeñaba en atribuírselas a sí como si fuera una persona divina.

9. Cuando oigo a tal o a cual hermano cristiano que ignora estas cuestiones y confunde una cosa con otra, considero con paciencia a ese hombre que así opina y no veo que le perjudique, con tal de que no crea nada indigno de ti, Señor, Creador de todas las cosas, por más que ignore acaso la posición y manera de estar de una criatura corpórea. Le perjudicaría, en cambio, si juzgase que eso pertenece a la esencia misma de la doctrina religiosa y osase afirmar con pertinacia lo que ignora. Pero aún una tal flaqueza soporta la caridad como una madre, en la infancia de la fe, hasta que llegue a ser varón perfecto el hombre nuevo y no pueda ser llevado de acá para allá por cualquier viento de doctrina.

Pero tratándose de un hombre que tuvo el atrevimiento de hacerse el doctor, el iniciador, el guía y el caudillo de aquellos a quienes persuadía a creer tales doctrinas, hasta el grado de que quienes le seguían pensaban seguir no a un hombre cualquiera sino a tu Espíritu Santo, ¿quién no juzgaría, una vez demostrado que emitió falsedades en uno y otro lugar, que tenía que ser detestada con horror y arrojada lejos tamaña demencia?

A pesar de todo, no había logrado aún poner en claro si la variación de días y de noches, más largos o más cortos, y la misma alternancia de la noche y del día y los eclipses de los astros y todos los fenómenos de esta especie, que yo había leído en otros libros, se podían explicar también según las palabras de Mani. Si, por ventura, se hubiese podido, hubiera permanecido en la incertidumbre de si las cosas serían de esta o de la otra manera. Pero hubiera antepuesto a mi creencia la autoridad de Mani, por el crédito que a su santidad se otorgaba.

CAPÍTULO VI

HACE SU APARICIÓN FAUSTO

10. Durante aquellos casi nueve años en que, alma vagabunda, escuché a los maniqueos, esperaba, con ansia cada vez más vehemente, la llegada de aquel Fausto. Pues todos los demás maniqueos con quienes casualmente me topaba, al fracasar en la respuesta a las objeciones que yo les proponía sobre tales asuntos, me remitían a él. A su llegada sostendríamos una conversación y se me resolverían fácil y brillantemente aquellas dificultades y aun otras mayores, en caso de proponerlas.

Tan pronto como llegó advertí que era hombre agradable, conversador ameno, y que exponía en sus charlas con mucha mayor galanura lo que suelen decir los demás. Pero ¿qué brindaba a mi sed aquel elegantísimo escanciador de copas preciosas? Ya estaban hartos mis oídos de semejantes majaderías. Y no se me antojaban mejores porque fuesen mejor dichas, ni más verdaderas por más elocuentes, ni era sabia el alma porque fuera agradable el rostro y

elegante la palabra. No eran buenos conocedores de las cosas los que a él me remitían y si les parecía prudente y sabio era precisamente porque los encantaba con su conversación.

Conocí, en cambio, otra categoría de personas que llegaban hasta a sospechar de la verdad y a rehusarle su asentimiento, si se les ofrecía en un lenguaje acicalado y exuberante. A mi ya me había enseñado mi Dios de una manera admirable y secreta —y creo precisamente que me has enseñado tú porque es la verdad y no hay, fuera de ti, ningún otro doctor de la verdad en dondequiera y de dondequiera que irradie su resplandor—. Ya había, pues, aprendido de ti que no debe parecer verdadera una cosa sólo porque se diga con elocuencia, ni falsa porque suenen descompuestamente las palabras que los labios articulan; así como que tampoco se debe tener por verdadera por el hecho de que se enuncie incultamente, ni por falsa porque sea brillante el discurso; sino que hay sabiduría y necedad, como hay buenos y malos alimentos, y que una y otra pueden ser servidas en un lenguaje elegante o desaliñado, como las dos clases de alimentos en vajilla fina o rústica.

11. De manera que la avidez con que había yo esperado durante tanto tiempo a aquel hombre famoso, se deleitaba, es cierto, en la animación y el apasionamiento que ponía en la disputa y en la feliz elección de los términos, que acudían con toda naturalidad a revestir sus pensamientos. Me deleitaba, no hay por qué negarlo, y, al igual que muchos y aún más que muchos, le alababa y ensalzaba; pero me causaba desazón el que, en el ruedo de los que le escuchaban, no me permitiera proponerle y departir con él los problemas que me preocupaban, en el curso de una plática familiar, tomando y cediendo la palabra.

Pude, al fin, hacerlo y con unos amigos míos comencé a entretener sus oídos en un momento que parecía adecuado para una discusión en plano de igualdad, y le expuse algunos de los problemas que me traían preocupado.

Me di cuenta enseguida de que no conocía el hombre las artes liberales, salvo la gramática, y aun ésa de una manera harto vulgar. Y como había leído algunos discursos de Cicerón y unos, muy pocos, tratados de Séneca y alguna que otra cosa de los poetas y ciertos volúmenes de su secta, escritos en un latín atildado, y como se ejercitaba cada día en el hablar, había adquirido con ello facilidad de expresión, que resultaba más grata y seductora debido a la moderación de su ingenio y a cierta gracia natural.

¿No es así como yo le recuerdo, Señor, Dios mío, árbitro de mi conciencia? Delante de ti están mi corazón y mi memoria. Delante de ti, que ya entonces me guiabas con el misterioso secreto de tu Providencia y ponías delante de mi rostro mis humillantes errores, para que los viese y los aborreciera.

CAPÍTULO VII

LIMITACIONES DE FAUSTO. PIERDE INTERÉS POR EL MANIQUEÍSMO

12. Desde que se me impuso con toda evidencia que aquel hombre era incompetente en las artes en que yo había creído que descollaba, comencé a perder la esperanza de que me pudiese aclarar y resolver las dificultades que constituían mi preocupación.

Es cierto que, aun ignorándolas, podría poseer la verdad religiosa, pero sólo si no fuese maniqueo. Están repletos los libros de estos hombres de interminables fábulas sobre el cielo y los astros, el sol y la, luna, y ya había llegado yo a la conclusión de que no podría Fausto explicármelas con agudeza. Lo que realmente deseaba saber de él era si, comparándolos con los cálculos numéricos que había leído en otras partes, resultaban los hechos más conformes a la explicación contenida en los libros de Mani o si, al menos, se daba en ellos una razón igualmente satisfactoria de los mismos.

Cuando le sometí esas dudas a su consideración y juicio ni siquiera se atrevió, con auténtica modestia, a echarse encima semejante carga. Tenía plena conciencia de que no conocía esas materias y no se avergonzó de confesarlo.

No era como uno de esos charlatanes, de los que tantos había tenido yo que soportar, que, empeñados en adoctrinarme en estos temas, no me decían nada. Tenía este hombre un corazón, si no dirigido hacia ti, al menos no demasiado incauto para consigo mismo. No era por completo ignorante de su ignorancia y no quiso enzarzarse temerariamente en una discusión de la que no tuviera salida alguna ni le resultase airosa la retirada: también por esto me agradó más. Porque es más hermosa la modestia de un alma que confiesa, que aquéllo que yo anhelaba saber. Y en todas las cuestiones un tanto difíciles y sutiles le encontraba igual.

13. Así se vino abajo el interés que yo pusiera en los escritos de Mani, y desesperaba aún más de los otros doctores de la secta, cuando en los numerosos problemas que me agitaban, así se había mostrado aquel hombre tan famoso. Entablé relaciones con él en el dominio que particularmente le interesaba, su pasión por las letras, que ya entonces, en calidad de retórico, enseñaba yo a los jóvenes de Cartago. Y comencé a leer con él, bien lo que él deseaba porque había oído hablar de ello, bien lo que, a mi juicio, estaba en consonancia con su índole espiritual.

Por lo demás, todo aquel empeño que yo había decidido poner para progresar en esa secta se desplomó por completo al conocer a aquel hombre. No que llegase a romper con ellos totalmente, sino que, al no encontrar nada mejor que aquello con lo que, fuese como fuese, había tropezado, determiné permanecer contento en aquella situación hasta que se me apareciese, si acaso se me aparecía, algo que fuese preferible.

De esta manera aquel Fausto, que fuera para muchos un lazo de muerte, había ya comenzado, sin quererlo ni saberlo, a aflojar el que a mi me tenía prisionero. Y es que tus manos, Dios mío, en lo secreto de tu Providencia no abandonaban a mi alma; y mi madre, de la sangre de su corazón, te ofrecía día y noche con sus lágrimas un sacrificio por mí.

Has obrado conmigo de modo maravilloso. Eres tú quien has obrado así, Dios mío. Porque es el Señor quien dirige los pasos del hombre y quien escogerá su camino. ¿Cómo obtener la salud sin tu mano, que rehace lo que has hecho?

CAPÍTULO VIII

PARTE PARA ROMA A PESAR DE LA PENA DE MÓNICA

14. Te condujiste, pues, conmigo de suerte que se me persuadiese a ir a Roma y enseñar, allí de preferencia, lo que estaba enseñando en Cartago. Y no omitiré confesarte cuál fue la causa de esa persuasión, porque también en esto tus profundísimos misterios y tu misericordia, siempre presentes sobre nosotros, merecen ser meditados y proclamados.

No quise ir a Roma por acrecentar mis ganancias ni mi prestigio, como me prometían los amigos que me lo aconsejaban —aunque también esos argumentos pesaban en mi ánimo por aquel entonces—. La razón principal y casi única era el oir que allí los jóvenes eran más pacíficos en sus clases y que eran mantenidos en calma por el apremio de una disciplina más ordenada y que, lejos de entrar en tropel y a cada paso en las aulas de quienes no eran sus maestros, en modo alguno eran admitidos si el maestro no lo permitía.

En Cartago, por el contrario, es vergonzosa e intemperante la licencia de los estudiantes: irrumpen insolentemente en las aulas y, con descaro de locos furiosos, perturban el orden que cada maestro ha establecido para el progreso de sus alumnos. Cometen con extraña estupidez desmanes sin cuento, acciones que las leyes deberían castigar de no patrocinarlas la costumbre, la cual los muestra tanto más miserables cuanto que realizan ya como cosa permitida lo que jamás será permitido por tu ley eterna y creen realizarlo impunemente cuando la misma ceguera de su conducta los castiga y padecen incomparablemente peores males que los que cometen.

De manera que aquellas costumbres, que yo no quise hacer mías cuando era estudiante, vime obligado a soportarlas de otros siendo maestro. Por eso me agradaba ir donde no sucedían tales cosas, según me aseguraban quienes lo conocían.

Pero, en realidad, eras tú, esperanza mía y porción mía en la tierra de los vivientes, quien querías hacerme cambiar de país terrestre por la salud de mi alma, por lo que me propinabas en Cartago golpes de aguijón que me arrancasen de allí y me ofrecías en Roma señuelos que me atrajesen allá, por medio de hombres que aman la vida muerta, unos cometiendo aquí locuras y otros prometiendo allí vanidades.

Para enderezar mis pasos te servías secretamente de su desorden y del mío. Ya que, por una parte, los que turbaban mi tranquilidad estaban cegados por una rabia vergonzosa y, por otra, los que me invitaban al cambio no tenían gusto más que por la tierra. Y yo, que detestaba en Cartago una miseria verdadera, apetecía en Roma úna falsa felicidad.

15. Mas, por qué salía yo de Cartago y me iba a Roma,5 tú lo sabías, oh Dios, y no lo revelabas ni a mí ni a mi madre, que lloró amargamente mi partida y me siguió hasta el mar. Sino que la engañé cuando me sujetaba violentamente, o para hacerme volver o para partir conmigo, y fingí que no quería dejar solo a un amigo hasta que, levantándose el viento, se hiciese a la mar.

Y mentí a una madre, y a una madre como ella, y me escapé. También me perdonaste misericordiosamente este pecado, guardándome, si bien lleno de abominables suciedades, de las aguas del mar, hasta llegar al agua de tu gracia. Lavado con ella se secarían los ríos de los ojos de una madre que te regaba cada día por mí la tierra bajo su rostro.

Y como, a pesar de todo, rehusara volver ella sin mí, a duras penas logré persuadirle que pasase aquella noche en un lugar cercano a nuestra nave, en una capilla dedicada a la memoria del bienaventurado Cipriano. Pero aquella noche partí furtivamente y ella no; se quedó orando y llorando.

Y ¿qué te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas, sino que no me dejaras navegar? Mas tú, por un designio profundo, y atendiendo al punto esencial -de su deseo, no hiciste caso de lo que entonces pedía ella, para hacer de mí lo que siempre ella pedía.

Sopló el viento e hinchó nuestras velas e hizo desaparecer a nuestros ojos la playa donde mi madre, llegada la mañana, se volvía loca de dolor y llenaba tus oídos de quejas y gemidos. No les hacías caso, pues que me arrebatabas con mis concupiscencias para acabar con esas mismas concupiscencias y castigabas el afecto de ella, inspirado en la carne, con el azote justiciero del dolor.

Quería que yo permaneciese junto a ella, como suelen las madres, pero con mayor intensidad que muchas otras y no sabía qué gran muchedumbre de gozos habías de proporcionarle por mi ausencia. No lo sabía; por eso lloraba y se lamentaba y con aquel tormento patentizaba en ella la herencia de Eva, buscando con gemido lo que con gemido había dado a luz. Hasta que después de haber acusado mis engaños y mi crueldad, volviendo de nuevo a rogarte por mí, ella se dirigió a sus tareas habituales y yo a Roma.

CAPÍTULO IX

ENFERMA AL LLEGAR A ROMA

16. Allí soy acogido por el azote de la dolencia corporal y ya me estaba yendo a los infiernos, cargado con todos los pecados que había cometido contra ti y contra mí y contra los demás. Muchos y muy graves pecados, añadidos a la cadena del pecado original, por el que todos morimos en Adán. Pues ninguno de ellos me habías perdonado en Cristo y aún no había desatado él sobre la cruz las enemistades que contigo había contraído con mis pecados. Y ¿cómo las había de desatar sobre aquella cruz de la cual había yo creído que sólo pendía un fantasma? Así, cuanto más falsa me parecía la muerte de su carne tanto era más verdadera la muerte de mi alma, que no creía en esa muerte.6

Arreciaba la calentura y ya me iba yo e iba a la perdición. Pues, ¿adonde hubiera ido, de haberme ido entonces de acá abajo sino al fuego y a los tormentos con mis obras merecidos, según la verdad del orden que tú estableciste? Y esto no lo sabía mi madre, quien, sin embargo, oraba por mí ausente. Mas tú, que estás presente en todas partes, la oías donde ella estaba y donde estaba yo te compadecías de mí para hacerme recobrar la salud del cuerpo, a mí, cuyo corazón todavía no estaba curado de su sacrilego error.

Porque ni siquiera en aquel peligro tan grave deseaba tu bautismo. Era mejor de niño cuando lo solicité de la piedad de mi madre, como ya lo he recordado y confesado. 7

Mas había crecido para mi deshonor y, en mi demencia, burlábame de las ordenanzas de tu medicina 8 y no permitiste que muriese dos veces en semejante estado. De haber sido herido con este golpe el corazón de mi madre, jamás se hubiera repuesto. Pues no acierto a expresar suficientemente qué sentimientos albergaba en su corazón para conmigo, ni cómo la angustia que experimentaba para darme a luz según el espíritu, sobrepasaba a la que había sentido para darme a luz según la carne.

17. No veo, pues, cómo hubiese podido sanar si aquella muerte mía en tales condiciones hubiese traspasado sus amorosas entrañas. Y ¿en dónde estarían aquellas plegarias, tan numerosas, tan frecuentes, ininterrumpidas? En ninguna parte si no es junto a ti. ¿Habías de despreciar tú, Dios de las misericordias, el corazón contrito y humillado de una viuda casta y sobria, que menudeaba las limosnas, que colmaba de atenciones y servicios a tus santos, que no dejaba pasar un solo día sin ofrenda ante tu altar, que dos veces cada día, por la mañana y por la tarde, acudía a tu iglesia, sin faltar nunca, no para vanos comadreos o habladurías de vieja, sino para escucharte en tus conversaciones y para que la escuchases a ella en sus plegarias?

Las lágrimas de esta mujer, con las que te pedía no oro ni plata ni bien alguno frágil y mudable, sino la salud del alma de su hijo, ¿podías tú, por cuya gracia era como era, desdeñarlas y rechazarlas sin tu socorro? De ningún modo, Señor; por el contrario estabas allí presente y la escuchabas y obrabas según el orden con que habías predestinado que se debía obrar.

Lejos de ti engañarla con aquellas visiones y respuestas que de ti venían, las que anteriormente he mencionado y otras que no he mencionado. Guardábalas fielmente en su corazón y, siempre que oraba, te las exhibía como un documento firmado por tu mano. Pues hasta te dignas, ya que es eterna tu misericordia, hacerte deudor con tus promesas de aquellos a quienes perdonas todas las deudas.

CAPÍTULO X

CONVIVENCIA EN ROMA CON LOS MANIQUEOS. LA IDEA DE DIOS. EL MAL CONCEBIDO COMO SUSTANCIA

18. Restablecísteme, pues, de aquella enfermedad y salvaste al hijo de tu sierva, por entonces en cuanto al cuerpo, para tener a quien dar un día una salud mejor y más segura.

Juntábame todavía en Roma en esa época con aquellos "santos" engañados y engañadores; y no únicamente con sus "oyentes", a cuyo número pertenecía también el dueño de la casa en que yo había caído enfermo y me había restablecido, sino hasta con aquellos que llaman "elegidos". 9

Seguía pareciéndome que no somos nosotros los que pecamos, sino que peca en nosotros no sé qué otra naturaleza y halagaba a mi soberbia el estar libre de culpa y, cuando había hecho algo malo, el no confesar que lo había hecho yo para que así curases a mi alma, pues pecaba contra ti. Me gustaba excusarme para acusar a no sé qué otro ser que estuviese conmigo, sin ser yo. Mas yo era, en realidad, un todo y era mi impiedad la que contra mí mismo me había dividido. Y era éste un pecado tanto más difícil de curar cuanto que no me consideraba pecador y era una abominable iniquidad el preferir que tú, Dios todopoderoso, tú fueses vencido en mí para mi ruina, que no yo por ti para mi salvación.

Porque aún no habías puesto una guarda a mi boca ni una puerta de comedimiento en torno de mis labios, para que no se deslizase mi corazón hacia palabras malignas, buscando excusas que excusasen mis pecados con hombres que practican la iniquidad. Y por eso estaba yo todavía en sociedad con sus "elegidos", si bien no tenía ya esperanza de poder aprovechar en esa falsa doctrina y la conducta misma, con la que había determinado contentarme mientras no encontrara otra cosa mejor, la observaba, es cierto, pero con más desgana y negligencia. 10

19. Y vínome a la mente también el pensamiento de que los filósofos que llaman académicos habían sido más prudentes que todos los demás, al sostener que se había de dudar de todo y llegar a la conclusión de que ninguna verdad podía ser alcanzada por el hombre. 11 Que tal había sido evidentemente su pensamiento era lo que también a mí me parecía, como a todo el mundo, antes de penetrar bien su intención. 12

Y no me recaté de llamar la atención a mi hospedero contra la excesiva confianza que advertí tenía en las fábulas de que están llenos los libros de los maniqueos. Sin embargo, ligábanme con ellos relaciones de amistad más cordiales que con los demás hombres que no hubieran pertenecido a esta herejía. No la defendía con el ardor de antaño, pero mi trato familiar con ellos —son muchos los que Roma oculta— impedía que buscase otra cosa con mayor diligencia, especialmente porque no tenía esperanza de poder encontrar en tu Iglesia, oh Señor del cielo y de la tierra, oh creador de todas las cosas visibles e invisibles, la verdad de la que ellos me habían apartado. Y me resultaba en extremo grotesco creer que tienes una figura carnal como la de un hombre y que estás limitado por el contorno corporal de nuestros miembros. Al querer formarme una concepción de mi Dios, no sabía concebir más que una masa corpórea —no me cabía que pudiera existir algo que no fuese así—. Esa era la causa principal y casi única de un error inevitable para mí. 13

20. Creía, pues, en consecuencia, que también el mal es una especie de sustancia del mismo género, que tiene su propia masa sombría y deforme, ya espesa, la que ellos llamaban tierra, ya tenue y sutil, como es la materia del aire, que imaginan como una especie de espíritu maligno que se arrastra por la tierra. Y como un vago sentimiento de piedad me empujaba a creer que un Dios bueno no ha creado ninguna naturaleza mala, oponía antagónicamente dos masas, ambas infinitas, pero más estrecha la mala y más ancha la buena. 14 Y de este pernicioso punto de partida se me seguían todos los demás errores sacrilegos.

Porque todos los esfuerzos de mi espíritu por volver a la fe católica se estrellaban ante el hecho de que la fe católica no era la que yo creía que era.

Y me parecía que era yo más piadoso si te creía, oh Dios mío, a quien confiesan desde mi ser tus misericordias, infinito por todas las demás partes, excepto por aquella sola, por donde la masa del mal se te oponía y me obligaba a reconocerte finito, que si imaginaba que eras limitado por todas partes, en forma de cuerpo humano.

Y me parecía mejor creer que no habías creado ningún mal —al cual consideraba en mi ignorancia no sólo como uña sustancia sino incluso como una sustancia corpórea, pues no acertaba a concebir que el espíritu mismo fuera otra cosa que un cuerpo sutil que se difundía, no obstante, por el espacio de un lugar—, que creer que procediera de ti la naturaleza del mal, tal como yo la imaginaba.

Y a nuestro mismo Salvador, tú Unigénito, imaginábale como emanada para nuestra salud de la masa de tu luminosísimo cuerpo; de tal suerte que no podía creer de él otra cosa que la que podía representarse mi vana imaginación. Así juzgaba que una naturaleza como la suya no había podido nacer de la Virgen María sin mezclarse con la carne. Lo que no acertaba a ver era cómo pudiera mezclarse sin mancharse, según la concepción que de él me había figurado. No me atrevía, pues, a creerle nacido en la carne, para no verme obligado a creerle manchado por la carne. 15

Hoy se reirán de mí dulce y cariñosamente tus espirituales si leyeren estas mis confesiones. Sin embargo, así era yo.

CAPÍTULO XI

OBJECIONES MANIQUEAS CONTRA LAS ESCRITURAS

21. Por lo demás, no creía que fuera posible defender lo que ellos criticaban en tus Escrituras, aunque sentía a veces verdadero deseo de discutir punto por punto con algún hombre perfectamente instruido en esos libros y ver qué pensaba de ellos.

Es que, ya en la misma Cartago, habían comenzado a impresionarme las palabras de un tal Elpidio, que en público hablaba y disputaba contra los maniqueos, porque aducía, a propósito de las Escrituras, argumentos tales que no se les podía fácilmente resistir. Y me parecía endeble la respuesta de los maniqueos. No la exponían, es cierto, con facilidad en público, sino a nosotros en la intimidad, diciendo que los escritos del Nuevo Testamento habían sido falsificados por no sé quienes, con el propósito de introducir la ley de los judíos en la fe cristiana. Mas no presentaban ellos ningún ejemplar que no estuviese alterado.16

Pero más que nada parecían agobiarme y me tenían paralizado y sofocado, cuando imaginaba el mundo corporal, aquellas famosas masas, bajo cuyo peso yo me sentía jadear, sin poder respirar en la atmósfera pura y transparente de tu verdad.

CAPÍTULO XII

COSTUMBRES DE LOS ESTUDIANTES EN ROMA

22. Con toda diligencia había comenzado a poner en práctica la tarea que me había traído a Roma, la enseñanza de la retórica, comenzando, antes que nada, por reunir en casa algunos estudiantes que me conociesen y me diesen a conocer.

Y he aquí que me voy enterando de que en Roma sucedían otras cosas que no había tenido que aguantar en África. Porque, efectivamente, se me aseguró que no se daban aquí aquellos desmanes de jóvenes perdidos, "pero cuando menos se piensa, me dicen, para no pagar los honorarios al maestro, pónense de acuerdo no pocos de entre ellos y se pasan a otro, faltando a su compromiso, y por amor al dinero no les importa lo más mínimo la justicia".

También a éstos tales odiaba mi corazón, aunque no fuese con un odio perfecto.17 Tal vez odiaba más el hecho de que iba a ser su víctima que las acciones ilícitas que cometían contra quien fuese. Es cierto, no obstante, que resultan repugnantes esos tales y que fornican lejos de ti, puesto que aman las burlas que vuelan con el tiempo y un interés de barro, que ensucia la mano al ser cogido, y se abrazan a un mundo que pasa y te menosprecian a ti que permaneces y que llamas, para perdonarla cuando retorna a ti, a la prostituida alma humana.

Todavía hoy detesto a aquellos seres depravados y deformes, si bien los amo para corregirlos, a fin de que al dinero prefieran la enseñanza misma que aprenden y, todavía más que a esa enseñanza, te prefieran a ti, oh Dios que eres la verdad y abundancia de bien cierto y paz castísima. Pero en aquel entonces, prefería no soportarlos malos, por interés mío, a que, por interés tuyo, se hiciesen buenos.

CAPÍTULO XIII

EN MILÁN. ASISTE A LOS SERMONES DE AMBROSIO

23. Así que cuando se dirigió de Milán un mensaje al prefecto de Roma, para que proporcionase a aquella ciudad un profesor de retórica, corriendo los gastos del viaje por cuenta del Estado, yo mismo solicité, por conducto de aquellos que estaban ebrios de la vanidad maniquea —me marchaba por verme libre de ellos, aunque ni ellos ni yo lo sabíamos—, que, una vez pasada la prueba del discurso propuesto, me enviase allá el prefecto Símaco. 18

Y llegué a Milán, al obispo Ambrosio, 19 uno de los hombres más eminentes y de universal notoriedad, piadoso adorador tuyo, cuya elocuencia suministraba entonces celosamente a tu pueblo la flor de tu trigo, la alegría del óleo y "la sobria embriaguez del vino". 20 A él era conducido por ti inconscientemente, para ser por él conducido a ti conscientemente.

Acogióme con gesto paternal aquel hombre de Dios y se felicitó de mi peregrinación por el extranjero con una caridad muy digna de un obispo. 21

Y comencé a amarle viendo al principio en él, no al doctor de una verdad que yo no esperaba en modo alguno de tu Iglesia, sino a un hombre bondadoso conmigo. Escuchábale con interés en sus explicaciones al pueblo, mas no con la intención que hubiera debido yo tener, sino sondeando, por así decirlo, su elocuencia, para comprobar si estaba a la altura de su fama o si era más o menos fluida de lo que se aseguraba.

Estaba pendiente mi atención de sus palabras, pero me mantenía indiferente y desdeñoso por el contenido. Me agradaba el encanto de su lenguaje, aunque más cultivado menos gracioso y seductor que el de Fausto, por lo que a la forma se refiere. Que en cuanto al fondo no cabía comparación; el uno divagaba a través de las falsedades maniqueas, mientras que el otro exponía, de una manera muy saludable, la doctrina de la salud.

Mas la salud está lejos de los pecadores, como yo era entonces. Sin embargo, me iba acercando a ella poco a poco y sin darme cuenta.

CAPÍTULO XIV

LE REVELA AMBROSIO EL SENTIDO DE LAS ESCRITURAS. ROMPE CON LOS MANIQUEOS

24. Aunque no ponía empeño en instruirme en las cosas de que Ambrosio hablaba, sino únicamente en oir cómo hablaba —esa era, en mi desesperanza de que tuviese el hombre camino hacia ti, la vana preocupación que me había quedado—, penetraban también en mi espíritu, junto con las palabras que me agradaban, las verdades que desdeñaba. Porque no las podía disociar. Y, al abrir el corazón para percibir con cuánta elocuencia hablaba, me iba dando cuenta también al mismo tiempo de con cuánta verdad hablaba, gradualmente, por supuesto.

En primer lugar comenzaron bien pronto a parecerme sostenibles sus propias ideas. Y juzgaba que la fe católica, en cuya defensa había creído que no se podía alegar nada frente a las impugnaciones maniqueas, ya podía ser sostenida sin temeridad, sobre todo, después de haber oído resolver repetidas veces las varias dificultades de las antiguas Escrituras que, tomadas por mi a la letra, me ocasionaban la muerte.

Expuestos, pues, en sentido espiritual numerosos pasajes de aquellos libros, echábame ya en rostro mi falta de esperanza, pero únicamente de aquella que me había llevado a creer que la Ley y los Profetas en manera alguna podían resistir a quienes abominaban y se burlaban de ellos.

Mas no pensaba todavía que tuviese obligación de seguir la senda católica por el hecho de que también ésta pudiese tener defensores instruidos y capaces de refutar ampliamente y sin caer en el absurdo las objeciones; ni de condenar la que profesaba por el hecho de que de una y otra parte se equilibrase la defensa. Pues si el catolicismo no me parecía ya un vencido, tampoco se me manifestaba aún como un vencedor.

25. Me esforcé entonces, con toda la energía de mi ánimo, por ver si de algún modo podría convencer del error con argumentos irrebatibles a los maniqueos. Si yo hubiera podido concebir una sustancia espiritual, al punto se habría desbaratado aquel tinglado de invenciones y habría desaparecido de mi espíritu; pero me resultaba imposible.

Reflexionando, no obstante, más y más y comparando, estimaba incomparablemente más probables las opiniones de la mayor parte de los filósofos acerca de la materia de este mundo y acerca de todo el dominio de la naturaleza accesible a los sentidos de la carne.

Así que, dudando de todo y fluctuando entre todas las doctrinas, a ejemplo de los académicos, tal como se los interpreta,22 resolví desde luego que era menester abandonar a los maniqueos, juzgando que ni aun durante el tiempo que se prolongasen mis vacilaciones, debía de permanecer en aquella secta, por encima de la cual colocaba ya a unos cuantos filósofos. A los cuales filósofos, sin embargo, como quiera que no tenían el nombre saludable de Cristo, rehusaba en absoluto confiar la curación de mi alma enferma.

Resolví, por tanto, hacerme catecúmeno en la Iglesia Católica, que mis padres me recomendaran, hasta tanto que alguna certeza me mostrara con su luz adonde dirigir mis pasos. 23

Notas al Libro V:

1 Este prohombre del maniqueísmo había nacido en la ciudad númida de Milevi, algunos años antes que Agustín. Convertido del paganismo a aquella secta, pasó una parte de su vida en Roma, donde llegó a ser obispo de la misma. Parece que fue en 382 cuando arribó a Cartago y allí permaneció aún después de la partida de Agustín. Denunciado como maniqueo hacia el 385, compareció ante el tribunal del procónsul Bautón y fue desterrado a una isla desierta, pena no demasiado severa, cuya mitigación atribuye Agustín a la intervención de los católicos. Por entonces compuso la obra a la que respondió el ya obispo de Hipona con los 33 libros Contra Fausto. Cada uno de estos libros ábrese con una larga cita de Fausto y, gracias a eso, ha podido Monceaux reconstruir y publicar el escrito maniqueo.

2 El contexto inmediato dejaría entender que esos filósofos no son otros que los mathematici, en el buen sentido de la palabra (Cfr. la nota 26 del libro IV), cuyos exactos cálculos sobre los movimientos de los astros tanto ayudaron a Agustín a desembarazarse de las tabulaciones de los maniqueos. Pero un poco más adelante (V, 14, 25) vuelve sobre este tema y amplía las perspectivas: no sólo a propósito de los astros encuentran más certeza entre los filósofos que entre los maniqueos, sino también "de ipso mundi huius corpore omnique natura quam sensus carnis adtingeret". Se trata esta vez de la física, según toda la extensión que a este término daba la filosofía de la antigüedad. Por otra parte, al fin de su vida, es cierto, menciona nuestro autor una obra en seis voluminosos libros de Cornelio Celso, intitulada Opiniones omnium philosophorum. Esta obra, enteramente desaparecida hoy día, se asemejaba a las colecciones doxográficas —es decir, a las colecciones de opiniones de los filósofos—, de las que existen numerosos ejemplos, que han sido estudiados, y retranscritos en buena parte, en los Doxographi graeci de H. Diels. Vestigios no escasos de obras análogas encontramos en los primeros diálogos de Agustín; además La Ciudad de Dios (VIII, 2) contiene un extenso documento sobre la historia de la filosofía antigua, cuyo detenido estudio demuestra que los conocimientos de Agustín sobre este asunto dependen de una o varias fuentes, cuyo valor está lejos de ser desdeñable. Resulta difícil pensar que nuestro autor se haya enterado de los documentos que utiliza en ese capítulo de la Ciudad de Dios durante los años que siguieron a su retorno al África (aunque los haya podido releer mientras componía su gran obra). Y, como se encuentran trazas de estos documentos en los primeros diálogos, es lícito suponer que a tales lecturas hace alusión en los dos pasajes de las Confesiones que estamos comentando.

3 Entiéndase por aves a los soberbios, por peces del mar a los curiosos y por bestias del campo a los carnales.

4 En el proceso verbal de la primera conferencia entre Agustín y el maniqueo Félix declara éste: "Vino Mani y nos enseñó con su predicación el espíritu de la verdad, el principio, el medio y el fin. Nos instruyó acerca de la fábrica del mundo, por qué ha sido hecho y de dónde o de qué materia y quiénes lo hicieron. El nos enseñó la razón de los días y de las noches, del curso del sol y de la luna. Y, pues, no hallamos esto en San Pablo ni en ninguno de los demás Apóstoles, por eso creemos que es él el Paráclito". Agustín se mofa de estas pretensiones de los maniqueos a dispensar una seudociencia inútil a la fe: "No se lee en el Evangelio que dijese el Señor: os envío el Paráclito para que os instruya acerca del sol y de la luna. Quería hacernos cristianos, no astrónomos" (De actis cum Felice, I, 9, 9). En la Carta 55, 6-7, a Jenaro, expone la explicación que daban de los días y de las noches, de la sucesión de las lunas y del curso del sol.

5 Es inconsistente la acusación de que salió de Cartago por escapar a las persecuciones que amagaban a los maniqueos: la persecución le hubiera seguido hasta Roma. La razón oficial que él mismo da, la indisciplina de los estudiantes, contribuyó no poco, sin duda, a esa decisión. Mas cabe la sospecha de que Agustín anhelaba dejar aquella ciudad africana que fuera testigo en un principio de su entusiasmo de neófito por el maniqueísmo y más tarde de su triste desilusión. Acaso imaginaba que podría llevar en Roma, aun en los medios maniqueos, una vida más independiente.

Parece haber sido tomada bruscamente la decisión de partir. No se lo comunicó a su amigo y protector Ro-maniano, sino que cerró su escuela de, Cartago y abandonó, en cierto modo, la educación de los niños que aquél le había confiado. Peor aún: engañó a su madre. ¿Cómo explicar tan reprobable conducta con dos seres tan cercanos a él? Impulso repentino, sin duda, porque ninguna conjetura razonable nos permite explicar esa extraña decisión, tan brusca como irreflexiva. Diríase que, huyendo de todos los seres que conocía, quería dirigirse a una tierra nueva, donde se viese libre de todo lazo afectivo.

6 Repugnaba a los maniqueos la idea de que Cristo hubiese nacido de mujer y muerto en una cruz. Conceptuaban imposible que hubiese descendido Dios al seno de una mujer para exponerse deliberadamente a los aspectos más bajos inherentes a la concepción y al nacimiento carnales. Era más conveniente creer con San Pablo —así, al menos, le interpretaban ellos— que Cristo se humilló tomando, pero sólo en apariencia, el cuerpo de un hombre, a fin de mostrar a los humanos el camino del cielo. Y para hacer esto no había necesidad de simular un nacimiento terreno.

No es imposible, sin embargo, que Cristo sufriera muerte, pero sólo en apariencia. Porque si es malo el nacimiento, en el sentido de que aprisiona en un cuerpo material algunas partículas del espíritu divino, que de otro modo habrían escapado a la materia, la muerte es buena, ya que libera para siempre a un espíritu que hasta entonces había estado cautivo. Por eso era bueno que Cristo simulara morir. Algunos maniqueos opinaban que había sido un seguidor del demonio el que fuera clavado en la cruz. Otros que el crucificado era Simón de Cirene, después de que le hubo dado Cristo una apariencia semejante a la suya.

7 Le hubiera resultado embarazoso pedir el bautismo durante esta enfermedad, porque habitaba en la casa de un "oyente" y mantenía relaciones con varios "elegidos" y hasta con un obispo maniqueo. Por lo demás, no tenía aún el deseo serio de recibir el bautismo cristiano, porque, hasta aquel momento, aceptaba todavía ser considerado maniqueo.

8 Manera muy frecuente en Agustín de aludir a Cristo.

9 En su disputa con Fortunato declara el Santo no haber pasado nunca de "oyente".

10 Vase debilitando la fe de Agustín en el maniqueísmo. Como le vimos convertirse progresivamente a esta doctrina por razones que le parecieron buenas, así le vemos alejarse de ella por razones que le parecen mejores. Observa con ojo cada vez más crítico la conducta de sus correligionarios y encuentra en Roma buenos motivos para escandalizarse. Hechos como el que narra en Costumbres de los maniqueos, XVI, 52, unidos a su desesperanza de progresar en las doctrinas de la secta, contribuyeron a enfriar su fervor sensiblemente. Pero cree que sus dudas son pasajeras y no titubea en seguir cultivando la intimidad de aquellos hombres obligados a una vida semiclandestina.

11 La crisis en que le sumiera el desencanto intelectual producido por las doctrinas maniqueas le llevó a adherirse al escepticismo de la Academia Nueva. Adhesión que debió ser más profunda de lo que reflejan las páginas de las Confesiones, puesto que, tres años después de su llegada a Roma, consagró su primer obra a refutar el escepticismo neoacadémico.

La Academia Nueva, así llamada porque deriva de la Antigua, la que fundara Platón, nace de las orientaciones escépticas que le imprimió Arcesilao (315-241 a. de C.), al sostener la imposibilidad de cualquier conocimiento. Carnéades (214-129) sistematizó el criticismo negativo de esta escuela y la hizo avanzar por las sendas del escepticismo, desarrollando una técnica que permitía sostener, de manera convincente, los dos aspectos opuestos de no importa qué problema. Cicerón se proclama repetidas veces discípulo suyo y sus Academica exponen y defienden su doctrina. La fortuna literaria del orador latino explica que Agustín haya podido sufrir en este punto la influencia de la Academia Nueva, porque en el terreno filosófico hacía ya algún tiempo que había emprendido el retorno a un dogmatismo más en consonancia con el espíritu de Platón; el comienzo de esta evolución, que debía conducir al Neoplatonismo, aparece en la enseñanza de Antíoco de Ascalón (130-68).

Fue en los Academica de Cicerón donde se inició Agustín en las doctrinas de la Academia Nueva; en su Contra Académicos apenas esgrime otros argumentos que los, ni muy profundos ni muy originales, allí expuestos.

Tuvo también acceso, desde aquellos días, a otro escrito que le permitió completar los datos recibidos de Cicerón: nos referimos al Liber de Philosophia de Varrón, obra de matiz un tanto personal en varios puntos. Utiliza este libro en La Ciudad de Dios (XIX, 1-5) para exponer las diversas doctrinas, posibles más que reales, sobre el Sumo Bien.

No podríamos asegurar con certeza que haya tenido conocimiento directo de libros escritos por miembros de la Academia Nueva. En Contra Academicos, primero él (III, 10, 24), y después Alipio (III, 12, 30), hacen una alusión a tales lecturas. Pero esos libri a que se refieren bien pudieran identificarse con los de Cicerón y Varrón ya mencionados.

Agustín vivió algún tiempo preocupado con el escepticismo de los Académicos. Inmediatamente después de su conversión, en el otoño del 386, compuso su primera obra importante, el Contra Academicos, cuya finalidad explica sumariamente al fin de sus días en las Retractaciones: "Para arribar a la tranquilidad de la vida cristiana escribí, en primer lugar, antes de ser bautizado, Contra Academicos o Sobre los Académicos. Sus argumentos sumen a muchos hombres en la desesperanza de encontrar la verdad... Esos argumentos me habían impresionado y quería alejarlos de mi espíritu" (Retractaciones, I, 1). Resulta, pues, inobjetable que la fase escéptica ocupó un lugar importante en la formación filosófica de Agustín, y más teniendo en cuenta que quiso triunfar de la duda, no sólo por la fe sino también por la filosofía.

12 Piensa Agustín que el escepticismo de la Academia Nueva no es más que un disfraz para sustraer las tesis espiritualistas de la escuela platónica a los ataques materialistas de Zenón y de Epicuro.

13 Tres objeciones enumera en el presente capítulo que, supervivencia de sus anteriores convicciones maniqueas, le apartan todavía de la Iglesia católica: el antropomorfismo de la idea de Dios, que cree encontrar en la Escritura; la naturaleza y el origen del mal, que no acierta a comprender en la perspectiva de un Dios creador universal; la persona de Jesús, cuya realidad humana y nacimiento virginal se rehúsa a admitir. Por su misma formulación, dejan entender estas tres objeciones que Agustín ha tenido ya la precaución de informarse del contenido real de la fe católica.

14 Los maniqueos, asegura el Santo, no sostenían que la tierra de las tinieblas fuese infinita como la región de las luces, para que no pareciese igual a Dios, Según su doctrina, el reino de las tinieblas se incrustaba como una cuña en la región de las luces. Agustín expone muy certeramente esa abstrusa concepción maniquea en Contra la Epístola del fundamento, XXI, 23.

15 Cfr. la nota 6 de este mismo libro.

16 El Nuevo Testamento, decían, no ha sido escrito por testigos oculares dignos de crédito, no obstante las pretensiones de algunos de sus libros que se dicen obra de los Apóstoles del Señor. Ha sido redactado por discípulos tardíos, de tal manera imbuidos de judaismo que han insertado textos destinados a demostrar el parentesco entre los dos Testamentos. De esta suerte le negaban toda confianza como fuente de información sobre la vida y la doctrina de Cristo. Fácilmente se advierte, al leer las Confesiones, la profunda impresión que hiciera en Agustín la polémica maniquea contra la Escritura.

17 Odiar con odio perfecto —comenta en la Ennarraciones al Salmo 138, 22, 28— quiere decir no odiar a los hombres por sus defectos ni amar los defectos por los hombres.

18 De sobra conocida es la figura de Símaco y su empeñosa defensa del paganismo. Sería curioso saber si, entre las razones que le decidieron a inclinarse por Agustín, figuraba o no el hecho de que éste no era cristiano. Como quiera que fuese, en aquel otoño del 384 habíase desatado una fuerte reacción pagana contra la política procristiana del emperador Graciano. Personajes paganos habían sido investidos de las más altas funciones oficiales. El más prestigioso e influyente era precisamente Símaco, quien durante el verano de aquel año combatiera con toda energía en defensa de los cultos paganos en el segundo episodio del Altar de la Victoria.

19 La distinguida figura de Ambrosio domina la vida milanesa y aun la historia de Occidente en esta época. Nacido en 339 en Tréveris, donde su padre Aurelio desempeñaba entonces el cargo de Prefecto de las Galias, Ambrosio pertenecía a una familia romana de la más alta sociedad y de profundas convicciones cristianas. En Roma disfrutó de una esmeradísima educación en las letras griegas y latinas. Tenía 34 años y era Prefecto de la provincia de Emilia-Liguria cuando la vox populi le designó obispo en ocasión en que estaba interviniendo como conciliador en la elección del sucesor de Ausencio. Casi simultáneamente recibe el bautismo, las órdenes eclesiásticas y la consagración episcopal a fines del 373. Cuando Agustín se trasladó a Milán en el otoño del 384 se encontraba Ambrosio en plena madurez: contaba cuarenta v cinco años e iba a iniciar el duodécimo de su episcopado. Su actitud serena aunque irreductible en el conflicto con la emperatriz madre, Justina, acrecentó su prestigio. Venía teniéndose tradicionalmente a este prelado por un pastor de almas, sin concederle crédito como filósofo; más aún, se le consideraba casi como enemigo de la filosofía. Estudios recientes nos demuestran que Ambrosio poseía un conocimiento harto preciso de la historia de la filosofía, en particular de Platón, de Epicuro y de las obras doxográficas.

Conocía asimismo a Plotino y le parafraseaba en sus sermones al pueblo; en aquellos sermones que predicaba todos los domingos y muchos otros días de la semana en la basílica mayor, mientras acababan la Ambrosiana, sermones que acudió a escuchar San Agustín y que le sirvieron tanto de iniciación a la fe católica como de preparación indirecta para la lectura de los escritos neoplatónicos.

20 Son palabras tomadas de un himno de Ambrosio.

21 Para algunos tendría aquí peregrinatio una doble significación, exterior e interior: el viaje a Milán y la evolución espiritual de Agustín. El nombramiento de éste, obtenido gracias a sus relaciones maniqueas y por la protección de Símaco y de Bautón, tal vez no fuera del agrado de todos en Milán y acaso no de Ambrosio, el adversario declarado de la política religiosa de aquellos personajes. Quizá por calmar sus prevenciones y conciliarse las autoridades de todos los partidos y, en todo caso, por plegarse a la costumbre, le hizo Agustín una visita oficial a su llegada.

22 Cfr. nota 12.

23 No otra cosa dice en Sobre la utilidad de creer, VIII, 21: "Los sermones del Obispo de Milán casi me habían hecho cambiar de parecer en algunas cuestiones, de modo que no sin esperanza deseaba preguntar más cosas acerca del Antiguo Testamento. Mientras tanto decidí permanecer catecúmeno en la Iglesia en que mis padres me habían colocado, mientras no hallase lo que buscaba o me convenciese de que no debía buscarlo". Esto supone un gran cambio, cuya importancia han subestimado con frecuencia los biógrafos, del que Ambrosio fue el agente principal.

 

Partes de esta serie: Introducción · Libro I · Libro II · Libro III · Libro IV · Libro V · Libro VI · Libro VII · Libro VIII · Libro IX · Libro X · Libro XI · Libro XII · Libro XIII
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